Gótico victoriano
Por Daniel Sánchez Pardos.
Este año se celebra el bicentenario del nacimiento de Dickens. Muchas editoriales se han lanzado a celebrarlo con reediciones de algunas de las obras emblemáticas del autor o con libros-homenaje cocinados para la ocasión. Este artículo es el granito de arena de Culturamas a esa celebración.
Uno de mis momentos preferidos de toda la obra de Charles Dickens es la escena que abre su última novela completada, Nuestro amigo común. En ella, una humilde barca tripulada por un padre y una hija igualmente humildes recorre el Támesis, en plena noche victoriana, con una carga que desde el principio adivinamos siniestra, y que se acaba revelando como el cadáver de un hombre recién sacado de las aguas del río. La escena no ocupa más de cinco o seis páginas, y apenas se nos refiere en ella otra cosa que el terror de una muchacha de los bajos fondos que comparte espacio en una barca con su anciano padre, pescador de cadáveres, y con el cuerpo de un ahogado cuya identidad ni ella ni nosotros conocemos todavía. Pero esos pocos párrafos le bastan a Dickens para conjurar en nuestra imaginación un mundo entero de indecible sordidez, a la vez ajeno por completo a nosotros y curiosamente familiar, que nos atrapa sin remedio: un mundo de perfiles difuminados por el humo del carbón y por la niebla, poblado de seres miserables, desesperados y llenos de humanidad que ejercen oficios repugnantes, atravesado por ríos de aguas negras que circulan rumbo al este y reflejan impasibles a su paso el rostro cambiante de una ciudad hecha de extremos absolutos. Un mundo —y esto es lo interesante— que ya habitaba en nuestra imaginación desde mucho antes de abrir Nuestro amigo común, y que si nos resulta familiar a pesar de su extrañeza es porque, en cierto modo, nosotros mismos lo hemos recreado —vale decir: lo hemos inventado— a partir de esos pocos párrafos en los que muy posiblemente no haya rastro de niebla ni de humo de carbón, ni tampoco referencia alguna a la esquizofrénica ciudad que ese río nocturno atraviesa.
Esta es la extraña paradoja que hoy acompaña a Dickens, en tanto que escritor y en tanto que marca cultural susceptible de celebraciones oficiales como las de este Año Dickens internacional que ya se acaba. El mundo que páginas como las citadas conjuran pertenece ya menos al arte de Dickens o al momento histórico que los libros de Dickens reflejan que a la memoria compartida de varias generaciones de lectores criados, siquiera parcialmente, entre las calles rojas y negras del viejo Londres de la reina Victoria. Una dieta variada y generosa de novelas, de crónicas y de relatos firmados por gente de la que el propio Dickens nada alcanzó a saber ha ido sepultando su ciudad particular bajo otras capas de tierra, de hollín, de ladrillo y de adoquines que replican las formas de la original, que comparten con ella topónimos e imágenes clave, pero que sus propios personajes a duras penas hubieran reconocido. Y en nada se hace más evidente la distancia entre una y otra versión de esa ciudad, la original y la derivada, que en el papel principal que en la segunda de ellas juega su mitad más oscura. La escena de la barca surcando el Támesis con un cadáver en su fondo es puro gótico victoriano, puro Dickens en modo siniestro; pero lo es, en buena medida, porque nuestros ojos la leen a la luz que arrojan sobre ella otras muchas escenas que nuestra memoria lectora asocia de inmediato a la sola mención de palabras como Londres, Támesis, Victoria o, también, Dickens. Una luz oscura y tenebrosa que proyecta sobre la página esa nueva ciudad superpuesta a la de Dickens, más siniestra y desesperanzada que la suya pero también, seguramente, más atractiva para nuestra imaginación de lectores del siglo XXI: la luz que se refleja en los colmillos de Drácula, en los ojos de Dorian Gray o en el cuchillo de Jack el Destripador, por nombrar a tres criaturas que sólo resultan entendibles como producto —real o imaginario— del enrarecido ambiente de los años finales del periodo victoriano.
