Creadores de barrio
Por Recaredo Veredas.
Nunca he sabido qué es ser un intelectual. A estas alturas, tras más de cuatro décadas de vida, y aunque mantenga la ignorancia, sí puedo afirmar que el intelectual se considera conocedor y degustador de placeres vedados a la mayoría. Además cree poseer una clarividencia tan desarrollada que le permite contemplar, y desentrañar, la realidad con una nitidez y una profundidad vedada a la mayoría de los mortales. Sin embargo los deleites de tan altas cimas solo exigen un requisito, apenas vinculado con la creación de una obra, sea crítica o creativa, o con la capacidad para reflexionar con lucidez sobre cuestiones artísticas o sociales. El título oficial de intelectual se otorga a aquel que, primero, cree ciegamente que lo es y, segundo, consigue que un par de intelectuales previamente acreditados así le consideren. Por supuesto, conviene disponer de una cla que ría las gracias.
Debe distinguirse entre amantes de la cultura, a quienes no les importa enfrentarse a obras complejas, e incluso disfrutan degustando a Tarkovsky, Musil o Morton Feldman, e intelectuales –profesionales o amateurs- que conceden especial valor a sus gustos y consideran que la sociedad debe agradecerles su especial distinción. Los primeros merecen todo mi respeto pues sin su voraz consumo cultural, tan escasas –y en muchos casos tan bellas e importantes- obras no existirían. Los segundos, digámoslo de una vez, poseen un intenso complejo de inferioridad*, que les obliga a demostrar cada minuto de su existencia su posicionamiento y su donaire. Lo escrito no implica que los amantes de la cultura deban mantener sus gustos en secreto y, ni mucho menos, que quienes no comparten tan indiscutibles placeres tengan carta blanca para la denigración. De hecho, incluso los autoconsiderados intelectuales tienen perfecto derecho a proclamar su condición a gritos. Este pequeño artículo solo pretende evitar que hagan tanto el ridículo**.
La apología del intelectual vivió sus tiempos de gloria durante el prólogo y el epílogo del 68. Durante tan añorada época la gran cultura europea se aproximó por primera vez hasta las purulentas masas. Bergman (Ingmar), Picasso o Sartre consiguieron una notoriedad insólita, impensable en nuestros tiempos. Pero, ay, los autoconsiderados intelectuales confiaron demasiado en su condición de piedra angular, abusaron de la barra libre y consiguieron que el público terminara harto de sus desbarres. Por si fuera poco la popularización de la cultura causó la práctica disolución de las antes preciadas élites y su postergación al corazón del corazón de las ciudades. Durante los crueles ochenta la alta cultura fue sustituida por un simulacro descafeinado, divertido y asumible por la nueva masa de consumidores culturales. Por ejemplo, ese magnífico y repetitivo novelista que es Paul Auster marca el máximo nivel de dificultad que una inmensa mayoría puede aceptar***.
En consecuencia, el papel político del intelectual, tanto en España como en el resto de nuestro agonizante planeta, se aproxima al cero absoluto. A día de hoy ningún intelectual es capaz de variar, siquiera en un porcentaje mínimo, la intención de voto o la opinión ciudadana sobre asunto alguno. Quienes lo intentan resultan tan pesados como patéticos. Además poseen una capacidad de movilización nula, que no detectan porque los espacios donde se expresan suelen ser muy, muy pequeños y, por lo tanto, suelen estar llenos a reventar (siempre, siempre por los mismos). Cuando amplían el aforo, como ocurre en el madrileño festival Ñ, las salas se llenan de vacío y surge la cruda realidad.
Sin embargo, ellos –la supuesta élite intelectual del país- siguen actuando como si nada ocurriera, espoleados por el nefasto ejemplo de Nueva York, ciudad interesantísima y, al mismo tiempo, capital planetaria de la fantasía intelectual, siempre llena de jóvenes occidentales, plenos de conciencia y falsa precariedad, que se sienten elevados al parnaso cuando pisan las calles de Williamsburg o el SO-HO. Especial irritación causan ciertos pensadores y críticos de izquierda que, nacidos en familias de rancio abolengo, tan ajenos a las penurias del trabajo como la mismísima María Antonieta****, opinan sin reparos sobre las obligaciones y derechos de ciudadanos que trabajan desde el alba a la noche. Intelectuales, además, cuya continua autorreferencialidad impide la menor cercanía con el mundo real. Porque les preocupa más la pérdida de estatus dentro de su micromundo (sus reflexiones alcanzan, en el mejor de los casos, a 20.000 personas. Es decir, a un 0,0326% de la población española) que la verdadera intervención.
¿Convendría una recuperación del papel político del intelectual en estos tiempos siniestros? Tal vez, pero no de este tipo de intelectual. No de esta casta, nacida entre privilegios, que nunca sufrirá las consecuencias de lo que predica. Precisamos intelectuales más curtidos y menos autocomplacientes. Gente que haya vivido y haya soportado, cuya piel comprenda lo que sienten aquellos cuyos derechos supuestamente defiende. Tal vez si el público, percibiera esa cercanía, esa verdadera involucración, volvería a interesarse por sus obras y nuestros radiantes creadores dejarían de ser artistas de barrio*****.
*O, lo que evidencia mayor inteligencia, han conseguido un buen posicionamiento en los distintos ámbitos de la gestión cultural, que les permite vivir de los presupuestos públicos o privados.
** Eso sí, demuestran una piel muy dura: pocos resistirían los cientos de insultos que reciben en medios de derecha y redes sociales.
***No lo critico, solo lo describo. La trivialización ha evitado la distribución masiva de obras cuya única función es el onanismo y la promoción del sueño. También, por otro lado, ha causado la postergación de cuatro o cinco -o cuarenta o cincuenta- verdaderos talentos.
****No niego que los vástagos de la burguesía -tan tristemente escasa en nuestro país- o la aristocracia puedan elucubrar, incluso con moderado acierto, sobre la situación de la izquierda y las necesidades de la clase obrera. Lo que sí niego, con rotundidad, es su capacidad de liderazgo y de representación.
*****Tras la presentación de la última novela de Auster, una estimable novelista madrileña me partió el corazón. El acto tuvo lugar en la FNAC de Nuevos Ministerios, barrio madrileño de negocios, alejado del cogollo intelectual. La simpática novelista sufrió una leve decepción cuando supo que ni ella, ni nadie del micromundillo indie, había vendido más de dos o tres ejemplares desde la apertura de la referida tienda. Para aliviar su dolor le dije que “no era su barrio”, entonces rió y, en un alarde de lucidez, dijo: “qué triste, ser la escritora de un barrio”.
Una reflexión brillante, no podría estar más de acuerdo. Qué hartera de pseudointelectuales y sus secuaces, siempre rodeados de opulencia y palmeros. Deberían echarse a un lado y dejar paso de una vez a los verdaderos intelectuales del país, que los hay, en capitales, en barrios y en alta mar.
Saludos.