La muerte como oficio
(José K. Torturado de Javier Ortiz)
Por Carmen Garrido
Texto: Javier Ortiz
Director: Carles Alfaro
Reparto: Pedro Casablanc
Lugar: Teatro Español
Fechas: Del 14 de enero al 5 de febrero. De martes a sábado, 20.30 horas; domingos, 19.00 horas.
- Designaron los antiguos griegos a la anciana Átropos como la tercera mujer de la familia Moira. Parcas las llamaron los romanos. Átropos sonreía mientras cortaba el hilo de la vida de alguien y dictaba la forma en que moriría. La vieja hilandera, armada con tijeras, se presenta a los tres días del nacimiento de algunos pobres elegidos y dictamina la peor de las muertes para ellos. Nada de placidez, el último suspiro en la almohada de casa, rodeado de los descendientes. Nada de muertes heroicas grabadas en los libros de Historia, fechas cien veces repetidas en las bocas de los escolares para no olvidar las hazañas de los titanes de la Patria. Nada de quijotadas celebradas como heroicidades, a las que siguen misas de Requiem por el alma del ídolo. Ni siquiera estos escogidos optarán a la muerte por la causa justa, la políticamente correcta que todos respetan, la que ocupará los headlines y los trending topics. También las Moiras saben del Twitter.
No pertenece José K. al club del “buen morir”. A veces, cuando la mítica hilandera se ofusca, prepara un gran escenario, sofisticado y cruel, para la “mala muerte”: aquél en el que los ojos beban la propia sangre, aquél donde lo último que se escuche sean tus propios huesos quebrados por las patadas de los carceleros. De atrezzo, los remordimientos por haber sacrificado las vidas de tu mujer y tus hijos (el soborno a cambio del chivatazo) o el mismo Infierno en vida. Una anticipación terrorífica de lo que, quizá, venga después. José K. es uno de estos predestinados. Se mezclan el Fatum y las propias decisiones en la forma en que cada uno muere. En unos casos, es cuestión de suerte; en otros, como en el de este terrorista, él mismo se ha brindado la oportunidad del mal morir, del tener que optar entre la picana eléctrica o la información requerida por las mal llamadas “fuerzas del orden”. Un hombre desnudo, esposado de pies y manos y encerrado en una jaula poco más grande que él, donde se le impide dormir con una luz cegadora, donde se oyen ruidos que recuerdan a los gases Diesel, donde se mueven las sombras de los captores y reinan cámaras orwellianas. En esa jaula, ese hombre, el terrorista confeso experto en bombas, traficante de armas, revolucionario, anticapitalista, experto en “destruir” a pesar de su profesión de arquitecto; el idealista de piel curtida por treinta años de anarquía y otros tantos de remordimientos, se encuentra completamente solo. Sabe que va a morir y sabe cómo van a asesinarle: con la crueldad del que amordaza la justicia en la mano.
Morir con el mayor refinamiento posible, de la manera más aterradora; tal vez recurriendo a métodos viejos e inquisitoriales, tal vez con “nuevos géneros” importados desde el Mossad, la CIA, el MI6 o el MVD, productos ya aplicados con éxito en Guantánamo, Abu Ghraib, la Plock 100 de Irán o cualquier “Cárcel Negra” de Beijing. José K. está solo. Los ojos azules del actor Pedro Casablanc (que tanto se aleja en este papel de aquel maravilloso Falstaff del año pasado) miran como locos los cristales que le rodean. Ellos, por sí solos, son un monólogo. Y este terrorista duro, que ya ha perdido todo, intenta mostrarnos que es un ser humano. Claro que tiene miedo ante lo que vendrá. No teme a la muerte, pero sí a la forma en que ésta se produzca. Y ante ello, no tiene más remedio que autoafirmarse en lo que cree. Su alegato ideológico, en pro del comunismo y de una sociedad libre en la que convivan seres autónomos y no adocenados, conscientes de ser unos privilegiados frente a los marginados del sistema, ésos que trabajan para el Primer Mundo y su Estado del Bienestar, es la forma en que el dramaturgo Javier Ortiz nos da a conocer a José K., más allá de los apelativos clásicos – “Enemigo público número 1”-, más allá de los centenares de víctimas que su anarquismo ha provocado. ¿Es una defensa propia su monólogo enrabietado en el que ataca al establishment que nunca se renueva, lanzando invectivas contra un Estado de Derecho que privilegia la tortura como un mal menor, que se enrosca en la “teoría de las élites” de Pareto para no dejar nunca el poder, que duerme plácidamente por las noches mientras ordena construir bombas de racimo y comercia con armas a gran escala? ¿Es una defensa de su ideología? ¿O lo que hace José K. es recordarse, una y otra vez, aquello por lo que ha luchado, ya que es su único asidero frente a las futuras quemaduras con cigarrillos, el hierro candente en el vientre, la sodomía, la asfixia en la bañera o la rata que roe las entrañas?
