Por Sara Roma
Roberto Bolaño aconsejaba no aficionarse demasiado a la escritura porque cuando uno comienza a escribir corre el riesgo de “tejerla y destejerla una y otra vez hasta el día de su muerte”. Afortunadamente a ese extremo no ha llegado Juan Carlos Díez Jayo, pero todavía hoy se asombra de lo que comenzó como un blog y puro divertimento, haya llegado a transformarse en un libro sobre libros y literatura. Libros malditos, malditos libros (Editorial Piel de Zapa, 2013) es la recopilación de una serie de impresiones en torno a la biblioflia. Estos últimos años los ha dedicado a dar forma a este proyecto que recopila historias y anécdotas sobre los más extraños libros y sus más excéntricos autores. En esta entrevista comparte con nosotros su personal afición y nos descubre que, en el fondo, en él habita el espíritu lector de quienes hemos crecido con Verne, Stevenson y Poe, entre otros.
-¿Por qué decides entrar en la literatura escribiendo un libro sobre libros?
No fue una decisión meditada. Vi que ahí había algo y me puse a ello. Al principio pensé que el proyecto adolecía de un fallo de partida. Los únicos libros que trascienden en el tiempo son los que levantan una realidad alternativa, mientras que escribir acerca de otros libros supone hacer una literatura intransitiva que es consciente de su propia impotencia. Después me he dado cuenta que también es una toma de posición. La escritura tiene sus límites, nos hace confundir la palabra con el objeto designado. Escribir sobre Sherlock Holmes es igual que escribir sobre el vecino del quinto. Una postura desencantada, sí, pero honesta.
-Leer Libros malditos, malditos libros es un placer por varios motivos. El primero de todos porque está escrito de una manera exquisita y con un texto muy rico y pulido. Las historias son breves pero tan misteriosas y amenas que dan ganas de seguir leyendo. Pero, por todo ello, supongo que su escritura no ha sido nada fácil. Incluso desde el punto de vista de la documentación. ¿Cómo ha sido el proceso?
No exigió tanta documentación como parece. Un tema tiraba de otro y así fueron surgiendo todos. En alguna página de
Borges, por ejemplo, se trata del nombre secreto de Roma. En
Sobre héroes y tumbas de
Ernesto Sábato se habla del origen de la secta de los ciegos y de cierta velada en la que el arte se adelantó a la realidad. Se cuenta que
Maupassant tenía la mano disecada de un parricida colgada de un clavo en la pared ¿Cómo no querer saber más de esas cosas? Así que me puse a revolver papeles. Partía de mi biblioteca personal, que es bastante anémica, después probaba con la biblioteca municipal o me hacía traer algún libro de Iberlibro, si el dispendio o el descuido de mi mujer lo permitían. Y luego, claro, está Wikipedia y Google Books, que lo mismo permite hojear un incunable que ese libro inhallable acerca de la encuadernación con piel humana que nadie parece tener.
-En algunos capítulos del libro manifiestas tus filias, tus fobias, tus dudas y las preguntas que te asaltan como lector. Esa cercanía me ha gustado mucho. Una de las inquietudes que compartes con el lector es el asombro que sentimos ante ciertos autores que parecen haberlo leído todo. Y es que si las cuentas no fallan, aseguras que los buenos lectores solo pueden alcanzar a leer algo más de 3.000 volúmenes, una cifra muy ridícula para la ingente cantidad de títulos que se publican al año.
Los tres mil volúmenes salen de unas sencillas cuentas y de la reflexión acerca de cuántos libros es razonable que contenga una biblioteca personal. Si estimamos una vida lectora de 65 años a razón de un libro a la semana –prueba a leer La broma infinita o El arco iris de la gravedad en siete días y dime si no es un cálculo optimista– obtendremos 3.500 libros aproximadamente. Y sí, tengo entendido que cada semana salen al mercado español unos cien libros aproximadamente. Es un combate desigual y, aunque muchos buenos lectores se sienten culpables por ignorar tanto buen libro, nadie nos exige leerlos todos. La vida es demasiado breve para un canon. Aun así, siempre nos quedará el remordimiento de pensar si ese libro que dejamos en el estante de la librería aquel día, ese libro justamente y no otro, podría haber sido aquel que lo justifique todo.
-Hablando de autores, aseguras, como Edward Trelawny, que “conocer realmente a un escritor supone a menudo la destrucción de la ilusión que sus obras han creado” y que cuando los conoces “dejan de deleitarte para siempre”. ¿Lo dices con total convencimiento porque lo has vivido?
