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Culturamas en el Festival de Málaga (Día 1)

 

Por David Garrido Bazán

 

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En medio de un ambiente entre enrarecido y extrañamente resignado en el sector por los últimos recortes públicos que afectan gravemente a la industria del cine español, ha arrancado el 15º Festival de Cine de Málaga, un certamen cuyo futuro parece incierto pero no tanto por la falta de financiación – al fin y al cabo el Ministerio de Cultura forma parte de su Patronato – como por la simple falta de materia prima. ¿Qué va a pasar el año que viene cuando apenas haya largometrajes entre los que seleccionar para competir? Si creen que estoy bromeando, tengan en cuenta solo un dato: a fecha de hoy solo 21 rodajes se han comunicado al Ministerio de Cultura para este 2012, de los cuales más de la mitad corresponden a cortometrajes. Y la cosa no tiene visos de mejorar pues todo el sector audiovisual está paralizado. Málaga debería ser un sitio idóneo como lugar de encuentro de la industria del cine español para reflexionar sobre ésta y otras muchas cuestiones, pero lo cierto es que no parece que se esté demasiado por la labor.

 

 

THE PELAYOS: Negro, impar y mejor pasa

 

A priori, la película de Eduard Cortés disponía de un buen puñado de bazas ganadoras que la hacían acreedora a ser una película interesante. Se inspira en la historia de la familia García-Pelayo, que inventó un método científico basado en la observación para desplumar casinos jugando a la ruleta hasta que éstos, alarmados por las pérdidas, intentaron primero prohibirles la entrada a los mismos y cambiaron después la normativa por la que se regían. Cuenta con un reparto atrayente en el que veteranos como Lluis Homar, Eduard Fernandez y Vicente Romero se mezclan con jóvenes como Daniel Brühl, Blanca Suárez y Oriol Vila. Y el buen recuerdo del anterior filme de Cortés, la estupenda La Vida de Nadie (2005) generaba unas expectativas interesantes.

 

Lo cierto es que The Pelayos es una película que decepciona por una extraña mezcla de desinterés y falta de riesgo. Si se quisiera hacer una comparación facilona, uno diría que Cortés es como ese jugador de poker conservador y amarrete que nunca apuesta a no ser que tenga entre sus manos una jugada completamente segura. Justo el sentido del riesgo y la ambición que nunca les faltó a los Pelayo en su asalto a los cielos de los casinos. La película plantea unos conflictos dramáticos mínimos, serpentea en un su puesta en escena por un estilo que trata de acercarse por un lado al Ocean’s Eleven de Soderbergh – sin que por supuesto Cortés demuestre poseer en este apartado un dominio técnico de la misma suficiente para llegar a tan altos referentes –pero que se queda mucho más cerca de otro Cortés, el Rodrigo de Concursante y finalmente se muestra timorata y plana tanto en su desarrollo como en su resolución, mucho menos sorprendente de lo que pretende.

 

Salvan la papeleta el buen trabajo general de los actores, que hacen lo que buenamente pueden con unos roles famélicos con mucho más hueso que carne en sus personajes, demasiado superficiales y unidimensionales para resultar atractivos al espectador  – obsérvese lo incómodo que parece incluso el siempre fiable Eduard Fernández en el rol del villano de la función – y un puntual sentido del humor que hacen que la película pase ligerita y agradable. Sin riesgo alguno y sin dejar huella. Lo que no deja de ser una lástima en una historia que pedía a gritos un acercamiento mucho más arriesgado y profundo que no dejara la sensación de quedarse en la superficie y en lo puramente anecdótico.

 

 

A PUERTA FRIA:  La fragilidad del vendedor

 

Xavi Puebla ya demostró en Bienvenidos a Farewell-Guttman (2008) que tenía buen ojo para retratar con la frialdad de una cuchilla las relaciones laborales. Si en aquel notable debut en el largometraje diseccionaba los comportamientos a menudo cuestionables de los altos ejecutivos de las empresas en una crisis que empezaba a asomar las orejas, su última película es una forma de abordar esta crisis que está ya en pleno apogeo desde la perspectiva de la infantería de esas empresas, esos vendedores y comerciales tan demandados en los tiempos que corren – échenle un ojo a la sección de demandas de cualquier periódico y comprobarán lo que les digo – para sacar de los stocks esos productos que se almacenan sin remedio porque el dinero no circula entre suministradores y consumidores.

 

El protagonista de A Puerta Fría – término que alude en el lenguaje comercial a la forma de venta más dura, la que se hace puerta a puerta y a la desesperada – es Salvador, un vendedor de la vieja escuela, de esos que aun utilizan albaranes en lugar de un iPad y que sigue creyendo en el contacto directo con el cliente y en generar confianza con el fin de asegurar una venta, que asiste a una feria de su sector en un hotel en un momento delicado para su empresa y para él mismo. En este mundo vales lo que vale tu último trimestre y Salvador, abandonado por su mujer e hija, está muy cerca de ser despedido y perderlo todo. Su única esperanza reside en un mirlo blanco, un cliente estadounidense al que poder colocarle un gran pedido que salve sus cifras ante la empresa y en una azafata a la que contrata con el fin de convencerlo. Estamos en el mismo mundo desesperado y cruel que tan bien retrataron Muerte de un Viajante y la enorme Glengarry Glen Ross, referente (para bien, siempre para bien) de esta demoledora y notable película.

