Newton y otros olvidos
Por Carlos Javier González Serrano.
En 1687, y a instancias de su amigo Edmond Halley, Newton publicó sus descubrimientos en física y cálculo matemático en una obra que tituló Philosophiae Naturalis Principia Mathematica o Principios matemáticos de la Filosofía Natural. Esta obra marcó un punto de inflexión en la historia de la ciencia. Su publicación se había retrasado enormemente dado el temor de Newton a que otros intentaran apropiarse de sus descubrimientos; es conveniente tener en cuenta el carácter introvertido del autor a la hora de enfrentarse a la lectura de los Principia.
En el campo de la mecánica recopiló los hallazgos de Galileo y enunció sus tres famosas leyes del movimiento. De ellas pudo deducir la fuerza gravitatoria entre la Tierra y la Luna y demostrar que ésta es directamente proporcional al producto de las masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia, multiplicando este cociente por una constante denominada de gravitación universal. Tuvo además la intuición de generalizar esta ley a todos los cuerpos del universo, con lo que esta ecuación se convirtió en la afamada ley de gravitación universal.
Keines se refiere así a Newton: «Fue el último de los magos, el último de los babilonios y los sumerios, la última gran mente que contempló el mundo visible e intelectual con los mismos ojos que aquellos que empezaron a edificar nuestra herencia intelectual hace poco menos de 1.000 años».
Y es que en Newton damos con una suerte de variante alquimista o pseudomágica. En el “Escolio general” de Newton a esta obra de la que hablamos, podrán leer algo que seguro les desconcentará; parafraseando las palabras del inglés leemos más o menos lo siguiente: no debemos suponer que simples causas mecánicas puedan ser causa de movimientos tan regulares.
Sé que no descubro nada nuevo, pero este carácter -quizá- providencial que Newton atribuye a algunos movimientos bien podría remitir al ámbito cuasi teológico-transcendente. Y no sólo eso, sino que llegará a afirmar: «De la ciega necesidad metafísica, que es también la misma siempre y en todo lugar, no surge ninguna variación de las cosas». ¿En qué quedamos?
Newton es universalmente reconocido como uno de los fundadores de la ciencia moderna. Es el autor del primer sistema de la física teórica –es decir, la mecánica– desarrollado sobre la base de una concepción grandiosa y unificada del universo que toma forma en las ideas de espacio y tiempo absoluto, en las tres leyes del movimiento de los cuerpos conocidas como las tres leyes de Newton– y en la ley de la gravitación universal.
En la Critica de la razón pura, Kant planteó que tiempo y espacio no eran conceptos objetivos deducidos de observaciones de objetos materiales, sino que constituían en conjunto un aparataje innato a los hombres. De hecho, todos los conceptos de la geometría se derivarán -desde esta perspectiva- de observaciones de objetos materiales. Uno de los logros de la teoría de la relatividad general de Einstein fue precisamente desarrollar la geometría como una ciencia empírica, cuyos axiomas se deducen de mediciones reales, y difieren de los axiomas de la geometría euclídea clásica, que se suponía -incorrectamente- que eran puros productos de la razón deducidos únicamente de la lógica.
Durante todo el siglo XVIII la ciencia estuvo dominada por las teorías de la mecánica clásica; un hombre –objeto de este breve artículo- puso su sello definitivo a la época. Es bien conocido el dictado de A. Pope: «La naturaleza y sus leyes estaban en la oscuridad: Dios dijo ‘que sea Newton’, y se hizo la luz».
Newton concebía el tiempo fluyendo en una línea continua en todas partes. Incluso si no hubiese materia, habría un entorno de espacio y el tiempo fluiría “a través” de él. El entorno espacial absoluto de Newton estaba lleno de “éter”, a través del cual fluían las ondas de luz. Newton defendía que el tiempo era como un inmenso contenedor dentro del que todo existía y cambiaba (de ahí que, en Newton, las cosas se dan en el tiempo).
Las teorías mecanicistas que dominaron la ciencia durante dos siglos después de Newton fueron seriamente desafiadas en el campo de la biología por los descubrimientos revolucionarios de Charles Darwin. Su teoría de la evolución (de)mostró que la vida podía originarse y desarrollarse sin necesidad de intervención divina, es decir, sobre la base de las sabias leyes de la naturaleza. A finales del siglo XIX, L. Boltzmann ponía en juego la idea de “la flecha del tiempo” en su segunda ley de la termodinámica. Esta imagen – a mi modo de ver sorprendente- ya no presenta el tiempo como un ciclo sin fin, sino como una flecha, como un vector, que se mueve en una sola dirección. Tal teoría asume que el tiempo es real y que el universo se halla en un proceso de cambio continuo, como hace un par de milenios expresaba Heráclito (¡un filósofo!, de esa gente que no sirve…).
Casi medio siglo antes de los trabajos de Darwin, Hegel se había anticipado no sólo a aquél, sino también a muchos otros descubrimientos de la ciencia moderna. Desafiando decididamente las afirmaciones de la mecánica newtoniana que dominaba por aquel entonces, Hegel adelantó una visión dinámica del mundo, basada en los procesos y en el cambio a través de contradicciones. Las brillantes anticipaciones de Heráclito fueron transformadas por Hegel en un sistema completamente elaborado de pensamiento dialéctico.
La grandeza de Einstein fue ir más allá de estas abstracciones y revelar su carácter relativo. Sin embargo, el aspecto relativo del tiempo no era nuevo. Hegel ya lo había analizado profundamente en su Fenomenología del espíritu, donde explica el contenido relativo de palabras como “aquí” y “ahora”.
Leer a Newton es un placer intelectual y literario, tanto por la estructura de sus escritos como por el contenido que allí se trata; sin embargo, la lectura no siempre se hace fácil, teniendo que volver y revolver sobre epígrafes anteriores para entender algún otro que estaba mucho más adelante. Además, expresarse en términos de Newton –aún siendo términos actuales- no es tarea sencilla y mucho menos baladí, pues jugar con sus palabras es hacerlo con profundos pensamientos -que quizá se me escapan de las manos.
Aún así, el “inmiscuirse” en aquellos genios del pasado es y será un gran placer para los que –todavía- creemos en el poder de la Ciencia y Filosofía como configuradoras del pensamiento del hombre en la Historia.