El mal ajeno (2010): corrección médica.

Por Álvaro Tostado.

 

Resultaría injusto valorar El mal ajeno (2010)por la película que pudo haber sido, y no por la que es. Cuando a principios de los años ochenta Steven Spielberg fundó Amblin, es probable que ni siquiera él mismo fuera consciente del daño que estaba haciendo a las nuevas generaciones de cineastas, auspiciando bajo su ala a una auténtica legión de aspirantes a Spielberg que no sólo pretendían obtener el éxito de su nuevo mesías, sino que esperaban hacerlo mediante el empleo de las mismas herramientas –a saber, el apropiamiento de géneros populares y las emociones del respetable público en el punto de mira-. El resultado ya lo conocemos: algunos –pocos- nombres para la historia –Joe Dante, Robert Zemeckis; sólo el talento sobrevive- y la progresiva infantilización de Hollywood, que aún hoy seguimos padeciendo.

 

El estreno ahora de El mal ajeno en nuestro país, intensa y solvente ópera prima de Oskar Santos, supone una versión a pequeña escala de este mismo fenómeno. Donde antes decíamos Spielberg, colóqueseme a Alejandro Amenábar, y en vez de Zemeckis tenemos a Santos. La cuestión no es si El mal ajeno es una buena o mala película. La cuestión es si el camino escogido para desarrollar su interesante premisa –médico que adquiere el don de sanar a sus pacientes- era o no la adecuada y, sobre todo, si no existían otras.

 

Uno no puede dejar de imaginar qué habría sido de esta idea de haber caído en manos de un cineasta con verdadera vocación por lo oscuro, más preocupado por indagar en las fisuras del alma humana con perversa precisión -la idea sugiere una disección de la individualidad moral y emocional de los individuos en el siglo XXI- que por complacer al público mediante la vía de las emociones más o menos blancas. Para entendernos: un cineasta que decidiera arriesgarse divorciándose de los postulados de su productor.

 

Lo que tenemos, en cambio, es un producto perfectamente facturado para el gran público, rodado con altibajos pero con escenas, como las set pieces que son, que denotan una encomiable garra. Oskar Santos aprueba con nota su ingreso en el club de los cineastas comercialmente fiables –junto al mismo Amenábar o J.A. Bayona-, adquiriendo sus mismas debilidades –realización impersonal, tendencia al subrayado musical en exceso, construcción débil de algunos de sus secundarios-, pero también sus fortalezas –asunción de la dramaturgia en su forma más clásica, profundo conocimiento del oficio, sentido del ritmo más o menos afinado-.

 

Con El mal ajeno los productores españoles están de enhorabuena, así como buena parte del público. Nada que objetar a eso, pero a nuestro cine fantástico le sigue faltando su propio Cronenberg, su propio Lynch.

 

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