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Rubén Abella nos habla de “Baruc en el río”.

Nos reunimos con Rubén Abella, autor de La sombra del escapista y El libro del amor esquivo para hablar sobre su última novela Baruc en el río. Sentados en un ventanal, frente a una mañana de lluvia gris en la Gran Vía, la conversación hace cálido el entorno al hablar de la idea de familia y de las relaciones donde no caben las máscaras.

 

 

Rubén Abella

Por María Anaya

 

Para Rubén Abella todo empezó con el perro dentro de su nueva novela, “Baruc en el río”. Baruc tiene quince años y le gusta ir a pescar, pero el día en que arranca esta historia, el encuentro con un perro milleches presagia cambios inesperados para el niño y su familia. A la vuelta de esa mañana de pesca, Baruc, aún acompañado por el perro, se ve metido por primera vez en una discusión acalorada con su madre. El resultado del enfrentamiento es su huida y de ella nace una situación familiar que sirve al escritor para relatarnos cómo viven la desaparición del muchacho su padre, madre, hermano y tío. La historia la cuenta su hermano pequeño, treinta años después, en un intento de recuperar una parte de si mismo que, durante todos estos años, ha sentido tan perdida como a Baruc tras aquella lejana mañana de pesca.

 

Una vez hechas las presentaciones, es evidente que Rubén se siente más cómodo para hablarnos sobre esta familia de novela o sobre cualquier otra con familiaridad. “No puedo negar que hay pedazos de mi desperdigados por toda la novela, pero son tan minúsculos, que apenas se reconocen”, asegura el autor. Para Rubén resulta imposible no dejar algo propio en cada línea que escribe y es igualmente complejo evitar que el tema de la familia salga a relucir en algún aspecto de cada personaje. En este caso la familia es la red de relaciones que tejen los puntos clave de su novela y explica tanto la trama como a los personajes. Cada ser humano se define principalmente por quien fue cuando era niño, por lo que aprendió de quienes le rodeaban entonces.

 

 

Baruc en el río

 

Uno recuerda a quienes le acompañaban entonces, cómo reaccionaba cuando su hermano le tomaba el pelo o sencillamente le saludaba desde lo lejos. Entonces comienza a desprenderse de todas las máscaras y a ofrecer esos minúsculos pedacitos como los que Rubén nutre sus páginas. Esos recuerdos son además extraordinariamente sensibles al ánimo de quien los regenera. Son totalmente subjetivos, falsos, aunque llenos de la mayor sinceridad que cabe esperar de quien se atreve a convocarlos.

 

Cuando el recuerdo se liga con los sentimientos y los fantasmas, surge Baruc en el río. Un primer momento de felicidad perfecta seguido de una red de afectos familiares algo más oscura, mucho más tangible, que vive medio ahogada como un pez a la orilla de ese río donde el protagonista solía pescar, esperando a Baruc como si el muchacho constituyese un sueño del que resulta difícil discernir la parte real y la imaginada.

 

Al final de la mañana no queda más remedio que admitirlo, Rubén ha sabido prestarnos las partes de sí mismo en las que resulta imposible evitar reconocerse. No por la generalidad, sino precisamente por todo lo contrario.

 

 

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