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Borges: 200 miligramos cada ocho horas

LAURA CANO.

Los cuentos, creo, hay que tomarlos de a poco (dosis máxima de cuatro diarios), desgranándolos letra a letra y procurando no atragantarse con ellos. Uno los saborea y se queda con sus impresiones, dejando el tomo en la pila de libros de la estantería, donde reposan otras tantas lecturas. Te olvidas de él unos días y se vuelve a las cosas de siempre, a los viajes en metro, a la necesidad de explicaciones y al cansancio a la hora de meterse en la cama. Tal vez por el camino uno se atore de vez en cuando, por aquello de que hay que hacer frente a la realidad. Y entonces un día regresas a casa (si es que eres afortunado y en estos tiempos de pandemia consigues escapar de las tele-cosas) y ves de nuevo el libro, apacible y silencioso. Lo (re)tomas y surcas un cuento de principio a fin. Con eso, si uno se apura un poco, ya tiene aire para los próximos tres días.

Las ficciones son necesarias cuando a uno se le atraganta la realidad. Visto así, no es tan disparatado recetarse un cuento de Borges cada ocho horas, tal y como la gente toma cuatrocientos miligramos de paracetamol. Quizá sea porque, ahora que el ARN y las PCR están a la orden del día, todos nos creemos un poco médicos.

La prosa de Borges tiene ese extraño gusto lejano, y aun así confortable, que tienen las historias clásicas. Uno se acomoda allá donde puede —al fin y al cabo para leer no hacen falta instalaciones precisas— y se abre el libro. Haciendo un esfuerzo por estar desprevenido, uno deja que la ficción teja su tela de araña alrededor del cuerpo. Es Borges, todo es mentira e invención, el lector lo sabe, pero aun así, a medida que uno avanza, se descubre una sutil cinta de Moebius: la historia se retuerce hasta tal extremo que desemboca en una nueva realidad.

Las biografías imaginadas, las falsas notas al pie de página, la bibliografía de los manuscritos perdidos, los sueños concatenados, la evocación onírica de unas tierras lejanas. La ficción y sus artificios pueden opacar la realidad porque la realidad misma es un relato ficcional. Una narración interna que cada uno se cuenta a sí mismo a través de la consciencia y los recuerdos, sin que pueda llegar a distinguirse la realidad de lo imaginado o lo olvidado.

Borges lo sabe y lo defiende con la astucia de quien ya ha leído mucho. El arranque de Ulrica ̧ ese solitario y singular cuento de amor en su obra, nos da una valiosa pista para comprender el juego de la ficción: «Mi relato será fiel a la realidad, o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la realidad, lo cual es lo mismo». Sintetiza así la confusión que crea el cuento, cargado de elementos objetivos que nos convencen, al menos momentáneamente, de que todos los sucesos extraordinarios que narran podrían insertarse en nuestra realidad. En términos clínicos, diríamos que sus hechos, pese a ser inverosímiles, no producen rechazo.

Si se reflexiona un poco, para un ciudadano promedio, no existen hoy diferencias apreciables entre la biografía de Barbanegra y la de La viuda Ching, pirata (incluido en Historia Universal de la Infamia). Por tiempo, espacio y causalidad, poco importa que una tenga correlación con un personaje histórico y la otra sea pura invención de un hombre, que mucho después, escribe sentado en su escritorio de Buenos Aires. No quiere decir esto que debamos enloquecer todos como Don Quijote y armarnos para destruir molinos. En realidad se trata simplemente de una prueba de lo delicioso de jugar a difuminar los límites de la realidad.

Los cuentos de Borges se sitúan al borde de ese desfiladero, cobijando dos pensamientos que por norma consideraríamos antagónicos. Uno, racional y empírico, sembrado de precisiones genealógicas y topográficas. El otro, instintivo y legendario, que parece surgir de historias fantásticas y primitivas que flotan en la memoria colectiva. La aniquilación de cualquiera de los dos es imposible, por lo que ambos conviven en un pacto tácito del que somos testigos como lectores.

Borges —el profesor de literatura inglesa, no el escritor— dedicó parte de su trabajo a explorar diversas literaturas fantásticas. En parte, llegó a la conclusión de que existían motivos repetidos en todas ellas. Las metamorfosis, las profecías y los objetos mágicos, pese a tener su génesis en la combinatoria de la realidad, agotaban el género por reiteración.

Borges: 200 miligramos cada ocho horas

Pero la repetición, y sobre todo la automatización por repetición, es algo que el lector sufre en mayor medida que la literatura fantástica. Tal vez sea esto lo que reconforta de sus cuentos. Su especulación, ficcional y estética, construye detalle a detalle una realidad tangente y fugaz que se presenta como vía de escape al verdadero mundo del lector. Creo que, al fin y al cabo, estas narraciones son descendientes de ese epigrama, tan lindo y antipragmático tantas veces repetido por el propio Borges con voz tranquila y cadencia del sur: «Die Rose ist ohne warum; Sie blühet, weil Sie blühet [La rosa (es) sin por qué, florece porque florece]».

6 thoughts on “Borges: 200 miligramos cada ocho horas

  • Bravo!!! Muy buen análisis

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    • Interesante reflexión sobre los cuentos de Borges, el porqué de su invitación a la lectura… Pero más interesante aún es la profunda reflexión que emana de una inteligente (es evidente) lectora y de la imperiosa necesidad intelectual de leer….

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  • Tal cuál. Fantástico artículo

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    • Genial! Menos paracetamol y más Borges!

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  • Percepciones de un prisma bajo, el sol.
    I I parte.
    Filósofo andaluza. . . .
    El tiempo, que estancia, el vino, hace, de un Dador, lo que el viento, la escena, la tierna edición de el libro 📖 se escuña, en fantasías, y fantasmagórico goces. Fin. Fin. . Fin. . Bien. Fin. Etc, etc, etc… FIN. . .fin. .. Fin. Fin. .

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