No conozco a ningún escritor, pero supongo que tienen que ser igual que los compañeros de la oficina, la panadera o las jetas anónimas que nos encontramos por la calle. Todos los hombres somos aburridamente parecidos. Somos un coñazo, para qué nos vamos a engañar.
-Dices en el libro que “para la literatura, como para la memoria de los hombres, cualquier cosas se vuelve un poco cierta si ha sido nombrada”. ¿De dónde crees que viene la afición de muchos escritores como Lovecraft de imaginar libros que nunca existieron?
El caso de
Lovecraft es muy curioso. Su mejor obra, y por la que más se le recuerda, es por un libro que nunca llegó a escribir. Es un escritor deficiente, con un estilo pesado, pero ahí demostró que si ha llegado a ser un clásico indiscutible es porque sus obsesiones son las nuestras. Imaginamos libros que nunca existieron porque imaginar títulos y esbozar argumentos satisface nuestros anhelos sin los inconvenientes de la realización.
-Hay capítulos que me llamaron mucho la atención, como el dedicado a la encuadernación antropodérmica; o la historia de Ernesto Sábato y la secta de los ciegos me dejó estupefacta. ¿Cómo descubriste o supiste sobre estas historias?
Pasear sin rumbo fijo por los libros depara esas sorpresas. Quise utilizar esos hechos, cuanto más excéntricos mejor, para provocar una sensación de maravilla en el lector y así hacerle entrar en el juego literario en el que uno opta por suspender la incredulidad y sumergirse en la historia. Los libros malditos sirven para interrogarnos por esas lecturas que están agazapadas en el envés de una página familiar y en las que nunca habíamos reparado antes. Sirven para interrogarse sobre lo que es un libro y lo que no lo es, para reflexionar acerca de los límites de la escritura o para descubrir esa interpretación literaria de la vida tan válida como la habitual, pero mucho más hermosa.
-¿A qué se debe esa fascinación que existe en torno al libro prohibido? ¿Crees que lo mejor que le puede pasar a un autor es que lo tachen de maldito o que su historia personal se relacione con algún hecho escabroso?
Los escritores acostumbran a ser los seres más aburridos del mundo. Algunos han asesinado, pero en un porcentaje mucho menor que, por ejemplo, el viril gremio de los fontaneros. Supongo que poder saldar cuentas con ayuda de un papel evita pasar a mayores. Ser un escritor maldito ayuda porque el lector necesita poner un rostro al autor, convertirlo en un interlocutor concreto, y ese tipo de cosas permite dibujarle una cara. A todos nos gustan los malos.
-¿Qué libros dirías que te han hecho ser quien eres?
Creo que los libros más importantes son los que se leen a la edad adecuada. En mi caso, y por orden cronológico, aquella colección juvenil de
Alfred Hitchcock y los tres investigadores,
Verne, Poe, Lovecraft, Borges,
El hombre que fue Jueves, de
Chesterton… Luego me hice adulto y ese deslumbramiento que sentía al cerrar ciertos libros ha ido apagándose con los años, por desgracia.
-Hay quienes defienden una antibiblioteca compuesta por los libros que aún no hemos leído, y que puede que sean los más valiosos. ¿Cuál sería la tuya?
Me gustaría leer la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, en una de esas aristocráticas ediciones para plutócratas que acostumbra a editar el señor conde de Siruela, la inminente La casa de hojas de Danielewski, y cualquier libro de cualquiera de esas jóvenes promesas que las editoriales españolas publican todas las semanas augurando una nueva edad de oro en la narrativa, y que justifique la mitad de los halagos.
-¿Lo próximo de Díez Jayo será una novela?
Me lo estoy planteando pero tengo muchas dudas. Después de acabar Libros malditos, malditos libros he constatado dos cosas. La primera es que me considero un lector y no un escritor. Antes de hacer este libro no había escrito nada con fines –ejem– literarios, y después de acabarlo no he terminado ni una página con la misma intención. La segunda, y es consecuencia de la primera, es que he comprobado que soy muy vago. Creo que no volveré a escribir nada si no tengo nada que decir. Como explicó Wittgenstein: “De lo que no se puede hablar, mejor callar”.
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luchan por causas justas y gozan el placer de ser útiles a sus semejantes. Fin. . . Etc, etc, etc… FIN. . . . Ya.fin.
El tiempo es De Oropel. . . Fin. Mago del suspense.