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[Festival de San Sebastián 2011] Crónica del miércoles 21 de septiembre

Por David Garrido Bazán.

 
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Hoy voy a aprovechar  mi crónica para elaborar una teoría personal respecto a la programación de la Sección Oficial del nuevo equipo de este año, algo que he dado en llamar “El Juego de las Parejitas”. Tengo la fundada sospecha que les divierte colocar de forma consecutiva o muy próximas en el tiempo dos películas que o bien tratan temáticas comunes desde perspectivas muy distintas o bien aunque tengan temáticas distintas, tienen algún elemento común que las une, aunque sea algo anecdótico. Puede que alguno piense que estoy buscándole tres pies al gato o bien que, como en el juego de Kevin Bacon, si uno se estruja mucho el magín, acaba dando con peregrinas formas de relacionar cualquier tipo de películas, pero no es ninguna teoría conspiratoria. Créanme,  soy programador de un festival y más allá de todo eso de la coherencia, somos perversos y nos gusta mucho jugar a estas cosas.

 

Unas cuantas casualidades/curiosidades temáticas:

Dos películas con la infidelidad como tema: Take This Waltz (2011) y The Deep Blue Sea (2011).

Dos películas con niños como protagonistas: Kiseki (2011) y 11 Flowers (2011).

Dos películas en las que la familia tiene un peso específico: Los Marziano (2011) y Le Skylab (2011).

Dos películas de época con acento en la ambientación: Albert Nobbs (2011) y The Deep Blue Sea (2011).

Dos relecturas históricas a través de la memoria: La voz dormida (2011) y 11 Flowers (2011).

Dos películas con humor (?) inclasificable: Los Marziano (2011) y Los Pasos Dobles (2011).

 

… Y eso solo en Sección Oficial, que si metemos Perlas de Zabaltegui no terminaríamos nunca, como los polvos en enormes ventanales de Shame (2011) y L’envahisseur (2011), por poner un ejemplo erótico-festivo que a todos nos ha divertido mucho. Ya es casualidad.

 

 

11 FLOWERS (2011): ¡Qué verde era mi pueblo!


 

Wang Xiaoushai, el director de La Bicicleta de Pekín (2001), es sin duda un hombre marcado por un hecho de su infancia: su familia, debido a la Revolución Cultural que obligaba a desplazar a miles de personas de las ciudades al campo para que trabajaran como mano de obra en las enormes fábricas que el gobierno del Presidente Mao construyó para El Gran Salto Adelante, fue una de las que tuvo que emigrar a la fuerza. Esa transición de la ciudad al campo, soñando siempre con volver, ha marcado su vida hasta el punto que otra película de su filmografía, Sueños de Shangai (2005), abordaba esta temática adoptando el punto de vista, eso sí, de una chica de quince años cuyo mayor deseo era escapar de esa bella prisión al aire libre que suponía el pueblo y regresar a la ciudad grande que abandonó siendo niña. Esa frustración continua, esa rebeldía ante la falta de perspectivas de una situación que no podía cambiar, marcaba el tono de aquella obra de forma dolorosa, transmitiendo al espectador la sensación que había verdad en aquello, que sabía de lo que estaba hablando.

 

Tanto es así que en 11 Flowers (2011) acomete de nuevo el mismo escenario, esta vez en los estertores finales de la Revolución Cultural y fijando su mirada en un chico de 11 años – la edad que tenía el propio director por aquel entonces – que observa el mundo de los adultos, con sus disimulos, sus incoherencias, sus medias verdades, sus silencios y métodos de supervivencia. Se centra por un lado en la relación con su padre, un aspirante a artista que ante los inevitables cambios sociales que se avecinan (no siempre de un modo pacífico, sino más bien lo contrario) elige la neutralidad y no implicarse, mientras intenta transmitir a su hijo la importancia de perseguir los propios sueños. Por otro la relación de ese niño con los tres amigos de su cuadrilla, compañeros de juegos, travesuras y aventuras en esa época en la que se sueña con lo imposible y se hace lo que sea por el grupo (¿les suena de alguna película que les haya comentado recientemente? Pues eso…) incluso perseguir a un supuesto asesino que se oculta en los bosques.

 

Xiaoushai sabe de lo que está hablando y se nota: resulta estupenda la forma en la que se resalta la importancia de algo en apariencia tan banal como una simple camisa nueva y el estatus que otorga a aquel que la consigue fuera de la temporada de regalos como síntoma de la escasez y pobreza de esos villorrios dejados de la mano de Buda, la necesidad de ocultar los secretos inconfesables para no caer en el ostracismo social, incluso aunque se sea víctima de los mismos, el miedo general, en fin, que justifica la cobardía y la obediencia como moneda común para la supervivencia.

