Una nueva forma de escribir: John Ashbery y John Cage
Por Luis Franjo.
En 1951 John Ashbery atravesaba un periodo de sequía creativa, pero el día de Año Nuevo de 1952 John Cage, el controvertido y vanguardista compositor de 4’33’’, dio un concierto al que asistió el poeta y en el que interpretó la pieza Music of Changes. Después del concierto, Ashbery comentaría que había percibido el potencial para escribir de una nueva forma. Esto fue lo que escuchó:
[youtube]http://www.youtube.com/watch?v=qOwcpjr9wFA[/youtube]
Diez años después aparecería el segundo libro de poemas que Ashbery entregó a la imprenta y al que llamó El juramento de la pista de frontón (Editorial Calambur), rompiendo radicalmente con la poesía de su anterior y prometedor poemario Algunos árboles. La técnica que John Cage utilizó para llegar hasta su pieza musical le permitía crear algo así como composiciones de “azar-controlado”, etiqueta que le viene como anillo al dedo al estilo con el que John Ashbery elaboró las composiciones poéticas más importantes de su segundo libro, piedra angular de su poesía que más tarde le convertiría en uno de los poetas vivos más conocidos a nivel mundial y probablemente el más influyente. Aún hoy, esa nueva forma de escribir de la que Ashbery fue capaz después de aquel concierto sigue provocando un cierto eco de extrañeza e incomprensión. Y no es para menos.
¿Escribir de una nueva forma? Hace cincuenta años por lo menos debieron pensar eso, con la penosa consecuencia de lo poco que suele gustar a los críticos que les rompan los esquemas. Por citar alguna crítica, Mona Van Duyn escribió: “si un estado de constante exasperación, de expectativas siempre frustradas (…) es respuesta suficiente a un libro de treinta y un poemas (…] debo modificar mi noción de poesía”. Por no hablar de que el académico literario por excelencia, S. A. el Ilmo. Dr. Don Harold Bloom lo calificó de “terrible desastre” y comparó ácidamente el libro con una “ciénaga”, llegando a decir de él que era un libro innecesario. Pero, como hemos aprendido, si un libro, por el milagro divino de las manos que lo escribieron más ese providencial empujón(cito) de algún valiente editor, resiste y sobrevive al escarnio de tan altivas y punzantes voces, el libro (ya santo) acabará (y en este caso así acabó) por estar considerado como una gran obra, y de las más influyentes, si no la más, en la poesía norteamericana de la segunda mitad del siglo XX.
Y es que los esquemas se rompen y mucho (pero no sin razón) al leer El juramento de la pista de frontón. Collages, cut-ups, técnicas que mutilan buena parte del lado semántico del lenguaje, elipsis, destrucción de la linealidad temporal… Mucho debe la estética de Ashbery al expresionismo abstracto que conoció de Pollock o a los collages de Rauschenberg. Lo que Ashbery hace es dar un golpe en la mesa y como un ácrata convencido se aleja de cualquier tradición o corriente poética creando su propia vanguardia. Desde esa nueva forma de poetizar y con la rabia precisa en el golpe, se atreve con la democracia de la América que le tocó vivir, la misma que perseguía su homosexualidad y que entonces pudo plasmar en sus versos, pero también descarga contra los medios de comunicación o los best-sellers que, a su juicio, están acabando con el valor de la palabra a fuerza de un uso banal y abusivo del lenguaje. Y por supuesto, como poeta nos habla a su manera también del amor o del recuerdo bucólico de su infancia como salvación. En sus propias palabras, Ashbery explica que él habla “sobre la experiencia de la experiencia” y todo devolviendo a la palabra su dignidad perdida. A veces, entre versos, nos recuerda lo que va haciendo para no perdernos y nos va dando pequeñas dosis de aliento semántico:
“Me limitas a lo que digo.
El sentido de las palabras tiene
un movimiento hacia atrás, que me clava
al modo de luz diurna de mi declaración”.
El juramento de la pista de frontón es un libro para dejarlo cerca cuando se termina, que parece seguirse escribiendo continuamente, un libro donde descubres a cada paso nuevas texturas y colores extraños y donde la sensación de extrañeza nos obliga a ser pacientes. El suceso en sí no importa, lo que importa es vivirlo como lo hace Ashbery y vivirlo a secas, sin extraer conclusiones satisfactorias. Es así un libro que es un desafío a un mundo fundamentalmente semántico, pero con recompensa, donde las experiencias no se van haciendo y creando, levantando preciosos castillos delante de nuestros ojos, sino que más bien esas mismas experiencias se van deshaciendo y descomponiendo lentamente delante de nuestras narices.