Mateo perdió el empleo’, audacia e imaginación como principios creadores
JOSÉ MIGUEL LÓPEZ-ASTILLEROS.
Los libros que predominan hoy en los expositores más visibles de muchas librerías podrían entrar en la categoría de «literatura de entretenimiento», entendiendo esta como una literatura que toma al lector como alguien pasivo a quien hay que divertir, en el sentido más frívolo del término, a toda costa, a quien hay que darle todo pensado y repensado. Sin embargo, hay otro tipo de literatura que, si bien nos procura diversión y entretenimiento, esta vez en un sentido menos banal, exige del lector una participación activa, una actitud menos acomodaticia, en la cual el deleite obtenido será fruto de una interacción entre la obra y su propia sensibilidad e inteligencia. En este ámbito se encuentra la obra de Gonçalo M. Tavares (Luanda, 1970), y cómo no Mateo perdió el empleo, en la cual la ficción literaria es un procedimiento para conocer el mundo y un cauce donde reflexionar sobre la existencia humana.
La obra consta de veinticinco relatos cortos y un epílogo; sin embargo, no es solo un libro de relatos, puesto que están concatenados por la aparición, normalmente al final de cada uno, del protagonista del relato siguiente, como en el leixaprén de la lírica gallegoportuguesa, y por algunos pequeños detalles, que establecen una continuidad al menos formal, a pesar de que gozan de una aparente autonomía. Podría decirse que Tavares ha proyectado un concepto de novela con ciertas innovaciones, originalidad que viene siendo costumbre en cada una de sus nuevas y sorprendentes obras. Recordemos lo criticado que fue y continúa siendo Cervantes por intercalar numerosos relatos en la trama central del Quijote; pues bien, en el caso que nos ocupa lo que ha quedado son los relatos, prescindiendo del hilo argumental en el que se insertan. Además, cada una de estas breves narraciones están precedidas por la fotografía de un maniquí en página impar, especificamos esto último porque detrás de estas, en página par, aparece una miniatura de dicha fotografía en la parte inferior, acompañada de la miniatura de la que precede al siguiente relato, de modo que en las páginas pares se van sumando las de todos los personajes, sobre los cuales cabe sospechar que representan a los distintos protagonistas, de modo que constituyen una suerte de enigmático alter ego de las narraciones, cuya continuación gráfica está asegurada obviamente por las acumulaciones a las que nos hemos referido (las fotografías son de Diego Castro Guimarães y Luis María Baptista). En el envés de la última fotografía que encabeza el último de los relatos (titulado Mateo perdió el empleo), en el cual desembocan los anteriores, han desaparecido las miniaturas; siendo así que la memoria que representan detiene la proyección gráfica en confluencia con el final de las narraciones. Tras estos dos elementos estructurales, nos encontramos con la segunda parte, constituida por el epílogo, dividido en treinta y cuatro secciones y precedido a su vez de la foto de otro maniquí, descolgada de la continuidad de las otras veinticinco; pero que, al pertenecer a la misma categoría de las demás ilustraciones, queda inserta en el cuerpo de todo el proyecto.
A estas características formales se suma algo de vital importancia, como son los títulos de los relatos y el significado que encierran. Están constituidos en primer lugar por los nombres de los protagonistas ordenados por orden alfabético (Aaronson y la primera rotonda, Ashley y el pedido, Baumann y la basura, Boiman y la observación, Camer y la encuesta… son los cinco primeros). Cabe observar que los seres humanos sin un nombre no tenemos presencia social en el mundo, de ahí su necesidad e importancia. Además de esto, en el caso de la obra que nos ocupa la existencia humana está ligada, más que al perfil psicológico de cada individuo, a la circunstancia particular del mismo, de suerte que, parafraseando al filósofo español Ortega y Gasset, se puede colegir que «Yo soy mi nombre y mis circunstancias concretas», de ahí que la segunda parte del título aluda a esa circunstancia del protagonista como segundo elemento que lo individualiza frente a los otros.