 

Hay poco que reprochar a una película tan correcta y narrada de forma tan impecable como ésta. Si acaso cierta timidez en su denuncia – no estamos ante la contundente relectura de la Revolución Cultural y sus excesos que hacía Zhang Yimou en ¡Vivir! (1994) para entendernos que se explica por tratarse de un guión que recibió el visto bueno de las autoridades chinas antes de iniciarse el rodaje y el precedente antes citado que en mi caso condiciona mi valoración. Porque 11 Flowers (2011) quizás sea algo más simpática y accesible, pero Sueños de Shangai (2005) era mucho más compleja y mejor, tratando básicamente lo mismo. Pero si no se conoce, carece de importancia. La otra cosa que marca la película es, por supuesto, que ayer vimos ya otro grupo de niños en Kiseki  (2011) de Kore-Eda. No hace falta que les diga quien sale perdiendo con la comparación ¿verdad? Ya me imaginaba que eran ustedes lo suficientemente listos. En cualquier caso, ojo a 11 Flowers (2011) que dado el nivel general no sería extraño que pillara cacho en el palmarés.

 

 

HAPPY END (2011): El plan secreto de Zentropa para dominar el cine europeo.

 

Uno lleva ya en esto de los festivales tantos años que acaba por asumir ciertos automatismos como inevitables. Por ejemplo, saber que las mañanas de San Sebastián casi siempre consistirán en una dosis de Sección Oficial y otra de Perlas, que las películas de Horizontes Latinos de las 22:00 en el Principal suelen ser, con notables excepciones, truños de los que conviene huir y darse un paseíto nocturno por la Concha si a la media hora no ha conseguido estimularte un poco, zascandilear a la búsqueda de hacerse una foto con el actor o director de turno despistado que pillas a traición en el vestíbulo del Maria Cristina cuando menos se lo espera o que de vez en cuando te casquen una peli interesante a las 14:00 y ya sabes que ese día toca comer de pintxos y cañas en el bar más cercano para no perder tiempo.

 

También hay otro tipo de automatismos. Yo, por ejemplo, veo una película danesa o procedente de alguno de los países nórdicos, salvo que su autor se llame Kaurismaki y es echarme a temblar. Sus películas estás repletas de lo mejor de cada casa: pedófilos, violadores, padres separados, abandonados y/o alcohólicos – si aúnan dos de las categorías puntúa doble y si encima abusa de alguno de sus hijos ya hay que multiplicar por cinco su valor de repulsión – pervertidos de toda índole, suicidas o simplemente solitarios irredentos que sobrellevan su cruz como pueden. Bueno, como pueden no: dándonos la brasa a nosotros con la ventaja que sales de estas pelis como nuevo porque por muy jodidas que te vayan las cosas sales de la sala diciéndote “Bueno, al menos yo no soy como ellos”.

 

Happy End (2011) – título que como pueden ustedes imaginar no es precisamente un buen augurio – no es danesa sino sueca. Pero hete aquí que es una producción de Zentropa, la empresa propiedad del ínclito metepatas danés Lars Von Trier. Y uno se teme lo peor. Efectivamente: una señora mayor profesora de autoescuela que tiene un alumno viudo tan solo como ella que no solo quiere recuperar su carnet perdido sino que aspira a ligarse a su profe para solucionar su triste existencia, el hijo aspirante a artista y algo esquizofrénico de aquella, que ha vuelto a casa tras ser abandonado por su pareja, un pibón que aspira, con toda la razón, a dejar de aguantarle gilipolleces al atribulado artista. La sirvienta, una chica guapa a la que su marido, un tarambana que ha pedido dinero prestado a unos mafiosos para montar un negocio fracasado y no tiene dinero para devolvérselo – con las consecuencias que ustedes conocen, el te voy a partir las piernas de costumbre, etc. – la pega solo lo normal. Bueno, lo normal no: más bien le mete unas palizas de pánico ante las cuales la moza – que por cierto es otro pibón considerable – reacciona no haciendo nada. Y eso que la madre profesora de autoescuela la está pagando para que haga de modelo de su hijo… y otras cosas.

 

Todo este catálogo de miserias humanas es servido con la guarnición habitual, o sea, planos con mucho grano, frialdad que se te mete en los huesos por mucho abrigo que lleves, arrebatos de ira incontrolada y al menos para el que esto suscribe, una terrible incomodidad con el tema de la violencia de género, algo que aunque solo sea representado en pantalla me pone de una mala hostia que no pueden ustedes ni imaginar. El caso es que resultaría más fácil que Mourinho se alegrara en público de una victoria del Barcelona que encontrar una película nórdica que no te dé ganas de cortarte las venas. La alegría de la huerta son estos daneses. Han convertido estos dramones oscurísimos en una marca de fábrica, un género en sí mismo que tiene un amplio predicamento en los festivales, que se pirran por estas historias de sufrimiento intenso rayanas en el sadismo mental. Y lo peor es que ahora ya están exportando el modelo, como si de un plan para conquistar el cine europeo y después mundial se tratara. La gracia es que hayan empezado por un país, Suecia, que hace años que viene desarrollando su propio plan secreto para conquistar el mundo: Ikea.

 

En fin, que Happy End (2011) a un servidor le dejó como bastante frío. Es la película más desgraciada de lo que llevamos de Sección Oficial hasta el momento. Y quizás no solo en su temática.

