Desaparecer: la broma que Poe, Conan Doyle y otros escritores de misterio hicieron a sus amigos
Ocultarse, desaparecer, tener secretos, son conductas que algunas sociedades permiten más que otras: en el siglo XIX los resquicios que aún tenía el sistema de control social hizo posible esta broma que, se dice, pusieron en marcha Poe, Sir Arthur Conan Doyle y personajes de la política.
Para algunos el humor es cosa seria, un asunto que, por lo menos, requiere ingenio, en proporción directa a la cantidad de diversión que desee recogerse después. De ahí el empeño que a veces se pone en planear una broma, los pocos o muchos hilos que se tienden en torno a una situación con la esperanza de que, al cumplirse lo planeado, el resultado sea una risotada sonora o la secreta satisfacción de la burla bien lograda.
Se dice que Sir Arthur Conan Doyle, el creador del legendario Sherlock Holmes y autor de otros relatos no menos memorables como El mundo perdido, ideó y efectivamente ejecutó el siguiente escenario:
Una noche, aburrido y jugueteando ociosamente con malos pensamientos, decidió enviar un recado a cinco de sus amigos. La nota se entregó anónimamente, sin firma ni información. Solamente decía: “Nos descubrieron. ¡Huye!”. En una cena posterior, su círculo social estaba agitado con la repentina y total desaparición de una de las personas a quienes envió el recado, persona de quien ya nada se volvió a saber.
Traduzco la versión de la broma según la relata Esther Inglis-Arkell en el sitio io9, quien agrega que Conan Doyle o no fue el autor de esta o no fue el único escritor a quien se le ocurrió. Al parecer Edgar Allan Poe ―que en algún modo podría considerarse pariente espiritual del autor inglés, no por nada dio vida al primer detective sedentario de la literatura, Auguste Dupin― también puso en marcha este mismo mecanismo, aunque en un medio significativamente menos respetable que el de Sir Arthur, dadas las compañías que Poe solía frecuentar.
Asimismo, quizá menos como una forma de entretenimiento que como un recurso propio de los cómplices y los conspiradores, en la política y la jerarquía religiosa también hay testimonios de mensajes similares enviados a miembros de un partido opositor antes de una votación importante o a sacerdotes involucrados en actos corruptos.
Sin embargo, como todo chiste que valga la pena ser contado, escuchado o realizado, su verdadera importancia radica más allá de la posible diversión que suscite y, de acuerdo con la característica más importante del humor, en aquello que deja al descubierto una vez que se somete al examen del intelecto.
En este caso, como también señala Inglis-Arkell, la broma podría utilizarse como una suerte de “encuesta sociológica” que “ilumine la vida secreta que cierto porcentaje de la población lleva”. ¿Cuántos de los que recibiríamos ese mensaje anónimo no dudaríamos ni un instante y, apenas tomando lo necesario, o quizá ni siquiera eso, quizá solo con lo que llevamos puesto, saldríamos de inmediato hacia donde fuera? Muy pocos, es cierto, pero aun así, la sola fantasía de que esto fuera posible nos impulsa a reflexionar sobre nuestra propia vida y la cantidad de luz y sombra que la ilumina y la oculta o, visto en perspectiva, la posibilidad de tener secretos que esta época y la sociedad en que vivimos permite.
En este último sentido, no menos importante es el hecho que tanto Poe como Conan Doyle pertenezcan más o menos a un mismo tiempo en que era más factible eso: salir huyendo, sin que nadie fuera capaz de seguir un rastro ni encontrar eventualmente al desaparecido. Como sabemos, los relatos de Sherlock Holmes están llenos de personajes que en algún momento de su vida ficticia se perdieron en un país africano o americano, en las selvas de Brasil o Centroamérica o en las minas de Sudáfrica, en las colonias británicas en Asia, en Bombay, en puntos exóticos y casi inalcanzables según las condiciones del momento, de regreso después entre la civilización europea, a veces con otra identidad, llevando consigo experiencias terribles o tremebundas, producto de su estancia en tan apartadas latitudes.
Pero incluso ocultarse no requería de decisiones tan extremas. Como el Wakefield de Nathaniel Hawthorne, la huida bien podía consumarse viviendo apenas a un par de calles del que podría considerarse el rumbo habitual y acostumbrado. ¿Por qué? Sencillamente porque los mecanismos de la sociedad así lo hacían posible (al menos en la fantasía): el control era o intentaba ser férreo, pero aún existían resquicios por los cuales escapar a dicho control.
Ahora, ¿quién con una tarjeta de crédito podría desaparecer absolutamente? Aunque, por otro lado, una tarjeta de crédito es uno de los mejores recursos para sobrevivir incluso en un país desconocido y diametralmente opuesto al natal.
Es una exageración, claro, pero simbólica de ciertas paradojas esenciales de nuestro mundo.
Con información de io9