Negro transparente
Por Francisco Balbuena
Daniela Astor y la caja negra. Marta Sanz . Anagrama. Barcelona, 2013.267 páginas; 16,90 euros (libro electrónico: 12,99 euros)
El Diablo no es invisible, es transparente, y para que se revele basta observarlo a intervalos con un fondo negro. En esta gran novela, Daniela Astor y la caja negra, habita el Demonio de la revelación, un desvelamiento bienquistado que se mueve entre nosotros parpadeante por medio de cuerpos traslúcidos proyectados sobre el fondo oscuro de nuestra historia reciente. Su protagonista, la adolescente Catalina con voz y ojos de mujer casi en la cincuentena, nos viene a decir que si en la infancia no se sufre, de manera bien desapacible y que se recuerde por siempre jamás, no se madura en armonía, no puede verse la figura iluminada. Por consiguiente, Catalina mensura su vida y la de los suyos conforme en la narración van sucediéndose los fotogramas de su Infierno compartido. Ya se sabe que en el Cielo no ocurre nada, sólo la estática contemplación, de modo que es insustancial; necesitamos el Infierno movible de la vida para contar historias y así saber lo que somos. Todo ello lo demuestra Marta Sanz magistralmente con Daniela Astor y la caja negra.
Esta novela maravillosa y sorprendente ─reciente ganadora del Premio Tigre Juan─ es como un zootropo que nos ofrece, si miramos por su oval rendija abierta con una escritura inteligente, reflexiva, poética y socarrona, esa película pegada cuadro a cuadro a la pared interior de la caja redonda. Es un reproductor de imágenes forzadas a un nuevo movimiento literario, contándonos todo lo que hemos de saber sobre Catalina H. Griñán, y por extensión sobre muchas mujeres. Georges Perec tituló su obra maestra como La vida instrucciones de uso. La novela que tenemos entre manos debería llevar por subtítulo: “La mujer instrucciones de visionado”, para que todo el mundo, leyéndola, aprenda a ver o a atisbar el alma femenina. La obra nos viene a recomendar que, además de por curiosidad, es bueno por reconfortante e instructivo mirar dentro de esa caja negra que todos llevamos con nosotros. Una caja que no es tanto la cuadrada de los aviones donde se registran las incidencias de vuelo como la caja circular y sin bordes que da cobijo al ser humano, ese divertido invento literario, y que gira y gira en un presente continuo mientras va relatando su drama sin fin.
Como si fuera dicho zootropo, a lo largo de las páginas de Gabriela Astor y la caja negra se suceden los destellos de la adolescencia de una mujer, difícil y a veces perturbadora, se diría que con voz somormujada en la irritación de la enmienda. Son episodios entreverados con retazos de la presencia negra y demoniaca de Daniela Astor, celebridad fantasmagórica y glamurosa, numen surgido de la imaginería de la Transición, reflejo de las venturas y desventuras de actrices, starlettes, coquettes y folclóricas que acompañan a Cati desde la leonera de su habitación. Sin descanso y casi con ansiedad, circulamos por las andanzas a trompicones de famosas y famosillas que en aquellos días comenzarían a abrirse de piernas con osado recato. Entretanto realizamos ese instructivo tránsito, nuestra protagonista simultáneamente irá abriéndonos su vida con púdica desvergüenza. Aquí un episodio chusco entre sus padres, pongamos por caso, que ella evoca en silueta transparente sobre fondo negro como si fuera el prurito doméstico de un sarampión nacional. Es la enmienda antes mencionada, como si Catalina nos dijera: “sí, cometimos esos errores, esos desvaríos, y aun barbaridades, pero es que éramos el reflejo de una sociedad que vivía en el yerro más patético”.
Se establece un juego de claroscuros y contrastes, privados o públicos. Es como un concubinato entre lo imaginado o soñado y lo vivido y padecido, mientras que al lector se le irá apretando el pecho de la emoción por ver lo que fueron unas y lo que vivió otra, la niña que quería crecer a base de miga de pan para, alcanzando el deseo, liberarse de su imaginación. Por momentos asistimos a un cuadro devastador a través de los ojos de Cati puestos en ella misma, en su amiga Angélica y en sus respectivas familias. Siendo su madre Sonia la figura más poderosa, para la aspereza en la vida casera y para la reciedumbre en la cárcel. Y en otras ocasiones, con pinceladas impregnadas de agudeza y humor, contemplamos la corriente procelosa de diosecillas hermosas revestidas de oropel que por aquellos años flotaban sobre una sociedad más salida que el pico de una plancha y que de una vez por todas quería fluir hacia alguna parte, mediados asesinatos de laboralistas, injusticias por paladas y engaños de trujimán. Pero, como dice Sanz en sus páginas con una frase para enmarcar: “Después la vida sigue porque, al fin y al cabo, nunca nada es lo suficientemente devastador”. Y aquí estamos y seguimos.
Esta novela no es un ajuste de cuentas con una época, de la Transición a nuestro comienzo de siglo decrépito, porque todo en sus páginas está tratado con el cariño del herido que perdona; es más bien un navegador de internautas de desastres personales y colectivos a reflexionar y, si se puede, a evitar en plena travesía. No dejará el lector de desasosegarse, por ejemplo, cuando con unos avezados toques la autora nos apunta ─revela─ la breve vida de la actriz Sandra Mozarowsky y su misteriosa muerte. Para a continuación ese mismo lector caer en la cuenta, de acuerdo a lo apuntado, sobre en manos de qué escamoteador obsceno hemos estado y seguimos estando como pueblo. Tampoco Daniela Astor y la caja negra es una proclama feminista ─sería menguar su largo recorrido desde la misma salida─, aunque posea la voz de la mujer y su vindicación; sino que con su brillante texto viene a confirmarnos lo que desde hace milenios los sabios del Himalaya sospechan: el ser humano existe en alas de sus construcciones mentales, pues sin ellas no podría soportarse. En sus páginas lo comprobamos; en unos personajes, en otros, y en todo un país.
Hace tiempo alguien importante del ámbito literario y cultural, cuyo nombre siempre tendré en la memoria, me dijo que yo estaba entre los tres mejores novelistas españoles. Entonces no alcancé a imaginarme quiénes pudieran ser los otros dos. Ahora, tras leer Daniela Astor y la caja negra y recordar Black black black y El buen detective no se casa jamás, sé que en ese trío de autores cimeros se encuentra Marta Sanz.