 

 

RAMPART (2011): Monillo corrupto

 

Estamos en Los Ángeles en 1999. En la primera escena de la película vemos a un par de policías de la temida LAPD aleccionando a una novata sobre los peligros de la calle y la forma de proceder cuando tenga que enfrentarse a los “panchitos” y “morenos” que pueblan sus calles. Los comentarios no dejan demasiado lugar a dudas: estamos en la época de Rodney King y corren malos tiempos para el otrora intocable colectivo cuya brutalidad y racismo se ha hecho legendaria. Uno de ellos, nuestro protagonista, un Woody Harrelson amenazador que arrastra un largo historial de conflictos y persecuciones de Asuntos Internos por su merecida fama de tener el gatillo fácil, alardea de su habilidad y se enseñorea por la calle como si fuera suya, presumiendo de conocer sus secretos a fondo. Es como una versión políticamente incorrecta del Denzel Washington de Training day: Día de entrenamiento (2001) o el Richard Gere de Asuntos sucios (1990), al que por cierto se parece en el increíble hecho de sostener dos ex mujeres, ambas hermanas cada una de las cuales le dio una hija que a un tiempo le adoran pero que no soportan su exacerbado machismo, su violencia y ese continuo abandono de responsabilidades paternas, salvo cuando se trata de imponer una disciplina severa.

 

A este buena pieza se le cruza un mal día un vehículo que, no respetando el stop, le arrolla y choca contra su vehículo policial. A nuestro protagonista  se le cruza el cable y bueno, el resto ya se lo pueden imaginar: uso y abuso de la porra con fines más que disuasorios, una cámara al vuelo que pasaba por allí y de repente nuestro rey del mambo se convierte en el chivo expiatorio de un departamento que quiere lavar su imagen y de paso desviar la atención de sus corruptelas poniendo a los pies de los caballos al chico encargado desde siempre del trabajo sucio, que descenderá por una espiral emocional de frustración, odio, drogas, alcohol y pérdida de control generalizado. Todo cien, no, mil veces visto. Y mejor.

 

Les juro que no puedo alcanzar a entender la presencia de una película de las características de Rampart (2011) en la Sección Oficial a concurso de un Festival como San Sebastián, salvo que la cosa se trate de buscarle la parejita de turno a la única película de género a competición, que además también está protagonizada por un policía violento, corrupto y que usa métodos de lo más cuestionables. Por supuesto me estoy refiriendo al excelente thriller de Urbizu No habrá paz para los malvados (2011). Y ahí acaban las comparaciones porque poner una junto a la otra sería como poner a competir en una carrera de velocidad a un guepardo con un hipopótamo. Rampart (2011) es una película comercial, con un reparto conocido en el que Woody Harrelson aparte – que por cierto está muy bien en su papel, más comedido por ejemplo que el alucinado Nicholas Cage del Teniente Corrupto (2009) versión Herzog – complace reencontrarse con la madura y sin embargo al parecer inagotable belleza y elegancia de una señora actriz como Robin Wright. O eficaces secundarios como una gélida Sigourney Weaver, el irreconocible Ben Foster o el incombustible Ned Beatty. Oren Mowerman, un tipo que alcanzó cierto reconocimiento y consiguió una nominación para Woody Harrelson con su anterior trabajo The Messenger (2009), firma una película mamporrera, antipática y poco original que no aporta gran cosa al género que habita por mucho que su guión lo firme un nombre que impone tanto respeto en el género negro como James Ellroy, aquí venido bastante a menos.

 

Insisto no obstante en que su principal defecto no es tanto su falta de originalidad o la cansina forma en la que está rodada – hay una escena con una sucesión de travelling laterales durante un interrogatorio que se supone un lenguaje novedoso y lo que te da es ganas de levantarte para decirle al proyeccionista que se ha debido averiar el reproductor digital y está haciendo cosas raras. Mientras vez al bestia de Harrelson hundirse cada vez más en la miseria sin perder un ápices de su actitud perdonavidas y chulesca, empiezas a repasar mentalmente chistes de Chuck Norris que meter en la crónica (ya saben, del tipo “Si puedes ver a Chuck Norris, él puede verte. Si no puedes ver a Chuck Norris, puede que estés a sólo unos segundos de la muerte” o Chuck Norris dona sangre frecuentemente a la Cruz Roja, solo que nunca es la suya”) y a preguntarte quien ganaría en una pelea a hostias, si el poli de Woody o el inspector Santos que hace José Coronado para Urbizu (respuesta: sería Santos porque no utilizaría los puños sino su revólver de gran calibre a las primeras de cambio, claro) es una señal clara que la película te está importando más bien poco. Pues así hasta el final: el monillo corrupto se va deshaciendo como un azucarillo en un carajillo sin que pueda hacer nada para retener todo lo que se le escapa entre las manos. Una película olvidable para un día igualmente olvidable.

 

 

Y ya enfilamos la recta final. A ver si Ripstein nos consigue subir la moral.

 
 

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