Céline o el resentimiento de la desesperanza
Por Nabor Raposo.
¿Existe acaso un propósito más noble para los designios de un escritor que sus vanos intentos por trabajar para que su obra prevalezca? Ésta, y no otra, constituya tal vez la verdadera ambición, la más honesta, si se permite; el fin último de la escritura de valor. Pero el tiempo es caprichoso y a menudo no perdona. Mejor dicho, es la gente la que no perdona. No perdona a nadie, ni aún con el paso de los años. Algunos ni siquiera se perdonan a sí mismos.
Medio siglo después de la muerte de Louis-Ferdinand Céline (Courbevoie, 1984 – París, 1961), Francia sigue dividida entre el reconocimiento a una obra inmortal y la censura sin reservas hacia un artista cuyas ideas le costaron, aún en vida, algo más que el desprecio de la República; debatiéndose entre el valor literario de ese sublime retrato de la descarnada naturaleza humana que, con absoluta desesperanza, Céline dejó a modo de testamento para la posteridad en su Viaje al fin de la noche, y entre lo repulsivo de la ideología del autor, colaboracionista con los nazis en la II Guerra Mundial; infamia que, a la postre, le otorgó la humillación de convertirse en ‘vergüenza nacional’ por la que fue su patria, a la que regresó para morir con más pena que gloria.
En cualquier caso, y a pesar de la existencia de no pocas voces en uno y otro bando –autoridades políticas, filósofos, asociaciones de memoria histórica– que continúan alimentando la polémica, parece que las inaceptables opiniones políticas del atormentado escritor tienen, finalmente, más peso en la sensible balanza moral de la ciudadanía que el indudable legado que aglutina su narrativa: en enero, el Ministerio de Cultura francés decidió eliminar el nombre de Céline de la nómina de artistas y personalidades incluidos en la Selección de Celebraciones Nacionales para este 2011. Como escribiera el propio autor en La Iglesia, la misma cita que glosó Sartre años después para introducir La Náusea, su persona parece quedar relegada para siempre a la caricatura de un “muchacho sin importancia colectiva, exactamente un individuo”; un individuo condenado a la pena que inspira la piedad auténtica, a la gloria del infierno. “Llega un momento en que estás completamente solo, cuando has alcanzado el fin de todo lo que te puede suceder”, escribió, profetizando tal vez su triste desamparo.
“Tal vez sea eso lo que busquemos a lo largo de la vida, nada más que eso, la mayor pena posible para llegar a ser uno mismo antes de morir”. Un
discurso pesimista, frenéticamente atroz, una denuncia que supura una especie de abrumadora melancolía agonizante: éste es el camino que eligió Céline para llevar al lector hacia los confines de la oscuridad. Escrito con un ritmo acelerado, extenuante –no sólo el bebop influyó en Kerouac, Burroughs y compañía: algunos de los beats visitaron a Céline en sus últimos días–, la novela narra en primera persona las desoladoras peripecias de Ferdinand Bardamu, un paria desencantado que se alistará en el ejército francés, vivirá en sus carnes los desastres del colonialismo, marchará a América, y regresará por fin como médico de penosa reputación a su lugar de origen donde, desencantado y convaleciente de la vida en general, abominará de la raza humana a la vista del patetismo de la mera condición de sus congéneres y de la suya propia. “Ya es que no era un viaje, era una enfermedad”; un padecimiento cuyo síntoma principal se reduce a la constante huída de su protagonista hacia la nada, hacia un nihilismo no del todo autocomplaciente; con un cinismo desbordante de resentimiento hacia todo lo que le rodea, y tambaleándose en la búsqueda de un futuro indigno pero merecido que sólo puede habitar más allá de la noche, en la muerte.
A través de este sendero acuciante e irreversible sólo hay lugar para el miedo, el único motor que capaz de poner en marcha las ganas de vivir. O, mejor dicho, el miedo funciona como un mecanismo instintivo de supervivencia: la única manera de quitarse la venda es la enfermedad. Es cuando el miedo nos abandona en la muerte cuando llegamos a comprender. La verdad se esconde al final de la noche. “Y todo ello para acabar convenciéndote una vez más de que el destino es invencible, de que hay que volver a caer al pie de la muralla, todas las noches, con la angustia del día siguiente, cada vez más precario, más sórdido”.