Si algo han puesto claramente de manifiesto los festejos del Año Dickens es, en efecto, que en 2012 el Londres victoriano ya no es la ciudad de la reina Victoria, sino la de Charles Dickens, pero que esa ciudad de Dickens no es tampoco únicamente la que retratan sus propias novelas: también es la ciudad edificada colectivamente por un puñado de escritores posteriores a él que trabajaron sobre un terreno, con unos instrumentos y desde unas intenciones que el autor de Grandes esperanzas ni siquiera hubiera podido prever. Oscar Wilde, Robert Louis Stevenson, Arthur Machen, Bram Stoker o Arthur Conan Doyle son algunos de esos autores en cuyo imaginario privado pensamos hoy de forma preferente cuando nos referimos al Londres victoriano. Y lo que todos ellos comparten —más allá del hecho curioso de no ser ingleses ninguno de ellos— es su condición de hijos tardíos del gran sueño victoriano y su fascinación, derivada de ella, por la cara menos complaciente de una ciudad que hasta aquel instante había sido la capital del mundo moderno, y que acaso fuera a seguir siéndolo todavía durante algunos años más, pero que ahora parecía destinada a funcionar ya solamente como puro símbolo de la decadencia física y la ambigüedad moral de un mundo sometido a un imparable proceso de derrumbe. A partir de los años 80 del siglo XIX, cuando todos estos autores empiezan a escribir sus obras principales, Londres es ya incapaz de disimular ninguno de los males que hace tiempo que la corroen: su condición de metrópolis de un imperio que se sabe esencialmente injusto y a la larga insostenible, la imposible convivencia entre un West End regido todavía por los rituales del dinero y de la tradición y un East End muerto de hambre, las crecientes tensiones políticas, religiosas, culturales y sociales que agitan las calles o, no menos importante, la distancia entre los sueños de progreso que alentaron a la primera generación de victorianos y la contaminada pesadilla industrial en la que habitan sus desengañados descendientes. El miedo al mal que viene de fuera (Drácula, El signo de los cuatro) o al que viene de nuestro propio interior (El retrato de Dorian Gray), la fascinación irracional por el crimen y la necesidad de la aventura (Las nuevas noches árabes), el terror hacia lo inhumano desconocido que camina a nuestro lado desde tiempos inmemoriales (El gran Dios Pan, Los tres impostores) o la obsesión por ordenar, racionalizándola, una realidad que se resiste a toda clasificación inteligible (cualquier aventura de Sherlock Holmes) o, peor aún, que amenaza incluso con volverse por completo irracional (El sabueso de los Baskerville) son algunos de los temas con los que esos jóvenes escritores enriquecen, oscureciéndola para siempre, la mitología londinense heredada de los Dickens, Thackeray, Collins y compañía.
En nuestra memoria, en nuestra imaginación alimentada ahora también por cientos de nuevos libros, películas y series de televisión, la ciudad por la que los hombres y las mujeres victorianos circulan es una combinación de smog irrespirable y de vacilantes lámparas de gas, de trenes humeantes en el andén de la estación Victoria, de berlinas, cabriolés y omnibuses de tracción animal, de revueltas y de incendios en los muelles del East End, de castidad reglamentaria en el hogar y de vicio inglés en el internado, de caballeros aficionados al whist, al slumming y a los fuegos de artificio, de deshollinadores y de telegraph boys, de prostíbulos en Shadwell, de fumaderos de opio en Limehouse, de pubs, music halls y gin palaces, de vendedores callejeros de ostras y de anguilas y aun de buena carne de gato —especialidad de Ratcliff Highway— o de alcantarillas vertiéndose sin control en el Tyburn, en el Fleet o en cualquiera de los otros ríos perdidos de Londres. La ciudad de Lord Alfred Douglas y de Florizel, príncipe de Bohemia. La ciudad de Irene Adler y del Hombre Elefante, de John H. Watson y de Jack el Destripador. La ciudad del Espiritualismo y de la Golden Down, de los penny dreadfuls y del Illustrated Police News, del nuevo Puente de la Torre y del viejo Alhambra de Leicester Square. Una ciudad que Dickens empezó a retratar —a imaginar— con entusiasmo en los años 30 del siglo XIX y cuyo rostro definitivo, no menos imaginario, nunca tuvo ocasión de conocer, pero que hoy nosotros añadimos a sus propias novelas por el procedimiento de abordarlas desde nuestra condición de lectores criados en el amor a un tardío fenómeno, el gótico victoriano, cuyo atractivo parece destinado a no declinar todavía.