A mesa puesta: cocinar, comer (y beber) en el cine (I)
Por Aurora Pimentel Igea.
En los años 60 los niños en España íbamos al cine con la merienda: un bocadillo, quesito el Caserío, chocolate Elgorriaga y plátano en el mejor de los casos. Mucho antes de las palomitas –hoy omnipresentes en las salas- se comían pipas en los cines de barrio. Hoy todavía se comen en los de verano.
Pero, más allá de esta conexión por los pelos de alimentos y séptimo arte, ¿de qué modo el cine ha tratado la comida? Algo tan vital, sensorial y atractivo para los que cuentan historias y que tantas alegrías pueden producir al que come… y al que prepara los platos y se afana en una cocina humeante para proporcionar placer a los comensales.
Y es que, curiosamente, uno de los mayores atractivos para el cine en este ámbito ha sido, precisamente, la figura de los cocineros y cocineras trabajando, dedicados. Sin duda alguna los cocineros son personajes interesantes.
Tal es el caso de El festín de Babette (1987) dirigida por Gabriel Axel, cuyo origen es el cuento del mismo título de Isak Dinesen, un relato donde una cocinera francesa tira la casa por la ventana y se queda sin un franco por dar una comida espléndida, refinada, elaborada y regada con los mejores caldos allí donde la sobriedad nórdica imponía frialdad y recato. El discurso del brindis del coronel, “La misericordia y la verdad se han encontrado…” demuestra cómo el buen comer y beber capacitan para hacer una teología auténtica y entusiasta. Lo bueno alimenta siempre el alma, el banquete como metáfora, como en la vida nada es derroche, todo puede ser disfrutado.
Otra de cocineros, Vatel (2000), dirigida por Roland Joffe, trata sobre el famoso cocinero francés del siglo XVII al que el pescado le acabará por jugar una mala pasada. Interesante por el personaje, la época y el reparto (Depardieu y Thurman entre otros), es una muestra de la cocina como puesta en escena e incluso una forma de dirección de arte. Y del cocinero, claro, como director de arte, artificiero casi, nada que ver con Babette, tan calmada.
Hablando de cocineros, pero ya no humanos, y porque el cine de animación es cine y puede ser bueno, Ratatouille (2007) es una rata francamente simpática que mueve los hilos desde el tejado de un gorro y enseña a los niños a disfrutar de algo más que pizza, salchichas y macarrones con tomate. Aunque sea solo en el cine, bendita seas, Ratatouille o pisto, como te llames.
Claro que quizás la visión de la cocina en plan romántico gana por goleada si seguimos pasando revista a títulos en este campo. Es natural, la gente del cine come fatal –quiero decir, durante los rodajes-, así que no es de extrañar ese regodearse en cocinas donde puede maniobrarse y se preparan platos y uno se enamora de paso, dos en uno.
Deliciosa Marta (2001) de Sandra Nettelbeck es una comedia que podría llevar el adjetivo que lleva Marta, con Sergio Castellito –del que es fácil enamorarse- y Martine Klein. Las cocineras pueden ser seres un poco pesadas de tan exactas y ordenadas, les hace falta algo de relajo (mejor relajo italiano). La versión yanqui Sin reservas (2007) es, en mi opinión, peor. Solo hace falta comparar la escena de la seducción por el sabor y con los ojos cerrados. Y eso que es Catherine Zeta Jones quien la hace en la americana. Debería ser un ejemplo de escuela cinematográfica la comparación entre ambas, mismo guión y tan diferente resultado.
Dirigida por Alfonso Arau, que conocía bien a la autora de la novela, Laura Esquivel, Como agua para el chocolate (1992) es otra de las películas de más éxito de taquilla, aunque vista casi veinte años después quizás despierte menos entusiasmo. El realismo mágico, los sueños y las recetas igualmente mágicas, y el amor ese tan apasionado, todo parece encajar. Pero quizás todo encaja hasta demasiado y acaba teniendo un aire a telenovela en algún momento. ¿Se ha abusado ya de la misma fórmula y ahora ya cansa? ¿O las telenovelas son las que han mejorado y se parecen a Como agua para el chocolate (1992)? No sé, es raro volver a ver algo que te gustó mucho y que dos décadas más tarde deja de decirte tanto.
