La novela de tu vida: Fernando J. López
Por Fernando J. López *
Cada año, como una cita obligada, regreso a Vetusta. Me sumerjo en sus calles, me cuelo en sus casas y mantengo intensas conversaciones con Ana, con Fermín, con Álvaro… Me siento frente a ellos y observo cómo hemos cambiado, qué decisiones nos ha hecho tomar el tiempo y cómo, los meses anteriores, han introducido nuevos matices tanto en su historia como en la mía. Ese es uno de los placeres de volver a los libros que amamos: sabemos que nunca dejarán de sorprendernos.
Mi primera visita a Vetusta fue un verano de hace ya muchos años. O, bueno, quizá no fueran tantos… Yo acababa de cumplir quince y conocía la fascinación que mi madre –filólologa y lectora apasionada- sentía por La Regenta de Clarín. Desde niño, siempre disfruté viéndola sumergirse en sus novelas, atenta a subrayar –lapicero en mano- las frases que más evocadoras –o lúcidas- le resultasen. Y como nuestra relación ha sido, desde que tengo uso de razón, de una complicidad absoluta, pronto imité su hábito del lápiz –aún lo mantengo- y empecé, en cuanto pude, a coger aquellos libros que ella iba terminando.
Cuando me acerqué a la vida de Ana Ozores, estaba convencido de que aquella historia iba a ocupar todo mi verano. Tenía dos meses por delante –justo antes de comenzar 3º de BUP- así que pensé que aquel era el momento ideal para afrontar aquella extensísima novela. Pronto me di cuenta de que dos meses serían, sin embargo, demasiado tiempo para un libro como aquel, porque sus páginas me absorbieron tan rápido que necesité beberlo en apenas unas semanas. Suerte que, desde entonces, ya sabría que podría regresar siempre otra vez a él.
Me cautivó su primera frase. La heroica ciudad dormía la siesta. Era imposible decir más en menos. Decir más con menos. Y después estaba aquel hombre observando la ciudad desde las alturas –masculino, encerrado en su sotana, atrapado por una virilidad exhuberante y dueño de un atractivo que no hizo sino enamorarme-, aquel Fermín de Pas que me obsesionó tanto como a la propia Ana, porque lo imaginaba en la soledad de ese cuarto donde –a solas- observaba su cuerpo con el orgullo de un Narciso encarcelado. Y me sedujo el romanticismo de Ana, una sensibilidad que –según mis experiencias futuras- después descubriría como un acto de inocencia, o de ñoñería, o de hipersensibilidad, o de modernidad, o de… Ha habido tantas Anas en mi Vetusta como yoes –y pasiones- en mi existencia. Porque yo también he tenido sus idas y venidas. Sus vaivenes. Sus dudas. Sus arrebatos literarios –quién no se proyectó, como ella, en tal o cual personaje de ficción- y, sobre todo, sus ganas de vivir ese algo más que la vida, obstinada a veces en ser Vetusta, parece negarnos.
Y en mi primer paseo, cómo no, me encontré con la fuerza de doña Paula. Y con el cinismo de Mesía. Y con las intrigas de Visitación… No quería abandonar esa ciudad en la que podía reconocer a todos y cada uno de sus personajes. Me entristecía la idea de acabar un libro en el que estaba disfrutando tanto de ese acto de absoluto e impúdico voyeurismo. Además, parte del placer de aquellas lecturas de mi adolescencia era, cómo no, regresar a quien las había impulsado y sentarme con ella a comentarlas. Me gustaba oír la visión de mi madre de cada libro, su análisis siempre personal y acertado de sus páginas, reírme con ella de las andanzas de tal o cual personaje o debatir sobre las dudas trascendentes de otros.
Y esos momentos compartidos son los que revivo al abrir de nuevo las páginas de novelas como esta. Porque, aunque el lector –el yo- que se adentra en Vetusta sea diferente, aunque sea consciente de que el tiempo me cambia tanto como a los personajes de la novela, en realidad, cada vez que regreso me sucede lo mismo que le sucede a ellos: nuestra esencia se mantiene. Y esa esencia es la de aquel adolescente para el que, gracias a la pasión lectora de su madre, los libros se convirtieron en el mayor y más tentador de los placeres. Una relación que, en ambas direcciones, no deja de crecer y hacerse –si cabe- aún más intensa.
Porque a estas alturas –ahora que esos quince años empiezan a quedarme algo más lejos-, no me podría explicar sin la lectura. Sin las novelas que leo y que, desde hace unos años, también escribo. Ni puedo entenderme sin la lectora –siempre bella, con su lápiz en mano- que, como tantas otras cosas, trajo todos esos libros a mi vida.
Fernando J. López (Barcelona, 1977) es novelista, dramaturgo y profesor de Literatura en un Instituto público madrileño. Su última novela publicada es Las vidas que inventamos (Espasa).