"El sabor del cloro", de Bastien Vivès
Por Roberto Bartual
Aunque El sabor del cloro no es estrictamente una novedad editorial, la reciente publicación de otras obras de Bastien Vivès como Amistad estrecha o el segundo volumen de Por el imperio, nos invita a revisar el que probablemente es el título más conocido de este jovencísimo autor francés. El sabor del cloro le valió a Vivès el premio al autor revelación del Festival de Angulema en 2009. Y con razón, pues en este álbum su autor demuestra una habilidad narrativa poco común que le permite lograr algo bien difícil: mantener al lector enganchado a una historia en la que no ocurre prácticamente nada. La premisa de El sabor del cloro es mínima. Su protagonista acude todos los miércoles a una piscina cubierta por recomendación de su fisioterapeuta y allí conoce a una joven nadadora con la que, poco a poco, semana a semana, irá entablando amistad. Los diálogos son escasos y la acción no va mucho más allá del entrar y salir en el agua, hacer unos largos, solo o acompañado, y visitar al fisioterapeuta, en cuya consulta se pausa el relato para que éste pueda respirar entre chapuzón y chapuzón. Ni que decir tiene que en algún punto de esta rutina, el protagonista, quizá alter-ego de Vivès, empezará a enamorarse de la bañista, lo cual no deja de tener su mérito, no porque sea especialmente difícil ligar en una piscina, que seguro que lo es, sino porque ni el protagonista ni su amiga verbalizan nunca lo que sienten, lo cual obliga al lector a adivinar las emociones de ambos a través de sus gestos corporales.
En la precisión con que dichos gestos quedan reflejados en las viñetas reside el mayor valor de El sabor del cloro. A veces parece como si Vivès estuviera reproduciendo fotografías tomadas a bañistas en movimiento, tal es la exactitud en la posición de las piernas, la forma de doblar el codo o de inclinar la mano. Lo mismo podemos decir de los gestos que delatan el acercamiento de la pareja protagonista: unas manos apenas tendidas que no se atreven a tocar, una sonrisa ambigua, un torso que se impulsa impaciente hacia la superficie para coger aire, deseoso de volver cuanto antes a ese espacio de indecisión romántica que ambos personajes han creado bajo el agua. El gesto es el rey en El sabor del cloro, lo cual, al contrario de lo ocurre en el cine, no es muy común en el cómic. Ni siquiera maestros del cómic “mudo” como Hendrik Dorgathen o Jason suelen hacer del lenguaje corporal el principal mecanismo para dar a entender lo que piensan sus personajes. Chris Ware es quizá, junto con Bastien Vivès, uno de los pocos autores que se han atrevido, como Bresson en el cine (o la cada vez más espléndida Sofía Coppola), a hacer del rostro y el cuerpo humano la premisa central de sus historias. Y es en esta comparación donde aparece el único “pero” que podemos podenerle a El sabor del cloro. Vivès se deja llevar demasiado por el poder sugestivo del gesto. En la obra de Ware, en la de Bresson, en la de Coppola o incluso en la del mejor Eastwood, el gesto es un síntoma de la narración, una manifestación del peso del pasado, de la psicología de los personajes y de otros datos que, sin ser explícitos, el autor tiene siempre en mente de antemano. En El sabor del cloro, sin embargo, muchas veces da la sensación de que Vivès no tiene del todo claro quiénes son sus personajes o por qué actúan como lo hacen, dejando que sea el lector quien decida estas cuestiones. No deja de ser, por tanto, una narración con trampa, aunque la absoluta indefinición del gesto de Vivès habrá a quien le parezca un recurso perfectamente legítimo a la hora de involucrar creativamente al lector en la historia que las imágenes están contando. En resumen, una obra y un autor de lo más recomendables.
Roberto Bartual (roberto_bartual@hotmail.com)
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