La novela de tu vida: Daniel Sánchez Pardos
Por Daniel Sánchez Pardos.
El misterio de Salem’s Lot, de Stephen King
Mi historia con Stephen King fue breve, intensa y ligeramente enfermiza, como suelen serlo a cierta edad toda esta clase de historias. Comenzó y terminó a lo largo de un solo verano, el de mis catorce años y medio, y quedó sepultada enseguida bajo el peso de otras historias igual de intensas y de obsesivas, pero bastante más duraderas. Los libros de King, todos en edición de bolsillo y con los lomos de un intenso color rojo sangre, colonizaron durante tres meses las estanterías de mi cuarto con la voracidad de una plaga de criaturas lovecraftianas surgidas del fondo del vecino mar Mediterráneo, para luego, concluidas las vacaciones y ya de vuelta en la ciudad, desaparecer de repente y por completo de mi paisaje lector, condenados en apariencia al armario de las viejas historias superadas para siempre. Y digo en apariencia porque lo cierto es que aquellos tres meses de sumisión total y absoluta al hechizo de las novelas del tío Steve ejercieron sobre mí un efecto que ni los libros de Borges, ni los de Paul Auster, ni los de Nabokov, ni los de David Foster Wallace pudieron igualar jamás en posteriores y sucesivos flechazos. Por resumirlo en pocas palabras: cuando se inició aquel mes de junio, yo era un lector más o menos casual de clásicos siniestros –Poe, Stevenson, Doyle, las antologías de Rafael Llopis para Alianza– que jamás había soñado ni por un instante con hacer algo tan extraño como era sentarse delante de un teclado y ponerse a tramar sus propias fantasías; al promediar septiembre, ya me había convertido ya para siempre en un lector omnívoro e insaciable que además había decidido, con la inconsciencia y la convicción con que se deciden estas cosas a los catorce años y medio, que un futuro como escritor de novelas de terror afincado en la costa de Maine –o, en su defecto, en la de Barcelona– sonaba infinitamente mejor que cualquier otro de los muchos futuros improbables que yo ya había empezado a barajar por entonces con mayor o menor seriedad. Y todo por culpa de una novela titulada El misterio de Salem’s Lot.
No sé si esta fue la mejor de las diez o doce novelas de Stephen King que leí durante aquel verano. Sé que fue el primer libro que me hizo sospechar que la literatura era algo de verdad importante; algo vivo y necesario; algo incomparable a cualquier otra actividad que el hombre hubiera inventado. Han pasado casi veinte años desde que la leí por primera y última vez, así que la versión de El misterio de Salem’s Lot que hoy pervive en mi memoria está llena de sombras, de discontinuidades y de largos capítulos en blanco, y no debe de guardar mayor parecido, imagino, con la novela que Stephen King que cualquier lector del mundo puede comprar y leer ahora mismo. Recuerdo de ella que la escogí porque era barata, y también porque en su portada aparecía dibujada la huesuda garra de un vampiro y a mí, por aquel entonces, el tema de los vampiros me tenía muy interesado. Recuerdo también que el texto de la contraportada hablaba de una pequeña ciudad entera de los Estados Unidos invadida por los no-muertos, y de un jefe de los vampiros de extraordinaria maldad, y de un escritor en pleno bloqueo creativo cargado con la resposabilidad de hacer frente en solitario a una plaga de consecuencias acaso fatales para el conjunto de la humanidad. Recuerdo, o creo recordar, la frase exacta que abría la novela: «Casi todo el mundo pensaba que el hombre y el chico eran padre e hijo». Y recuerdo, por encima de todo, la sensación de leer esa primera frase del libro aquella misma tarde, sentado en el patio de la casa de veraneo de mis abuelos, y ser absorbido al instante y sin remedio por la voz de un escritor norteamericano que estaba vivo a la vez que yo –un escritor vivo: esto era algo nuevo para mí– y que hablaba de un mundo que también era el mío, un mundo con coches y con radios y con televisores y con marcas comerciales más o menos conocidas, y que me contaba al oído, en mi propio lenguaje, una historia que él se había imaginado a solas en su cuarto de los Estados Unidos y que ahora mi propia mente reproducía –y enriquecía, y alteraba, y recreaba– en aquel patio familiar de un pueblo cualquiera de la costa de Barcelona. La sensación de entrar de cuerpo entero en un libro y no querer salir de él, sometido al embrujo incomparable de una buena historia narrada con honestidad, con sencillez y con absoluta convicción. La sensación, en fin, de agradecerle a un escritor –a un escritor vivo, insisto: a mis catorce años y medio esto parecía de verdad importante– los sueños compartidos durante las pocas o muchas horas que nos dura una novela, y también el primer cosquilleo de emoción ante el vislumbre de una posibilidad absurda: cambiar posiciones algún día en esa relación; ser yo quien compartiera con otros el entusiasmo y la convicción en mis propias historias.
En cuanto al argumento en sí de la novela, apenas puedo decir nada que no estuviera ya resumido en aquella contraportada. Culpa y castigo; miedo, ansiedad y mala conciencia; esperanza y redención: los temas habituales de la literatura de todos los tiempos, ya trate de vampiros, de fantasmas o de la terrorífica vida real. El misterio de Salem’s Lot, como Carrie, como Cementerio de animales, como cualquiera de esos diez o doce títulos de Stephen King que me hicieron compañía a lo largo de aquel verano, es una novela que acaso no volveré a leer en mi vida, y de la hoy que apenas recuerdo un inconexo puñado de escenas violentas y una vaga sensación de placentera inquietud; pero si ahora mismo estoy escribiendo sobre lecturas formativas, sobre recuerdos de adolescencia y sobre sueños compartidos es, seguramente, porque una tarde de hace veinte años vi la garra de un vampiro dibujada en la tapa de un libro rojo de bolsillo y pensé que aquella historia podía ser interesante.
Leí a Duras, una escritora concisa, de prosa breve pero de emociones interiores muy enriquesedoras