Pedro Casablanc en un momento de la obra
El texto del periodista y escritor Javier Ortiz, que fue representado por primera vez en 2005 en la SGAE, con el apoyo del Premio Nobel José Saramago, hace una recreación perfecta de la hipocresía del sistema capitalista, que se erige en guardián de la paz mientras adoctrina a islamistas que luego volarán sus centros neurálgicos; que consume alimentos, gadgets o electrodomésticos cuyas tripas han sido facturadas por hombres hacinados en Tailandia o en China; que privilegia intervenciones militares en Libia mientras hace caso omiso de Etiopía. Y frente a la hipocresía de Occidente, Casablanc retrata su DNI sin rubor. Se asume como terrorista, como asesino, como alguien que mata a gente sin culpa (que no son en términos bushianos “daños colaterales”), que comercia pero desprecia el dinero, que vive como piensa, que duerme con las caras de esos muertos que no saben por qué se les segó la vida a causa de estar en el lugar inadecuado aquella mañana de invierno, que ha prescindido de amores, de un hogar por su causa, que no quiere redimirse ni pedir perdón…Y que acaba de poner una bomba en la Gran Plaza de la ciudad más importante del país. Ésa es la razón de que José K. sea el protagonista de esta obra. José K. va a provocar una masacre y sólo mediante la tortura podrá revelar dónde está la bomba. Su última bomba.
Y es en ese momento donde el espectador echa de menos “contemplar” el alma del protagonista. Sabemos de su ideología, de sus afanes, de su vida como revolucionario, de su honestidad frente a sus verdugos. Sabemos que no se esconde y que se asume tal y como es. Pero ¿quién es en realidad José K. más allá de las teorías sobre el poder? ¿Qué poesía ha leído, dónde ha vivido, de qué equipo de fútbol es, de qué se ríe, con qué llora, cuáles son sus sueños, qué comida prefiere, es de whisky o de bourbon, cuál es su película favorita? Y si el título de la obra es “José K. Torturado”… ¿Qué ocurría en esos momentos en que le pegaban, qué parte de su cuerpo se quebró antes, qué sienten sus ojos cuando ven la luz después de tres días, a qué recuerdos vuelve para no volverse loco? ¿Grita? ¿Siente las llagas en las manos como consecuencia de las esposas o se ha hecho inmune al dolor? ¿Hay algún guardia que le dé miedo en particular, hay alguno especialmente sádico, teme las violaciones reiteradas, qué sintió la primera vez que diez hombres le contemplaron desnudo? El autor da una durísima vuelta de tuerca cuando habla de la peor tortura posible: la psicológica, el chantaje emocional. ¿Qué se siente cuando se ve al ser querido amenazado? ¿Cómo es la lucha contra las ganas de contar dónde está la maldita bomba? ¿Cómo se aparenta la indiferencia? ¿Qué estará sintiendo esa persona querida que no tiene más culpa que la de ser familia? Si se la conoce… ¿Cuáles serán sus pensamientos? Es quizá de esa “cotidianidad” del personaje y de una más alargada explicación de las torturas físicas y psicológicas infringidas de lo que adolece el texto. Se ve al terrorista, al ideólogo. Pero no se ve al hombre por mucho que el rostro de Pedro Casablanc sea todo un lienzo de luchas internas, recuerdos y agravios. Recuerdo la primera vez que llegué a “ver” la tortura. Fue a través de las palabras del poeta cubano Reinaldo Arenas en su libro Antes que anochezca, luego sublimado en la versión cinematográfica de Schnabel. Las píldoras alucinógenas para evadirse de la tortura, las infecciones comunes en los hacinamientos, la sobredimensión de los ruidos en El Castillo del Morro. Y como en el libro de Arenas, el impacto visual de la magnífica Incendies de Wajdi Mouawad y dirigida por Denis Villenueve con aquella heroica Nawal, violada repetidamente por su propio hijo en la celda de una cárcel de Oriente Próximo…O de cualquier otro lugar ideado por los hombres para anularse entre sí. Los relatos pormenorizados de Alexander Solzhenitsyn sobre los padecimientos de los zek en Archipiélago Gulag a fin de ser “reeducados”, el imperio del frío en los campos de concentración relatados por Primo Levi en Si esto es un hombre… Cada una de esas maldades relatadas identifica plenamente al espectador con la víctima. José K. no es un preso cubano detenido por ser homosexual o un escritor que perjudique a un régimen ni un resistente partisano perteneciente a una raza a la que se le dictó una “Solución Final”. Tampoco es un disidente de una de las dictaduras en Latinoamérica, víctima de la Operación Cóndor, o una mujer sospechosa de adulterio en Afganistán o de ser irrespetuosa con la sharia en Arabia Saudí. Todos ellos son ejemplos de víctimas.
¿Se puede tildar a José K., a pesar de ser un asesino, de “víctima” al ser torturado en contra de las leyes internacionales y del Derecho? Sí, en la teoría y en la conciencia. Sobre el escenario, se necesitaría para la reflexión y el debate a un hombre menos orgulloso, menos filosófico y más cercano, un ser humano que es, al fin y al cabo, marioneta del Estado contra el que lucha, hablándole a su soledad y tan cerca de un final sádico y perverso. Deberíamos conocer las sombras de José K. a fin de humanizarlo o las palabras llegan a poder más que la tortura que se le ha infligido. Con todo, siempre queda en el aire la pregunta y el dardo: ¿hasta dónde somos los ciudadanos responsables de que ese hombre esté en una jaula? ¿Tenemos algo que ver o nos lavamos una vez más las manos acusando de la violación de las leyes de la Convención de Ginebra a los Gobiernos y a los poderosos? ¿Dormimos mejor sabiendo que un terrorista ha sido torturado, ejecutando el ansia de venganza que crece en todo ser humano ante la injusticia de una muerte sin sentido o nos elevamos moralmente por encima de ese terrorista y nos avergonzamos de cualquier desquite que se lleve a cabo sobre su persona superando todos los límites éticos? La respuesta, que no está en la Historia ni en los noticieros, se puede encontrar quizá en la voz de Casablanc, en la Sala Pequeña del Teatro Español.