Biopics: una vida en 35 milímetros
Por Alicia Valeria Alonso.
Los géneros cinematográficos son como un ovillo de paja que gira y gira. De vez en cuando se detienen, y repentinamente retoman su recorrido. Se pierden en el olvido, y reviven nuevamente tras un tiempo, con más presencia y fuerza que antes. Uno de estos géneros es el Biopic, o película biográfica. Una modalidad filmográfica constante en la historia desde que el cine es cine. Cuando aún no existía el sonido, ya había narraciones mudas de los ires y venires de grandes personajes de la historia. Desde el megalómano Napoleón (1927) de Abel Gance hasta la pasionaria Juana de Arco (1928) de Carl Theodor Dreyer. Dos cintas magistrales que revolucionaron la historia de la cinematografía tal y como se conocía hasta el momento.
Más tarde vinieron las grandes superproducciones del Hollywood de los 60. El Espartaco (1960) de Kirk Douglas, la Cleopatra (1963) de Elizabeth Taylor, o el Lawrence de Arabia (1962) de Peter O’Toole se quedaron grabados en nuestras retinas de forma imborrable. Y es que los actores de antes y de ahora se han devanado los sesos por conseguir interpretar a los personajes más carismáticos de la historia. Cuántas Isabéles I de Inglaterra, y a cuál mejor; desde Bette Davis, a Jean Simmons, pasando por la duplicada Cate Blanchett, en las dos versiones de Shekhar Kapur. Porque para un actor, bucear en el interior de un personaje que ha marcado historia es un doble reto. Por un lado, es necesario hacer el trabajo actoral más común: buscar el “yo” del individuo que encarna y hacerlo propio. Pero por otro, debe ir más allá. Debe conseguir que el público identifique a dicho actor con a la persona que tantas veces ha visto y oído. De quien conoce sus gestos, su expresión, su tono de voz y su forma de mirar. Y todo esto sin caer en la caricatura ni el exceso. Y para un director, embarcarse en la aventura de un film biográfico supone, a su vez, un mayor desafío: No se trata únicamente de cumplir con las exigencias en cuanto a ambientación o fidelidad histórica, es saber enfocar la mirada desde la que se perfila dicho personaje para convertirlo, no sólo en icono cultural, como había sido hasta el momento, sino en una persona: compleja, ambigua y humana.
Así, los biopics se han convertido en los últimos años en la opción idónea para alcanzar el reconocimiento de crítica y público, tanto de intérpretes como de directores. A través de dichas historias se pretende ahondar en el más profundo mundo interior de quien retratan. Esta tendencia se ha visto plasmada, por ejemplo, en una nueva ola de películas que analizan la vida y milagros de personajes que jamás han sido famosos y respetados. Son individuos marginados, personas que por errores de la vida o por malas pasadas de la suerte, han acabado en circunstancias indeseables. Este es el caso de Brandon Teena, la joven transexual que interpreta Hilary Swank en Boys don’t Cry (1999); o el de Aileen Wuornos, prostituta que acaba ejecutada tras haber sido condenada por seis asesinatos, a la que da vida una transfigurada Charlize Theron en Monster (2003).
También está el caso de quien quiere innovar y reconducir el género del Biopic. Este es el caso de I’m Not There (2007), film en el que Todd Haynes desmigaja la esencia de Bob Dylan y la reparte en pequeños trocitos que interpretan 6 actores de lo más heterogéneos: Christian Bale, Cate Blanchett, Marcus Carl Franklin, Richard Gere, Heath Ledger y Ben Whishaw. Por su parte, Sofía Coppola prefiere transformar el escenario ilustrado de la revolución francesa en un videoclip postmoderno donde impera la exaltación de los sentidos, el hedonismo y el desenfreno; en su renovada visión de María Antonieta (2006).
Luego están aquellas deliciosas rarezas que marcan la historia, como el adorable y desastroso Ed Wood (1994) de Tim Burton; las producciones que pasan sin pena ni gloria pero que constituyen una obra maestra del género, como Llámame Peter (2004) de Stephen Hopkins; y aquellas que retratan el lado más personal de quien, a priori, nadie consideraría interesante, como es el caso de La Red Social (2010) de David Fincher.
Y por último están aquellas que han marcado un antes y un después. Las de aquellos actores que han consagrado su carrera gracias a una interpretación magistral. Las de aquellas producciones que nos han permitido ser testigos de la valentía, la desidia, la podredumbre moral, o la desesperación de sus protagonistas. Las que nos han hipnotizado por el carisma de sus personajes o por la agudeza del objetivo que los mira. La que nos han hecho ver al hombre detrás de la máscara….Y de esas hay unas cuantas en la última década. Porque en un tiempo y en una industria donde la creatividad y la novedad brillan por su ausencia, parece evidente la necesidad de invertir toda la genialidad de la que se pueda hacer acopio en historias ya contadas –remakes- o en su defecto, historias ya vividas: biopics.
Lo vimos en la magnífica narración de Martin Scorsese sobre la vida, logros y delirios del gran magnate del cine, Howard Hughes, en El Aviador (2004). Leonardo DiCaprio fue nominado al Óscar por encarnar a un hombre ambicioso y enfermo, cuya vida estuvo marcada por su espíritu emprendedor, su afición a las mujeres y su trastorno obsesivo compulsivo. Una espléndida narración, que te atrapa desde el comienzo hasta la fatídica caída de su excéntrico protagonista.
Taylor Hackford también nos estremeció con la historia de Ray Charles en Ray (2004), icono de la música negra que se ganó la fama a pulso, pero cuya adicción a las drogas le llevó al infierno durante una etapa demasiado larga de su vida. Jaime Foxx se ganó el Óscar con una magnífica interpretación de este complejo personaje. Algo parecido le pasó a Johnny Cash y así lo contó James Mangold en En la Cuerda Floja (2005), film en el que también pudimos descubrir el talento de Reese Witherspoon fuera de la comedia romántica, siendo galardonada con el Óscar a la mejor actriz.
Otra de las grandes: Capote (2005), de Bennett Miller. Philip Seymour Hoffman se llevó la estatuilla de la Academia al meterse en la piel del excéntrico y genial periodista y literato, en su incansable búsqueda por descubrir todos los pormenores del brutal asesinato que ilustró su obra A Sangre Fría. Un relato que bucea en lo más profundo de la personalidad del autor, sus traumas y sus ambiciones, a la vez que evidencia la crudeza y la doble moral que forman parte de la condición humana.
La inmersión de Marion Cotillard en la personalidad de Edith Piaf, que pudimos ver en La Vida en Rosa (2007), de Olivier Dahan también le mereció un Óscar. La francesa consigue encorvar su figura y encrudecer su semblante para encarnar a la famosísima cantante que vivió y deslumbró con su genuina voz desde los barrios bajos de la bohemia parisina a las más lujosas salas de Nueva York.
Y por último, una pequeña joya del cine de los últimos años. Un film que mezcla un perfecto trabajo actoral y un estupendo perfil del personaje, con un trasfondo social de denuncia. Gus Van Sant se embarca en 2008 en la complicada aventura de contar la historia del político homosexual Harvey Milk, que encarna muy acertadamente Sean Penn (galardonado con un Óscar) en Mi nombre es Harvey Milk (2008). Un biopic diferente y de indudable calidad, al que merece la pena echar un vistazo.
Ahora parece que todos los objetivos miran hacia Marilyn. Esa maravillosa y entristecida tentación rubia. Naomi Watts y Michelle Williams se enfrentan por ver quién interpreta con más gracia la natural sensualidad de la Monroe. ¿Quién ganará?
Lo veremos pronto…