Dashiell Hammett o cómo crear la nueva novela negra
Por Nabor Raposo
Más o menos desde el final de la Prohibición, y hasta bien entrados los años sesenta, el Stork Club de la 53 con la Quinta Avenida albergaba las reuniones de lo que podríamos calificar como la alta sociedad neoyorkina; cuanto menos, el local estaba lleno de gente interesante, sobre todo si uno está acostumbrado a disfrutar con las decepciones. Allí se daban cita escritores, estrellas de cine y aristócratas haciendo lo que mejor sabían: beber y pelearse. Según cuenta Lillian Hellman en Mujer inacabada (Argos Vergara, 1978), sucedió una tarde de 1939, cuando Ernest Hemingway se sentó en la misma mesa que Dashiell Hammett, el compañero de Hellman durante treinta y tres años, ocupaba en el Stork. Después de que Hammett le advirtiera a Hemingway de que “no siempre me gusta que me sermoneen”, el autor de Fiesta comenzó a ponerse más pesado de lo habitual (mejor dicho, a fanfarronear como hacía casi siempre que se emborrachaba), retando a Hammett de manera más bien infantil con absurdas demostraciones de fuerza. Hammett, que ante situaciones como aquella solía mostrarse más bien reservado, intentó abandonar el local, pero ante las insistencias de Hemingway, tuvo que zanjar el asunto como bien pudiera haberlo hecho cualquiera de sus personajes, como el agente de la Continental o Sam Spade. “¿Por qué no te haces de nuevo el matón con Fitzgerald?”, le espetó, donde más duele. “Es una lástima que no sepa lo bueno que es. El mejor”.
Un derechazo directo a la mandíbula: sincero, conciso, tajante y hasta cierto punto temerario; atributos que distinguen al clásico detective de novela negra cuyos patrones él cortó por vez primera, sacándose de la manga una nueva manera de concebir la literatura policíaca: desde el comisario Maigret de Georges Simenon a Jimmy McNulty, última celebridad de una estirpe de detectives en cuya nómina bien podríamos incluir a Philiph Marlowe, Tom Ripley o Easy Rawlings: todos están en deuda con Hammett.
En Cosecha roja (1929) Hammett, de cuya muerte se acaban de cumplir cincuenta años, se sacude de un plumazo un gran número de códigos que daban cuerpo e identidad a la novela policíaca. El detective encargado del asunto, el agente de la Continental, deja de ser el exitoso investigador que resuelve el misterio gracias al ingenio y a su talento como observador e intérprete de las pistas que va dejando el criminal para convertirse en un individuo gris, opaco, que se zambulle de lleno en las alcantarillas de la sociedad para tratar con toda clase de gangsters, mequetrefes y demás personajes de mala vida dominados por el vicio o las pasiones más bajas, sin que la ética suponga un problema a la hora de conseguir testimonios en un mundo donde la extorsión y el chantaje suelen ser métodos eficaces para conseguir cualquier tipo de propósito. Cosecha roja es una novela trepidante, que avanza tan rápido como el dolor que sube de un puñetazo en el estómago, a golpe de diálogo; una trama salpicada de muertes, dobles intenciones y propósitos oscuros, donde ni la voluntad del cliente es motivo suficiente para detenerse ante la matanza que supone poner en orden el orden mismo de la Justicia, en una ciudad en la que se respira el veneno del crimen.
Un año después, en 1930, Hammett publicó El Halcón Maltés, creó a Sam Spade y la novela negra cambiaría para siempre. Logró describir la frontera difusa que hay entre el bien y el mal, la virtud y el vicio, el amor y el odio. Proporcionó una buena dosis de humanidad a los personajes, haciéndolos descarnados, obsesivos, melancólicos. Él también fue detective en su vida real, con un distorsionado sentido del deber (se alistó en la II Guerra Mundial a pesar de tener un efisema) y una lealtad a prueba de balas (pasó medio año a la sombra por no delatar a un par de compañeros del Partido Comunista, del que era simpatizante, durante la Caza de Brujas llevada a cabo por Joseph McCarthy en los años cincuenta). Sus sufrimientos eran un asunto privado en los que nadie debía inmiscuirse y su modo de parecer un tipo duro consistía siempre en burlarse de las dificultades o del dolor. Fue un hombre generoso, venció al alcohol.
–Háblame de la chica de San Francisco –le pedía Hellman–. La tonta que vivía al otro lado del pasillo, en Pine Street.
–Vivía al otro lado del pasillo en Pine Street y era tonta.
Ese era Dashiell Hammett. Así son sus novelas. Así es, o debe ser, el género negro desde que él lo cambió para siempre.
Dormir con un libro de Hammett es como dormir con una pistola debajo de la almohada.