I Am Not Your Negro (2016), de Raoul Peck
Por Miguel Martín Maestro.
American first… for the white people.
Hagamos un ligero ejercicio de ficción e imaginemos que Raoul Peck y James Baldwin fueran contemporáneos, que se han reunido para hacer esta película y denunciar la situación de la comunidad afroamericana en los Estados Unidos. Mantengamos la ficción hasta que comprobamos que Baldwin falleció en Francia en 1987 y Peck realizó su primera película precisamente en ese año. Por lo tanto nos encontramos ante la recreación de algo que pudiera haber sido posible pero que es el necesario elemento de distorsión con el que el director consigue hacernos creer que muy pocas cosas han cambiado en uno de los países de mayor tradición democrática del mundo, donde mayores y ejemplares han podido ser los avances en derechos fundamentales, pero donde todo aquello que se exporta es la imagen de un triunfador de color blanco, salvo que seas deportista y poco más. Es verdad que la situación de finales de los 50 y década de los 60 no es la misma que la de ahora, y Peck no lo oculta, pero la larva incrustada a lo largo de generaciones que han considerado a los norteamericanos negros como ciudadanos de segunda permanece en realidades tan incontestables como el porcentaje de presos en comparación con la población reclusa blanca, el porcentaje de condenados a muerte, el porcentaje de magistrados, congresistas, o simplemente el porcentaje de visibilidad que se da a una comunidad que, o vive como un blanco o se ve marginada en barrios periféricos en los que, periódicamente surge el estallido social ante un nuevo asesinato policial de un hombre de raza negra, otra de las realidades que permanecen inalterables en un país que sigue tratando peor a un porcentaje de su población por el simple hecho del color de su piel.
Peck toma el inacabado libro del escritor, poeta, pensador, activista negro James Baldwin, Remember This House para retratar la convulsa situación social de los EE. UU. de la década de los 60 sin perder de vista la realidad del presente, y lo consigue con las imágenes que se mezclan entre presente y pasado y la voz recitada y profunda de Samuel L. Jackson reflexionando sobre una realidad palpable. Es verdad que ya no hay linchamientos públicos, ejecuciones en medio del bosque ejemplarizando a los habitantes afroamericanos, pero sigue existiendo esa diferencia producida por la discriminación abominable que determina tu futuro por algo tan irracional como la raza. Peck, con la inestimable ayuda de un verdadero imán para la cámara a través de la palabra como es Baldwin, utiliza tres figuras públicas, de distinta significación e ideología, para mostrar las consecuencias de luchar por tus derechos siendo una minoría odiada en el país más rico del mundo. Medgar Evers, Malcolm X y Martin Luther King son los hitos del viaje sobre el que la palabra de Baldwin se superpone para demostrar lo que es ser negro en los EE. UU. y vivir con miedo, no sólo no sentirse diferente y maltratado, sino respirar el intenso olor que genera el terror de enfrentarte al sistema y a sus brazos ejecutores, cuando no, contar con la impagable ayuda de bestias humanas capaces de corear consignas propias del nacionalsocialismo contra el que el país acababa de luchar, entre las que siempre podrá salir alguno aún un punto más violento que tome las armas para defender a “la nación blanca”. Evers en 1963, Malcolm en 1965 y Martin en 1968 fueron asesinados por el simple hecho de conseguir, o tratar de conseguir, con diferentes armas, con diferentes modelos, la integración igualitaria de los miembros de su comunidad racial en el país. Activista civil el primero, luchador en el estado de Mississippi para que los negros consiguieran acceder a la universidad y se acabara con la educación segregada (pavorosas las fotografías de esos primeros valientes que decidieron hacer valer su derecho rodeados de energúmenos idiotizados que demostraban su inferioridad mental pese a creer lo contrario), y religiosos los segundos con distinto punto de vista sobre cómo abordar la relación con un estado represor y violento. Desde la no violencia de Martin al ojo por ojo de Malcolm y sus panteras negras, cada uno de ellos fue siendo abatido por un sistema dispuesto a no ceder su supremacía en todos los terrenos y a señalar cómo pensaba premiar a aquellos que hicieran de portavoces y líderes de, entonces, la segunda comunidad racial en EE. UU.
El propio Baldwin era otro damnificado más, pero un damnificado de los dispuestos a luchar y convencer, hacer ver que el origen del país es el mismo para un blanco y para un negro, que la historia es común para ambos, que todos son hijos y hermanos de una misma realidad. Asqueado de su condición de negro en Harlem, se marchó a vivir a París en 1948 para sentir la verdadera libertad de caminar por las calles, relacionarse abiertamente, no tener que sentir miedo de un uniforme o de un grupo de encapuchados dispuesto a dar un escarmiento o, directamente, a asesinar. Pero del mismo modo que al activista y escritor le dolía comprobar cómo esos estudiantes llegaban a sus centros solos, escoltados o no por el ejército y la Guardia Nacional, sin que el resto de la comunidad negra les apoyara y les diera fuerza, su cómoda situación en Europa le llevó a volver a los EE. UU. para denunciar la realidad de lo que se vivía en el país. Estremece oírle hablar con tanta claridad, con tanta capacidad de argumentar, con tanta precisión rebatir a filósofos enfrentando pensamientos ajenos a la realidad con el hecho concreto de la segregación diaria y la violencia represora, pero tanto, o más duele, comprobar que los argumentos, pensamientos y obras de Baldwin dialogan perfectamente con las imágenes de brutalidad policial que día tras día se cometen en aquel país. Es un logro del director demostrar la vigencia absoluta del discurso reivindicativo de todos estos activistas muertos, desplazados, perseguidos, detenidos, golpeados, enfrentando ese mundo de los años 60 con las imágenes del siglo XXI. A las fotos de negros colgando de los árboles pueden sucederle fotos de jóvenes disparados por la policía, brutales palizas policiales sin freno y que responden a ese sustrato degenerado que confunde ser mejor con el color de la piel.
También Peck da un espaldarazo al mundo del cine, porque en el fondo estamos ante una película. Cuando todo un país se convulsiona reclamando la ampliación del reconocimiento de derechos a todos sus habitantes, reconforta comprobar cómo hay personas que, sin sentirse directamente discriminadas, se sienten lo suficientemente humilladas como personas para dar el paso de mostrarse públicamente al lado de los perseguidos y los hundidos y no salvados. Personajes dispares e ideológicamente tan opuestos como Brando y Heston aparecen juntos reclamando esa igualdad natural en el ejercicio de los derechos civiles, la supresión de realidades tan inimaginables en plenos años 60 como entradas diferentes para negros y blancos en el cine, autobuses segregados, educación… El cine sirve para denunciar y también para tomar posición. La de Peck es valiente cinematográficamente y necesaria en un país creado sobre la violencia y por la violencia, que, al mismo tiempo, es el padre y promotor del constitucionalismo moderno y la construcción teórica del mundo de las libertades individuales. Un país de contrasentidos y grandes injusticias que no termina de ser capaz de desprenderse de un racismo estúpido cuando su población es abiertamente multicultural. «Querías ser un vaquero como Gary Cooper, y resulta que al salir a la calle eras el indio», eso pensaba Baldwin, y pasadas las décadas, sigue sucediendo.
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Un excelente artículo con un concreto contenido. Sin repudios, sin ofensas, sin excusas, sólo poniendo un espejo ante nuestras narices.
Repito, me parece un trabajo excelente.