Años abisinios
años abisinios seguido de canciones yemeníes
Eva Chinchilla
Ediciones Amargord, 2011.
Por Carlos Huerga
Uno de los libros más fascinantes y arriesgados que he leído últimamente es años abisinios seguido de canciones yemeníes, de Eva Chinchilla. Desde el mismo título, la autora se propone brindar un homenaje a Arthur Rimbaud, si bien años abisinios contiene algunos elementos que por sí mismos le confieren un valor especial, además de resultar una aventura trepidante. Chinchilla logra sumergirse en aguas profundas para salir a la superficie (si es que alguien piensa que se puede salir a la superficie después de una experiencia tal como la rimbaldiana) con un poemario homogéneo, hermético y lleno de resonancias, tanto externas, como internas.
Recordemos que el autor de Una temporada en el infierno dejó de escribir a los veinte años, a la vez que abandonaba Europa y se embarcaba en distintos viajes por Asia y África, desaparecido para el Occidente literario, residiendo durante varios años en Abisinia, el nombre antiguo de lo que hoy llamamos Etiopía. Y este dato (esta ausencia) es importante para comprender la poética que nos propone Chinchilla.
Julieta Valero nos advierte en el prólogo de algunos elementos nucleares del libro y habla de: “correlaciones y alianzas”, “poemario metapoético” y “otredad”; y efectivamente, esas son –creo yo- las claves para leer y entender este poemario raro, hermosamente raro. Leemos en el segundo verso del libro: “el poema es un frutero”. Y antes, leíamos: “siete kilos de naranjas brillando al sol”. Las naranjas están ahí, valiéndose por sí mismas, y la poesía solo puede almacenar la realidad, nunca superarla. Ser consciente de esa carencia del lenguaje es una sabiduría, una manera de ser en el mundo. Y esa “sabiduría” recorre todo el libro, cuestionando las limitaciones del lenguaje poético, los mitos literarios, la identidad. Por eso el libro está lleno de violencias (gramaticales, poéticas, biográficas).
Dice Michel Collot a propósito del autor de Iluminaciones: “Rimbaud no cesa de disfrazar su identidad con múltiples máscaras y de inventarse otras vidas. Su enfoque no se rige por el principio de identidad, sino por un principio de alteridad” (Rimbaud, el otro, VVAA, editado por Miguel Casado, UCM). De alguna manera, Rimbaud era un poeta objetivo porque en esa alteridad trataba de filtrar su sensibilidad del mundo como un friso de distintas identidades. Esa alteridad, es una forma de jugar con uno mismo, y por tanto, de encontrarse en el camino, a pesar de las inevitables pérdidas. Tal y como dice Chantal Maillard en ese mismo libro colectivo sobre Rimbaud: “No se trata de hallar otro, sino de ver y expresar qué es eso a lo que llamamos <<yo>>”. Y es en esos vericuetos donde se mueve años abisinios. Poemas que giran en torno a esa posibilidad de lo real que puede darse y que solo la poesía es capaz de captar. Por eso los poemas de este libro son fragmentarios y responden a identidades cualesquiera, como un cúmulo de máscaras y voces que a su vez son una sola voz, la de la mujer abisinia que soy yo y que es ella y que eres tú y que acaba por disolverse. (Y como el libro y los poemas pueden disolverse en cualquier momento, años abisinios -o la “mujer abisinia”- continúa en el blog http://lamujerabisinia.blogspot.com).
Resulta divertido comprobar cómo dialogan unos poemas con otros, y a su vez, con otras referencias externas. No obstante, las distintas formas (y fusiones) que adoptan estos textos son un ejemplo de esa identidad objetiva y fragmentaria. Así, encontramos sutiles juegos lingüísticos en varias de sus formas, repeticiones y variaciones de un mismo verso, blancos poéticos y semánticos que a su vez entablan blancos biográficos, fragmentos epistolares, notas a pie de página y hasta pequeños ensayos. Pero todos ellos son poemas, flirteos con las paradojas y los descubrimientos. Al final, es el lenguaje el protagonista, y esa identidad de la que hablábamos al principio, parece diluirse en el lenguaje poético, en las rinçures a las que aluden algunos poemas.
Reconozco que el efecto que ha tenido en mí este libro ha sido potente, y que no es lo mismo leerlo una vez que dos, o incluso tres. El extrañamiento se apodera del lector en una primera lectura, así como la magia de la palabra que busca resarcirse de su inestabilidad. Pero después, es otra cosa. El sentido gana terreno y los diferentes espejos que Chinchilla dibuja entre los poemas se multiplican e iluminan hasta romperse. “Todo es danza dentro de un iglú”, dice una de las voces del primer poema. Esa mujer abisinia “antes escribía poemas pero ahora prefiere colocar la naranja en un punto del círculo”, sabe que la realidad es inagotable y que el lenguaje es un acercamiento –tal vez improbable- a esa realidad. “Ya dejó de preguntarse qué es el poema y ahora a veces se pregunta qué es la naranja”. Y eso que el libro se abría con aquel “el poema es un frutero”. De nuevo un blanco, una elipsis, que sugiere muchas cosas.
El libro acaba con la traducción realizada por Laura Sisniega de las hermosas canciones yemeníes; otra forma de diálogo, de trazar conexiones, de tender puentes. Un broche final para un libro que busca ampliar las posibilidades de la poesía.