 

Antonio Dechent está impresionante en un papel que hace por fin justicia a su larga trayectoria como actor. Tras toda una vida de papeles de reparto en los que siempre ha probado su talento y solvencia, su Salvador, ese vendedor crepuscular, descreído, demolido, superviviente, que asiste con impotencia y gesto de infinito cansancio a cómo su mundo se desmorona a su alrededor y que se balancea entre la fina línea que separa al hijo de puta capaz de cualquier cosa para conseguir una venta y los escasos rastros de decencia moral que aún le quedan, es un trabajo memorable. Tanto que ni siquiera su duelo interpretativo nada menos que con Nick Nolte – atención a  esa secuencia de la barra del bar del hotel donde ambos beben sin hablarse, se observan y se reconocen – queda en tablas. Está Dechent descomunal en este papel, inolvidable, más allá de cualquier elogio. Yo me alegro mucho por él. Es de justicia.

 

Junto a Dechent, uno de los repartos más brillantes que ha dado el cine español en los últimos años. Todos ellos, sin excepción, desde José Luis García Pérez como ese jefe de Salvador mucho más complejo de lo que aparenta hasta la cada vez mejor actriz María Valverde como esa azafata ambiciosa pero con un lado tierno capaz de establecer una trabajada relación de complicidad y afecto con Salvador, pasando por un enorme Hector Colomé como ese vendedor curtido en mil batallas hundido en la miseria que se pregunta por el sentido de su vida, el arribista y repulsivo nuevo vendedor al que interpreta Sergio Caballero o incluso el fino y cínico conserje al que da vida con una irresistible mezcla de ironía y saber estar José Ángel Egido, confieren al conjunto una credibilidad irreprochable. Y por supuesto está el oficio y el talento de un Xavi Puebla que sabe a la perfección la historia que quiere contar, esa mirada esquinada pero demoledora a la crisis no ya del mercado laboral, sino a esa crisis de valores que marca de forma indefectible esta bonita sociedad que nos hemos construido entre todos. Con un hábil dominio de la narrativa y una puesta en escena repleta de detalles sutiles que deja espacio a sus mejores activos , ese magnífico guión repleto de inteligencia escrito a medias con Jesús Gil Vilda – ¡como son algunos de esos diálogos! – y sus actores, A Puerta Fría no solo es una más que notable propuesta. Es una de esas películas capaces de desmontar por sí solas cualquiera de las muchas sandeces que se dicen sobre la calidad del cine español. En A Puerta Fría esa calidad en muchos aspectos es, sencillamente, incuestionable.

 

 

MIEL DE NARANJAS: Acartonamiento en tiempos revueltos

 

No tengo nada contra las películas sobre la guerra civil o ambientadas en la posguerra. No comparto el argumento de que todo está contado sobre aquellos duros años ni que se hayan hecho demasiadas obras sobre el tema. Muy al contrario, creo que son necesarias para recordar y no olvidar nuestra propia historia y que hay mucho aún que descubrir antes que finalmente desaparezca la última persona que viviera aquellos años. Lo que me resulta extraño en esta propuesta de Imanol Uribe es la forma tan poco atractiva en la que se acerca a un tema que me resulta interesante, la resistencia urbana antifranquista en los años cincuenta, esa especie de guerrilla que se enfrentaba con escasos medios y enorme riesgo a la máquina de represión franquista que seguía asesinando de forma impune desde consejos de guerra militares que eran poco más que simulacros de justicia.

 

La película protagonizada por Iban Gárate y Blanca Suárez narra la toma de conciencia de Enrique, un soldado de una de esas familias republicanas que es acogido bajo la protección de un juez militar – chocante y algo pasado de rosca Karra Elejalde – al que sirve de ayudante por su relación con su sobrina. Testigo impotente de las crecientes injusticias y los desmanes, Enrique decide abandonar sus cómodas perspectivas de futuro y prestar su colaboración a la resistencia pasándoles información desde dentro con el riesgo que eso conlleva para tratar de cambiar el rumbo de las cosas.

 

El problema de Miel de Naranjas no es ya ni su ambientación algo acartonada – esa lacra de la que al parecer no conseguimos deshacernos del todo por muchos equipos de dirección artística y vestuario distintos que trabajen en ella – ni el hartazgo que puede producir en el espectador la perspectiva de asistir a otra película narrada en aquellos años. No, el problema es una película tan plana en su desarrollo, tan carente de interés para el espectador, incapaz de engancharse al inexistente carisma de sus personajes y tan previsible como acomodaticia es que tiene que lidiar con el peso de las obras que le preceden, con prodigios de negrura e inteligencia que se manejan de maravilla en ese terreno de grises que huye abiertamente de los maniqueísmos como el Pa Negre de Agustí Villaronga o propuestas cuyo motor es generar emoción y conectar así con el espectador por la vía más directa apelando a sus sentimientos como hacía Benito Zambrano en La Voz Dormida. Comparada con ellas, Miel de Naranjas queda tan pacata y planita que uno tiene la impresión que hay episodios sueltos de la televisiva Amar en Tiempos Revueltos resueltos con mayor sentido del ritmo que la película de Uribe, a la que no salvan ni un reparto algo desigual ni la cálida fotografía de Gonzalo F. Berridi. Una lástima porque el tema de esa resistencia urbana podría haber dado cierto juego.

 

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