Llegado a este punto, encontramos que el orden alfabético se ha impuesto a cualquier tipo de orden basado en el tiempo, más lógico desde el punto de vista narrativo, determinando toda la estructura, de modo que cuestiona la racionalidad del acto de narrar, porque si bien todo orden acaba con la subjetividad, fuente de conflictos, no siempre implica que sea racional más allá de la pura y simple taxonomía, por ello en la entrada número dieciséis del epílogo se dice «Conocer es esto: cartografiar el desorden. Si conocer fuese cartografiar el orden, sería igual que caminar alrededor de uno mismo: para atrás por tanto.» Este procedimiento ya lo usó en los libros que conforman El barrio (El señor Valéry y la lógica, el señor Henri y la enciclopedia…) Dos apuntes finales respecto a esta cuestión: primero, no todas las veintiséis letras del alfabeto portugués están representadas con su nombre correspondiente, porque solo llega hasta la “m”, en cambio otras como la “g” lo están hasta con seis, así que tenemos la sensación de que el trabajo ha quedado inconcluso, o bien obedece a algo azaroso, en cualquier caso el resultado produce una cierta inquietud e inestabilidad; y segundo, los nombres han sido extraídos de un trabajo del fotógrafo Daniel Blaufuks, cuya obra tiene más que ver con la literatura que con cualquier otro arte basado en la imagen.
Los treinta y cuatro comentarios del epílogo aluden a las narraciones y están ordenados numéricamente. Este supuesto orden solo está amparado en la secuencia en sí, porque luego su aparición no respeta el orden de las narraciones, de modo que la lógica numérica no ordena el caos, como sucede en los supuestos sistemas lógicos que ordenan y clasifican la realidad que rige nuestras vidas, cuya complejidad supera nuestra comprensión, de ahí que los percibamos como algo caótico, cercano a la sinrazón y a la locura propias del universo kafkiano, influencia que se deja notar en Tavares.
Los argumentos de los relatos pivotan entre lo onírico y lo absurdo, cuando no entre lo delirante y lo rocambolesco. El rasgo común a todos ellos es la presencia de grandes dosis de humor, y más concretamente de ironía. De modo que sería absurdo interpretar estas historias de una manera literal, aunque en alguna ocasión Tavares ha declarado que le gusta escribir literalmente, no pensando en ningún simbolismo. Este componente nos lleva enseguida a recelar de una lectura superficial, que se nos antoja insatisfactoria. De ahí que tras cada lectura pasemos a elaborar una interpretación sobre el mensaje que pudiera albergar el sentido alegórico y simbólico, fruto de las reflexiones a las que hemos sido encaminados, relacionadas con diversos aspectos de la condición humana (alienación del individuo, el tiempo, la importancia de la educación, el destino, el dinero, el poder, la locura… y muchos otros temas más). Los textos gozan de una ambigüedad que permite a cada lector realizar su propia lectura e interpretación, erigiéndose así en un componente fundamental de la obra, idea que nos recuerda a la disolución del autor en favor del lector postulada por Roland Barthes, veinte años después de que lo adelantara Jorge Luis Borges en su relato Pierre Menard, autor del Quijote, autor, este último, que tanta influencia tiene en la obra de Tavares.
Si en la primera parte del libro, constituida por los veinticinco relatos, el lector oficia de cocreador al cerrar cada uno de ellos con su propia explicación, en la segunda, formada por las distintas entradas del epílogo, queda anulado en tanto que el autor nos ofrece una exégesis que niega, aumenta, corrobora o completa la del lector, y que prevalece sobre la de este al formar parte de la obra. Queda así restablecida la voz del autor sobre la presencia del lector. Suele utilizar procedimientos del pensamiento filosófico para desentrañar y comentar el significado de las narraciones y los motivos que le interesan. Pudiera pensarse que esta parte es prescindible; sin embargo, si fuera eliminada estaríamos ante una obra muy diferente, porque forma parte de los relatos, pues en muchos casos los orientan a posteriori en una dirección determinada, aunque dichos comentarios estén separados de ellos, seguramente para no interferir ni entorpecer el diseño narrativo de conjunto, como por ejemplo sí ocurre con las digresiones filosóficas y morales de El Criticón de Baltasar Gracián. En Mateo perdió el empleo, como en otras obras del autor (Una niña está perdida en el siglo XX, la novela en verso Un viaje a la India o Aprender a rezar en la era de la técnica), la ficción literaria no solo sirve para pasar un buen rato desde el punto de vista intelectual, sino para reflexionar sobre la existencia humana.
Solo autores tan audaces e imaginativos como Gonçalo M. Tavares mantienen vivo y en constante evolución el arte de la buena literatura, gracias a sus valiosas y originalísimas aportaciones. Además, cumplen una función esencial, bien señalada por Schopenhauer en los complementos al Libro tercero de El mundo como voluntad de representación, cuando apunta «…el propósito que tiene el poeta al poner en movimiento nuestra fantasía es el de revelarnos las ideas, es decir, mostrarnos con un ejemplo qué es la vida, qué es el mundo.»