Pero no sólo las reflexiones de Bardamu constituyen el eje principal que sustenta el viaje. Ya desde la deserción de la guerra, y en las sucesivas etapas a través del tedioso camino, el narrador se irá encontrando constantemente con la figura de Robinson, personaje cuyas acciones servirán como contrapunto ejemplar de la tesis que encierran los fatigosos pensamientos del protagonista. Y, como no podía ser de otra manera, la elección del nombre de su compañero podría ser de todo, menos casual: Céline se sirve del personaje de Daniel Defoe para denunciar las barbaries de la guerra y el colonialismo, atribuyendo al suyo a un tiempo algunos de los atributos que marcaron la personalidad del Robinson primigenio, pero distorsionándolas en una sutil vuelta de tuerca: la perseverancia –vana e inútil–, la lucha por hacerse a sí mismo –aunque no haga más que fracasar en el intento–, la disposición al trabajo y al ocio –mucho ocio y poco negocio– y un rechazo por los placeres carnales que le llevará, al igual que al penado de Las palmeras salvajes, a conquistar el amor para pasarse el resto de la novela huyendo de él; sólo que, esta vez, con consecuencias fatales para su destino, mas no sin antes recoger sus frutos. Las tribulaciones de Robinson terminan por convertirse en una actitud ante la vida, entendida como un tedioso proceso por alcanzar la verdad –“La independencia era su debilidad”–. Si Robinson Crusoe constituye, como sostienen algunos críticos, una metáfora de la desnudez humana ante el inclemente poder de la naturaleza, la novela que nos ocupa no es sino la representación de esa misma desnudez ante los designios de lo humano.
Viaje al fin de la noche podría entenderse, por tanto, como un dedo índice acusatorio apuntando directamente a la vergüenza que persigue acuciante a la raza humana, y esto es algo que puede estallarle al lector en las manos si realiza el esfuerzo de mirarse, más que al espejo, al interior de sí mismo. Algo que resulta demasiado incómodo como para no sucumbir a la entrega, si el lector experimentado está dispuesto a doblegarse ante el valor de tal agitación provocada por un libro. Lo reconocía hace poco Enrique Vila-Matas en un encuentro digital con sus lectores: “no tengo nada en contra de los libros que entretienen y resultan agradables, que son claros, interesantes e inteligentes […], pero ninguna de esas cualidades me parece a mí que sean las esenciales para la experiencia central de la ficción, que para el escritor está más próxima de un deber muy distinto del de agradar: el deber de expresar de modo exacto su modo de estar en el mundo, algo que a veces no entretiene precisamente”…
… y por estos derroteros circula el legado sobresaliente de alguien a quien la moral de la humanidad se “la traía floja, como a todo el mundo, por cierto”; alguien resignado a las consecuencias de su tormento, que no lloriqueó cuando se dio cuenta –si es que llegó a darse cuenta alguna vez– de lo deplorable, cruel e inhumano de sus actos y sus ideas políticas; alguien que pensaba que incluso toda virtud poseía, en el fondo, “su literatura inmunda”: en cualquier caso, resucitar a Louis-Ferdinand Céline para condenarlo viene siendo lo mismo que invocar la posteridad, tal como el la veía: “hacer un discurso a los gusanos”.
Viaje al fin de la noche, de Louis-Ferdinand Céline, está editado en Edhasa.
Céline nació cubierto de su ración de mierda, como todos. Pero en vez de tragársela, como muchos, la escupió y muy generosamente nos mostró a los demás cómo hacerlo. Gracias en nombre de la libertad, Nabor, por recomendarlo. Yo he buscado más las emociones desde que lo leo (y ya son once los libros que he leído de él). Ah, y te aseguro que no me he hecho antisemita. Quien quiera reducir a eso la figura de Céline se lo perderá como poeta y como iluminado. Céline vivió y vive, éramos los demás los que estábamos “de viaje”.