William Shakespeare, Sonetos

 

Shakespeare Sonetos (copertina)William Shakespeare, Sonetos

 

Barcelona, Acantilado, 2013, 336 pp., 22 euros.

 

Por Mario S. Arsenal

 

But thou art all my art and dost advance

As high as learning my rude ignorance.

 

 

Entre la desmesurada incertidumbre que existe sobre la biografía de William Shakespeare (1564-1616) y la magia imperecedera que envuelve su obra, bien cabría decir que aún todavía, después de casi cinco centurias desde su desaparición, no se ha dicho la última palabra. La tradición literaria se ha visto abocada a engalanarle como hijo predilecto de la dramaturgia por encima de cualquier otra circunstancia, y razón no le queda, pues siempre pasará por ser majestuosamente el autor de Romeo y Julieta, Hamlet, Mucho ruido y pocas nueces, Macbeth o La tempestad, mas no poseemos manuscrito alguno suyo y únicamente cinco firmas, una en su testamento, otra en un ejemplar de Montaigne y tres en documentos legales. La oscuridad está servida.

 

Ahora bien, el poeta de Stratford también cultivó el verso y ciertamente no con menos empeño. Muchas veces la historia coloca sus fichas de manera jerárquica y vertical, generando eclipses sobre lo minoritario y operando tiránicamente sobre la obra menor de los grandes autores. Esto no descataloga nada ni ensalza lo opuesto, antes bien, enriquece la tradición y abre la ventana del lector hacia nuevas dimensiones hasta el momento desconocidas.

 

Hace pocos meses tuvimos el placer de reseñar una antología poética del teatro firmada por el mismo Shakespeare y preparada por Christian Law Palacín (Pre-Textos, 2012), pero ahora viene el corazón del cuerpo, los Sonetos (Acantilado, 2013) en una encomiable versión de Bernardo Santano Moreno. Decimos encomiable. Encomiable porque por primera vez tenemos el placer de leer los 154 sonetos legados por el poeta de Stratford de manera singular, ya que el traductor se ha tomado la doble molestia de elaborar una versión en verso y otra literal. Esto nos facilita en muchísimas ocasiones la comprensión lectora de los sonetos y nos ayuda a profundizar en su sentido.

 

La poesía, es por todos sabido, requiere de la lengua original para llegar a su más desnuda esencia. Evidentemente en el caso anglosajón, a pesar de ser una lengua sintética, no es diferente del resto. Y en este caso dicha operación ha resultado más que satisfactoria, ya que el verso, en muchos casos y sobre todo en la traducción, puede pecar de hermetismo, de cierta opacidad inexistente en la lengua original.

 

Dicho esto, poco más se puede decir que no se haya dicho ya del verbo de oro de este monstruo de la literatura. Porque a pesar de no ser un literato dedicado exclusivamente al cultivo de versos, los dio a luz con una belleza rasa y pasmosa que quizás no contiene la simbología y el nivel de referencialidad de sus engendros teatrales, pero no están faltos de prácticamente nada. Si su faceta como dramaturgo muchos la pueden pensar sobredimensionada y gestionada por una crítica anglosajona en extremo sagaz e infalible sabedora de la importancia de una buena publicidad internacional, aquí, bajo el verbo buscador de atino y belleza como es la esencia de la poesía, se descubre un poco más que la leyenda no es tan leyenda ni la sobredimensionalidad es tan acusada.

 

Nos parece por tanto un inconmensurable acierto mostrar de este modo la lectura poética, ya no sólo por que sea del gran Shakespeare, sino porque distintas ediciones pueden encontrar en ésta un digno ejemplo a seguir. Algún día se impondrá esta manera de presentar la poesía traducida. Mientras opera dicha maniobra, qué mejor que disfrutar del primer ejemplo pionero tomando la cita inicial: “Pero todo mi arte parte de ti y elevas / mi ruda ignorancia tan alto como la erudición.

 

 

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