La educación, ese campo de batalla
José Antonio Sánchez Parrón
Es una verdad universalmente reconocida que en el Partido Popular hay ministros de primera y segunda división, los que están cerca de Mariano Rajoy y del discurso central del gobierno, y los que son dejados con mayor libertad en la periferia, más desprotegidos de los envites externos. José Ignacio Wert pertenece a esta segunda categoría. La perfecta primera línea de batalla y distracción enemiga que protege a un núcleo silente entre Bárcenas, Bruselas y CEOE. No es casualidad tampoco que Wert ocupe la cartera de Educación, Cultura y Deporte. Al situar el debate educativo en primera línea, se consigue desligar al máximo la discusión de las políticas económicas llevadas a cabo por el gobierno. Se trata, claramente, de una maniobra de desenfoque, que evidencia el valor secundario que la educación, la cultura y el deporte representan para el actual ejecutivo y que hacen de Wert el ejemplo del “poli malo” del partido, frente al que se opone el papel sin fanfarrias mediáticas que desempeña Luís de Guindos entre las altas esferas económicas nacionales e internacionales. Esta decisión estratégica del PP, aunque se pone en evidencia por sí misma, no deja de producir estragos en los campos de los que el ministro es la cabeza visible. Esta, al mismo tiempo, pretende plantear de forma muy inteligente un problema de anestesia y desviación de la respuesta social, pues el ofrecer los planes de austeridad como hechos ineludibles y externos al ministerio nos sitúa frente al eterno fantasma del “mandado”, el tecnócrata, el que solo parece tener una función: administrar la parcela que le ha tocado en suerte. Figura que, por otra parte, tiene sus reflejos a todos los niveles del sistema, pues casi todos los elementos estables del mismo apuntan hacia arriba eludiendo sus responsabilidades. Es más, se podría afirmar que, a mayor importancia en un cargo, mayor se hace el grado de cínica inevitabilidad de las acciones llevadas a cabo.
Este hecho ha sido llevado al extremo del ridículo por el teórico máximo mandatario de nuestro país, Mariano Rajoy, al afirmar en septiembre de 2012, en una de esas frases por las que pasará a la posteridad: “la realidad me ha impedido cumplir mi programa electoral”. La realidad, sí. No la Troika, ni la patronal, ni la ideología de su partido. Fue la realidad -máxima expresión del proceder tecnocrático al que quiere agarrarse el PP como única justificación posible de sus medidas de austeridad- la que firmó la reforma laboral, la que rescató a Bankia, la que ha herido de muerte y está privatizando la sanidad y la educación. Ahora bien, si la apelación a la tecnocracia, que tan de moda está, es siempre cínica e ilusoria, cuando esta es referida por cualquier dirigente del PP – partido que detenta un espectro de votantes que va de los nacionalcatólicos a los neoliberales más feroces, pasando por los monárquicos-, solo se podría responder con una sonrisa sardónica.
Este mismo planteamiento sería el que se trasladaría al terreno educativo. Así, se hablaría de ideología socialista en la asignatura de educación para la ciudadanía, como argumento para su supresión. Se hace, además, citando literalmente un libro, Educación para la ciudadanía de Carlos Fernández Liria, Pedro Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, que nunca sería homologado por el Ministerio de Educación del anterior ejecutivo. Wert venía a liberar al sistema educativo del derroche y la ideología socialista de los que se había colmado en ocho años de gobierno del PSOE. Todo ello sin ideología, claro. De hecho, solo se iba a ser un buen gestor de una partida, la de educación, que ya le llegaba recortada desde arriba. Sin embargo, esta aparente falta de ideología viene evidenciar, por otra parte, que la escuela y la universidad son, precisamente, los lugares donde las distintas ideologías vienen a entablar conflictos más feroces y donde la hegemonía del Estado, en ausencia de diálogo, debe buscar todos los medios para acabar imponiéndose.
