Lo barato sale caro (2 de 2)
METAMENSAJE Y SINGULARIDAD.
Por Roberto Rowies.
Esta astucia matemática y lógica, naturalmente, afectaba a todas las capas de la sociedad. Por querer poseer algo inalcanzable la gente comete locuras. Se endeuda, en la clase media, y un poco más abajo, se mata, se roba, se sustrae sin permiso, y al revés también.
La sociedad, inmersa en este tipo de metamensajes, construye a nivel inconsciente una singularidad infinita hacia los objetos. Es decir, a medida que evolucionamos (todos los días), la tecnología hace uso y parafrasea millones de objetos que pueden (in situo no) estar a la altura de la evolución. Y nosotros, que lo absorbemos por todos los medios posibles, creemos que esa evolución implica siempre un cambio radical en nuestras vidas. Y que debemos hacer el esfuerzo.
La singularidad es infinita en este punto. La singularidad es el futuro, en el que se predice que el progreso tecnológico y el cambio social se acelerarán debido al desarrollo siempre constante de la inteligencia humana. Digamos, un ejemplar de ese gamulán, ciertamente es mucho más efectivo evitando el frío y al mismo tiempo aportando elegancia, que uno fabricado hace 5, 10, o 50 años atrás. Más drástico aún; que uno adquirido en una feria, en una baratija, en un outlet, o en un negocio de una marca menor. La implicancia del metamensaje y la singularidad, provocan un estallido emocional donde “lo caro es lo mejor”, “lo barato lo peor” y consecuentemente, esto último, nos puede arruinar la vida. La combinación, siempre imperfecta, de todos los productos que consumimos, evidencia la aseveración.
Alguien diría: “yo no me compraría ese gamulán para aparentar o para sentirme mejor”. En un plano inconsciente e íntimo esa persona se compra una crema dental costosa porque le gusta tener buen aliento y proteger sus dientes. Un televisor, una computadora, una cama, un colchón, un desodorante, una crema de enjuague, un paquete de arroz, uno de polenta, un disco compacto, una bebida. Algo, siempre, condiciona a la persona. En mi planteamiento, la singularidad, sería esto que ocurre “siempre” y seguirá ocurriendo “infinitamente”, con mayor o menor afección en cada persona.
Dar vueltas a la manzana, y retomar avenida Santa Fe iba a ser algo momentáneo. Hasta que en algún momento me decidiera a entrar al negocio. Como si un reloj de arena pequeño fuese girado en un instante anterior, y con el paso de los minutos, al caer la fina arenilla blanca, un pie mío estaría adentro del local, y el otro afuera, dudoso. Pese a todo entré.
Caminé sin mirar, enfocado en el pelado detrás del mostrador, que se reiría, como de costumbre. Me iba a decir algo y yo iba a reírme también. Señalaría con el dedo el gamulán de la vidriera, sin preguntar el precio. El peladito, sin que yo me diera cuenta, desplazaría el cartel y lo voltearía.
Dos mil pesos en doce cuotas, con interés. Se avecinaba un frío que ameritaba la compra. Se palpaba en el cielo, aunque en ese momento la temperatura no llegara a los diez grados. Gracias.
Con un pie afuera del local, vi otro tumulto de gente en la vidriera. Serían, esta vez, unas veinte personas. Algunas me atropellaron queriendo entrar. Me hice lugar, empujé. Otro cartel decía: “Lo barato sale caro” y fibroneado, “supuestamente”.
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Parte 1 del artículo «Lo barato sale caro».