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Culturamas en el Festival de Cine de Málaga (Día 5)

 

Por David Garrido Bazán

 

 

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BUSCANDO A EIMISH- ¿De verdad era necesario buscarla?

 

El otro día comentaba a propósito de Seis Puntos Sobre Emma que uno de los mayores peligros que debe sortear un director novel consiste en no resultar pretencioso, en los riesgos que supone querer dejar a toda costa un sello de estilo propio y olvidarse de contar una historia porque es fácil despeñarse por el precipicio. Eso es lo que por desgracia le sucede a Ana Rodríguez Rossell en Buscando a Eimish, una relamida comedia romántica que cuenta la historia de una pareja que se separa de forma abrupta cuando la Eimish del título – que no es que practique esa religión de Único Testigo que suena igual, es que es muy moderna ella y se llama así – coge las de Villadiego y deja plantado a su pareja sin darle ningún tipo de explicación más allá de que quiere tener familia pero no con alguien que no la desea y por supuesto, sin decirle dónde va.

 

El novio, un Óscar Jaenada con pinta de no saber muy bien qué pinta en la película – claro que su personaje tampoco es que sea un prodigio de inteligencia – agarra un tren y sale detrás de ella, intuyendo que tiene asuntos pendientes de resolver con un ex en Berlín, iniciando un periplo que también le llevará por Verona y unos preciosos pueblecitos de postal de esa Toscana que todos conocemos gracias al cine. Mientras la una se pasea por Berlín enfrentándose a su pasado, el otro la busca por Verona siguiendo otras pistas. Y cada uno hace el periplo que debe hacer para encontrarse a sí mismo. O algo así. Por allí pululan un Jan Cornet que sufre pesadillas – posiblemente debido a que aun no se ha recuperado del trauma al que sometió Almodóvar a su personaje en La Piel Que Habito, por mucho que le valiera un Goya – una Emma Suárez embutida en unos preciosos modelitos dignos de cualquier película de Wong Kar Wai que luce de forma esplendorosa (mejor por detrás que por delante, eso sí), un ex alemán al que su nueva mujer amenaza con matar en cualquier plano y un Birol Unel que no se sabe muy bien qué pinta por allí, más allá de recitar poesía, cazar moscas, dormitar y poner cara de “¿Dónde está mi jodido cheque por poner mi careto en esto?”.

 

Buscando a Eimish no funciona pese a la descomunal belleza de una Manuela Vellés que luce impresionante en el filme, sacando la directora el máximo partido de su incuestionable fotogenia y su facilidad para acuar sus ojos y soltar la lagrimita, no funciona pese a que la estructura de continuos saltos temporales tenga buenas transiciones, no funciona pese a la melancólica BSO de Alondra Bentley y pese a que saca en pantalla un Berlín tan pintoresco y bohemio y una Verona tan bonita capaz de convertir Vicky Cristina Barcelona en una peli neorrealista de Rossellini o Visconti. Porque para que funcionara tendría que conseguir que te implicaras en las emociones y lo que sienten sus personajes. Y la verdad sea dicha, a mí al menos me importa un pito lo que le pase a semejante par de pijos desubicados.

 

No deja de ser una lástima porque la verdad es que la película rebosa de planos cuidados y alguna que otra idea visual interesante, como esa cercanía de la cámara a los rostros de sus actores en momentos en los que la ocasión lo requiere. Pero para conseguir verdadera poesía y extraer emoción no basta con filmar lo que consideramos bello o poético. No es algo que se deba forzar, debería surgir sin esfuerzo de la mente del espectador. Eso no ocurre con esta Buscando a Eimish en la que el espectador acaba por preguntarse si verdaderamente era necesario salir a buscarla.

 

 

 

 

EL SEXO DE LOS ÁNGELES- De afinidades electivas y equilibrios inestables

 

No puede decirse que el tema del trío sentimental sea precisamente algo novedoso en el cine. Más bien al contrario: disponemos de obras tanto clásicas como canónicas sobre un tema que siempre ha estado ahí e incluso un buen puñado de películas españolas que con mayor o menor fortuna han abordado el tema del triángulo como alternativa a las relaciones de pareja tradicionales. Xavier Villaverde, el director de Finisterre (1999) o Trece Campanadas (2003)  asume el reto de volver a enfrentarse a una variación del mismo tema pero desde una perspectiva que a mí al menos me resulta a priori interesante: cómo pueden vivirlo las generaciones más jóvenes, supuestamente mucho más abiertas y tolerantes en cuestiones de libertad e incluso orientación sexual. Las viejas cuestiones de la razón enfrentada al deseo, de los límites que uno puede o no traspasar en la relación de pareja, de la fidelidad entendida más allá de una cierta permisividad, todo ello aparece en esta película de Villaverde que si bien no tiene un planteamiento demasiado original, al menos sí parece tratar de esforzarse en parecer acorde con los tiempos actuales.

 

Carla (Astrid Berges) y Bruno (Llorenç Gonzalez) son una pareja feliz que parece tenerlo todo. Ambos son guapos, atractivos, se quieren y se entienden en la cama divinamente. Hasta ahí todo estupendo. Pero un día entra en juego Rai (Álvaro Cervantes) un tipo atractivo con un punto misterioso e inquietante que le entra por el ojo a Bruno, con el que inicia una tórrida relación con un fuerte componente sexual. Claro, a Carla digamos que esto no le sienta especialmente bien y decide romper la relación. Pero Rai consigue hacerle ver que ambos le ofrecen a Bruno cosas diferentes y que no tienen por qué ser incompatibles sus relaciones con él entre sí. A partir de aquí se crea una nueva relación de equilibrio inestable, un terreno muy frágil al que todos tratan de acomodarse.

 

La película de Xavier Villaverde tarda un poco en entrar en materia, pero hay que reconocer que cuando lo hace engancha al espectador jugando dos cartas fundamentales. Una es el innegable atractivo pero también el buen hacer de sus actores, especialmente ese Álvaro Cervantes que está en mi opinión un escalón por encima en un personaje que tiene algo de puesta al día de aquel ser turbio que interpretaba Terence Stamp en la canónica Teorema de Pasolini. Otra es la agradable frescura y naturalidad con la que se presenta una historia repleta de aristas que bien podría haberse ido por el terreno mucho más lógico del drama. Al desdramatizar la historia, presentarla con naturalidad – con toda la naturalidad que puede presentarse una relación a tres como ésta – y jugar bien la carta del sentido del humor (ojo al personaje de la amiga y confidente de Carla) Villaverde hace que el espectador comience a preguntarse lo que haría en una situación semejante, y al conseguir eso tiene mucho ganado.

 

Por supuesto, esas generosas dosis de escenas de sexo donde vemos a los guapos protagonistas retozar sin complejos también ayudan a que no decaiga el interés. Villaverde no está interesado en resultar discursivo o solemne: se limita a presentar su historia e intentar que el espectador reflexione sobre ella. Por eso resulta una verdadera lástima que la película se vaya por derroteros de mal guionista en su horripilante tramo final. No por la resolución de la historia en sí, sino por la forma en la que lo presenta, con un recurso impostado que va precisamente en contra de lo mejor del filme: su naturalidad. Lástima ese regusto amargo final porque la película de Villaverde, sin ser demasiado original, no carece de ciertas virtudes.

 

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