DESCARTES ( I )
Por JUAN CARLOS VICENTE. La subió en brazos hasta la casa. Era ligera, no más de 45 kilos. La soltó en la cama dormida, agotada tras el esfuerzo, estaba sucia y ensangrentada como una recién nacida.
De madrugada se despertó y comenzó a vagar por las habitaciones. Encendió luces, abrió armarios y alacenas, cajones llenos de piezas inservibles de antiguas máquinas (. . . )y facturas guardadas en carpetas de cartón azul. Sacó vasos y cubiertos de los muebles de la cocina y los ordenó uno tras otro sobre la encimera. Cuchillos, tenedores y cucharas, vasos de tubo, jarras de cerámica y otras de cristal oscuro. Luego volvió al salón y vació las estanterías de libros y objetos decorativos, de imágenes enmarcadas de trabajos realizados años atrás en (. . .). Fue a la despensa y cogió una botella de lejía para limpiar todo lo que había sacado, también varios trapos para humedecer y secar, para lustrar fotografías y libros. Estaba fuera de sí, desconcertada ante la sumisión mostrada frente al caos de los acontecimientos, incapaz de retomar el control en ese preciso instante.
El conflicto estaba en los objetos. La historia de los objetos nos sobrevivía, finalmente eran ellos los que nos poseían. Necesitaba higienizar ese pensamiento, desnudarlo del artefacto del aprendizaje para sobreponerse.
Ella estaba sentada en el suelo de la cocina, en el centro, con los cuchillos a su alrededor, rodeándola con las puntas señalando hacia su cuerpo. La levantó y la metió en la ducha. No hacía nada, las articulaciones rígidas, pegadas al contorno de sus caderas. Tuvo que arrancarle la ropa a tirones. Abrió los grifos y con una esponja frotó su cuerpo. Se había vuelto totalmente dócil, inerte.