Elogio de la lectura
Por Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia
Cuando la inmediatez se convierte en un elogio, cuando los tiempos lentos son despreciados y el enriquecimiento cultural y personal una aparente pérdida de tiempo, la lectura pierde su batalla. ¿Para qué fomentar la lectura mientras se aplauden valores que precisamente la niegan? Dedicar tiempo a la lectura, a la escritura, a la solitaria contemplación de un cuadro no es banal; puede que de este tiempo no se derive riqueza ni fama, pero ¿es acaso éste el auténtico valor de todo individuo? En un momento en el que desde las instituciones se desacredita la cultura, se la considera como un aspecto menor y sin importancia de la sociedad; cuando desde determinadas posiciones políticas se quiere convertir la cultura en un producto más del mercado, definiendo su valor solamente en los beneficios económicos, los enfrentamientos no sirven, las rivalidades solo enturbian aún más un escenario ya de por sí desolador. Bien es cierto, no todos los libros son iguales, como tampoco lo son todas las películas o los discos; algunos dirán que se trata solamente de gustos, otros, en cambio, afirmaran que hay demasiado intruso. Sin embargo, ahora no es ésta la cuestión, pues cuando las librerías dejan de vender los libros, cuando las bibliotecas públicas dejan de tener ayudas suficientes para ser ese centro de cultura y de lectura abierto a todos, cuando nos encontramos en los días de hoy, es necesario elogiar la lectura, elogiar el arte cinematográfico como el arte plástico. Ya habrá tiempo para disquisiciones críticas, ahora lo que se trata es de cambiar el rumbo tomado desde las instituciones. De lo que se trata es de evitar la deriva, la deriva de la no cultura.
Elogio de la lectura
Leer es recorrer los trazos negros sobre un fondo blanco, hacer que estos trazos adquieran significado, convertirlos en palabras, palabras de múltiples significados, algunos comprensibles, otros que permanecen escondidos tras el trazo negro; leer es rellenar los vacíos entre las palabras, buscarles un sentido; leer es esperar siempre la siguiente palabra, esperar que el libro no termine y, cuando lo hace, seguir leyendo aquellas páginas mentalmente, reescribirlas en la memoria y volverlas a leer, dándoles nuevos significados, reecreándose en una ficción que no concluye, que perdura mientras perdura el recuerdo de sus páginas impresas.
Leer es mirarse al espejo y reflejarse, ¿quién es ese yo reflejado? Es el lector y al mismo tiempo es otro, otro anónimo, que será aquel que el lector decida. No hay autor, hay sólo texto, palabras ante la atenta mirada del lector, figuras e imágenes que deben ser interpretadas, personajes que buscan una identidad. Es el lector que las identifica, quien concede a ese yo la identidad que la máscara le esconde, es el lector quien colma la ausencia tras el velo de la escritura; ¿quién se esconde tras ese velo? No hay respuesta para ello, cada lector individuará a alguien diferente, cada lector leerá ese yo de manera única e irrepetible. ¿Relato o autobiografía? Palabras, “yos” que buscan identidad y que, al ser leídos, se transforman, empiezan a parecerse al lector, como éste empieza a parecerse a ellos. No hay autor que medie entre ellos, la escritura los distancia, pero la lectura los vuelve a unir; la lectura, escribió una vez el crítico francés Maurice Blanchot, “se [apodera] luego de la obra, [quiere] aprehenderla, reduciendo y suprimiendo toda distancia con ella, más aún, [quiere] hacer de esta distancia […] el principio de una nueva génesis”.
Leer es dar vida al libro, leer, como escribir, es, decía la gran María Zambrano, no dejar que el libro sea un mero ser “en potencia, tan en potencia como una bomba que no ha estallado”: leer es hacerlo estallar, hacer que el libro se abra en sentidos inagotables, en múltiples imágenes que cambian en toda lectura. Cuándo se lee por placer, no importa lo que los otros digan, no importan las reseñas ni los debates teóricos, importa sólo lo que se lee, lo que vuelve a construirse a través del lector, de su imaginación, que “se exalta sintiéndose zambullir en las profundidades de una personalidad extraña” y, en las profundidades de esa personalidad extraña, el lector reescribe la historia liberada por el escritor y, al reescribirla, la hace suya, la transforma; la obra vuelve a nacer, ya nada en el texto es igual a como fue antes, antes incluso de ser escrito.