Miguel de Unamuno: "No quiero morirme"
“Me dan raciocinios en prueba de lo absurda que es la creencia en la inmortalidad del alma; pero esos raciocinios no me hacen mella, pues son razones y nada más que razones, y no es de ellas de lo que se apacienta el corazón. No quiero morirme, no, no quiero ni quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí, y por esto me tortura el problema de la duración de mi alma, de la mía propia.
Yo soy el centro de mi universo, el centro del universo, en mis angustias supremas grito con Michelet: “¡Mi yo, que me arrebatan mi yo!” ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo todo si pierde su alma? (Mat. XVI, 26). ¿Egoísmo decís? Nada hay más universal que lo individual, pues lo que es de cada uno lo es de todos. Cada hombre vale más que la humanidad entera, ni sirve sacrificar cada uno a todos, sino en cuanto todos se sacrifiquen a cada uno. Eso que llamáis egoísmo es el principio de la gravedad psíquica, el postulado necesario. “¡Ama a tu prójimo como a ti mismo!”, se nos dijo presuponiendo que cada cual se ame a sí mismo; y se nos dijo, ¡ámate! Y, sin embargo, no sabemos amarnos.
Quitad la propia persistencia, y meditad lo que os dicen. ¡Sacrifícate por tus hijos! Y te sacrificas por ellos, porque son tuyos, parte prologanción de ti, y ellos a su vez se sacrificarán por los suyos, y éstos por los de ellos, y así irá, sin término, un sacrificio estéril del que nadie se aprovecha. Vine al mundo a hacer mi yo, y ¿qué será de nuestros yos todos? ¡Vive para la Verdad, el Bien, la Belleza! Ya veremos la suprema vanidad y la suprema sinceridad de esta posición hipócrita.
“¡Eso eres tú!” [Tat tvam asi] – me dicen con las Upanisadas-. Y yo les digo: sí, yo soy eso, cuando eso es yo y todo es mío y mía la totalidad de las cosas. Y como mía la quiero y amo al prójimo porque vive en mí y como parte de mi conciencia, porque es es como yo, es mío.
¡Oh, quién pudiera prolongar este dulce momento y dormirse en él y en él eternizarse! ¡Ahora y aquí, a esta luz discreta y difusa, en este remanso de quietud, cuando está aplacada la tormenta del corazón y no me llegan los ecos del mundo! Duerme el deseo insaciable y ni aun sueña; el hábito, el santo hábito reina en mi eternidad; han muerto con los recuerdos los desengaños, y con las esperanzas los temores.
Y vienen queriendo engañarnos con un engaño de engaños, y nos hablan de que nada se pierde, de que todo se transforma, muda y cambia, que ni se aniquila el menor cachito de materia ni se desvanece del todo el menor golpecito de fuerza, ¡y hay quien pretende darnos consuelo con esto! ¡Pobre consuelo! Ni de materia ni de mi fuerza me inquieto, pues no son mías mientras no sea yo mismo mío, esto es, eterno. No, no es anegarse en el gran Todo, en la Materia o en la Fuerza infinitas y eternas o en Dios lo que anhelo; no es ser poseído por Dios, sino poseerle, hacerme yo Dios sin dejar de ser el yo que ahora os digo esto. (…)
Llaman también a esto orgullo; “hediondo orgullo” le llamó Leopardi, y nos preguntan que quiénes somos, viles gusanos de la tierra, para pretender inmortalidad; ¿en gracia a qué? ¿Para qué? ¿Con qué derecho? ¿En gracia a qué?, preguntáis, ¿y en gracia a qué vivimos? ¿Para qué? ¿Y para qué somos? ¿Con qué derecho? ¿Y con qué derecho somos? Tan gratuito es existir como seguir existiendo siempre (…) No reclamo derecho ni merecimiento alguno; es sólo una necesidad, lo que necesito para vivir. “
(Fuente: Del sentimiento trágico de la vida, Cap. 3)