No obstante, la mayoría absoluta del PP, unida a la necesidad de generar titulares que desviaran la atención del sector financiero, ha permitido que Wert entrara en el sistema educativo como un ciego conduciendo bulldozer. El cinismo de sus mensajes implícitos o explícitos ha apuntado siempre hacia las mismas cuestiones: por una parte, el sistema educativo no funciona y los culpables de dicho fallo estructural son sus propios integrantes, que han derrochado todo lo que tenían a su disposición y más aún. En esta línea, hemos pasado del escuchar que sobran carreras al tener que aceptar que se nos diga que el sistema de becas ha estado basado en la limosna y no en el rendimiento de los estudiantes, sin olvidar la subida de tasas universitarias justificada sobre el hecho de que los estudiantes teóricamente pagábamos solo un 15% del coste de nuestros estudios con estas (eso sí, sin desgloses de gastos de cada uno de los estamentos universitarios). Por la otra, bajo esa falacia del “despolitizar la educación” se ha eliminado toda consideración social y crítica de la misma, para concebirla, sin tapujos, como una mera herramienta de capacitación para el mercado laboral y la obtención de beneficio económico de un país. En otras palabras, lo que ha querido José Ignacio I, “El Tecnócrata”, ha sido eliminar todas las caretas y las ambivalencias sobre las que se había conformado la educación pública para presentarla sin eufemismos, en su puro y crudo pragmatismo capitalista. Pero no solo eso. Si algo hay que reconocerle al gabinete de Wert ha sido su habilidad para reunir bajo la mismas reformas todas las visiones del mundo que recoge su partido: el rechazo de todo nacionalismo que no sea el español, la defensa de la educación privada y concertada (incluso aquella que segrega por sexo), la sumisión al lobby católico, la concepción absolutamente pragmática de la educación y la elitización de la misma. Toda esta imposición de una o una serie de ideologías -impensable en países como Finlandia, Francia, Reino Unido o Alemania, cuyos plurales sistemas educativos aparecen blindados por la existencia de pactos entre los distintos grupos parlamentarios nacionales- solo se puede entender bajo la cultura castiza del revanchismo y la contrarreforma de nuestro país, encarnada con su mayor vigor y claridad en las medidas del PP absolutista de Rajoy.
Ahora bien, solo existe una lectura positiva a esta avalancha ideológica que pretende apoderarse de todos los frentes de respuesta: ante estos ataques, el sistema educativo no se ha dejado silenciar y se ha convertido en un verdadero campo de batalla ideológico, donde se construyen y defienden las alternativas. Si bien se debe reconocer todavía su precariedad y debilidad, el crecimiento de los lazos entre los distintos sectores educativos y la presión de las protestas se está haciendo cada vez más evidente. A la política de la sordina y la simplificación, está respondiendo un silencio a voces que está construyendo una alternativa plural, la que defiende, no una vuelta a la escuela y una universidad pre-Wert, sino una educación que atente contra los cimientos mismos del sistema agonizante del que se ha querido convertir en mera herramienta acrítica. No es de extrañar, por ello, que los coletazos de vida de nuestra educación se encuentren precisamente en esos círculos pequeños, caóticos, inocentes, que se están creando en cada punto de nuestra geografía y se están constituyendo como atalayas de defensa de una educación democrática, plural, igualitaria y crítica. Por supuesto, falta mucho terreno por andar, pese a que el poder parece seguir arrasando sin concesiones. Sin embargo, esto no es del todo cierto. Wert ya ha titubeado una vez, lo hizo a raíz de la subida de la nota media que daba acceso a la obtención de beca universitaria, como consecuencia a toda una campaña de deslegitimación pública que fue comandada por una buena parte de la sociedad, que, como ente anónimo y colectivo, supo ver en la imposición del ministro solo un paso más hacia la constitución de una universidad por y para los que tienen más medios. La nota media seguirá siendo un 5’5. Es poco, muy poco todavía, pero es una muestra de lo que la presión social puede llegar paralizar o revertir, el primer titubeo de todos los que vendrán.
La batalla será muy larga, pero existe uno de los bandos cuyo crecimiento está siendo exponencial. Carece de los más importantes medios de difusión, es cierto, pero está conformado por los que están padeciendo el ataque constante. Por ello, incluso en un contexto de derrotas flagrantes, como se debe considerar la no paralización de la LOMCE el pasado martes en el parlamento -gracias al de la mayoría absoluta popular-, se trata de una batalla que está destinada a ser ganada por los que están siendo vilipendiados. Es el único final posible al que se puede enfrentar el gigante con pies de barro en que se está convirtiendo el ministro Wert y su sistema educativo. No sería una gran victoria, hay que reconocerlo, pues ya se ha dicho que la educación no es más que un sector marginal para el gobierno, pero es uno de los más importantes en lo que se refiere a su imposición ideológica. La derrota en este frente seguramente significaría un cerco aún mayor a Moncloa, que, anulada toda influencia de su palabra, solo podría defenderse a través de la represión física. Y, ya se sabe, cada crujido producido por una porra como única respuesta es un crujido de la entrañas del estado que lo ordena, un pasito más hacia su autodestrucción.
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