A propósito del tiempo pasado. Todavía recuerdo el aura de escándalo que rodeó a La grande boufee (1973), de Marco Ferrero (con guión suyo y de Azcona), y esos cuatro personajes que deciden suicidarse a base de comer como cerdos y las prostitutas que contratan. La ves ahora y te da entre asco y rabia y sorpresa, y mucha, muchísima pereza por descontado.
Quizás es que todo era simbólico y tenía mensaje y quería decir eso de que Europa fenece de hartazgo y los cuatro tipos son representantes de algo, y la que sobrevive y es gorda y de piel muy blanca y… Bueno, ya me he perdido y encima se me han quitado las ganas de comer, justo lo que no deseaba.
Lejos de Europa y Latinoamérica, y porque la cocina existe en Oriente, El olor de la papaya verde (1993) es una producción vietnamita dirigida por Tran Ang Hung de gran delicadeza, sugerente y diferente. También fue una película de cierto éxito en su momento. En este caso vuelves a verla veinte años más tarde y no ha perdido ni un ápice.
Dentro de las películas para pasar un buen rato, o sea, comedia romántica, hay muchos títulos recientes con comida y cocina por delante. Sólo citaré uno: Julie & Julia (2009), ejemplo de cómo Nora Ephron es una directora (y guionista) con muy buena mano, y cómo Meryl Streep es, de nuevo y siempre, una actriz de campeonato. Dos historias: Julie, una bloguera que se propone hacer el recetario de Julia Child y lo cuenta en su bitácora; y la propia Julia Child interpretada por la Streep, alta como un caballo, transformada, divulgadora de la cocina francesa. La fascinación de los americanos por la cocina francesa –ellos siempre con cocinas tan grandes y donde a menudo tan poco se hace- proviene de los años 50 y esa casi biblia que fue el libro de Child Mastering the art of french cooking (como para nosotros, salvando las distancias, el libro de la Marquesa de Parabere en los años 40 en España o las 1080 recetas de Simone Ortega ya en los 70). Ya digo que es para pasar un buen rato, comedia ligera y bien hecha, sin pretensiones, pero un palo muy bien tocado.
Luego hay más, muchas más, pero materialmente ya no hay espacio. Quizás después de esto haya una segunda parte.
Antes de acabar me gustaría brindar con algo, porque no hay buena mesa sin un buen vino. El brindis de Babette es inigualable, pero no está mal tampoco otro americano. No es un brindis, es cierto, sino un modo entender el vino, y por extrapolación, todo lo que nos metemos en la boca y otros han cultivado o pescado o pastoreado primero y preparado después con cuidado, a veces con amor, muchas con técnica y sabiendo lo que hacen.
Lo explica Maya en Entre copas (2007), de Alexander Payne, una película muy agradable sobre la amistad y el amor por el vino y eso del turismo enológico, lo de ir probando de bodega en bodega… (las DO de Rioja, Ribera de Duero o Ribera Sacra deberían patrocinar un remake a la española si tuvieran ojo).
“Me gusta pensar sobre la vida del vino como algo vivo. Me gusta pensar qué pasó el año en que las uvas crecieron, cómo el sol lucía ese verano o si llovió, cómo fue el tiempo. Pienso en todas las personas que recogieron las uvas y, si es un buen vino, cuántas de ellas ya han muerto.”
Pues eso, la comida y la bebida y las personas que las hacen posible cada vez, vivas y muertas, al fin y al cabo cada comida y cada bebida es como una película en si, muchas juntas, historias entrelazadas.
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