Entre la ciencia y la literatura
Por Carlos Javier González Serrano.
Escribía Larra en su artículo “Vuelva usted mañana”, que «tal es el orgullo del hombre, que más quiere declarar en alta voz que las cosas son incomprensibles, cuando no las comprende él, que confesar que el ignorarlas puede depender de su torpeza». Para no extenderme demasiado, tan sólo me referiré a dos autores de la denominada “Generación del 98”: Miguel de Unamuno y Pío Baroja, apoyándome principalmente en las obras Del sentimiento trágico de la vida y Amor y pedagogía –del primero de ellos- y El árbol de la ciencia –del segundo. De esta manera, intentaré rehuir –en pos del ensalzamiento nacional, por así decir- interpretaciones harto desarrolladas y tratadas en torno a títulos del corte de Un mundo feliz de Huxley. El objetivo de este breve artículo será el de conjugar, por un lado, el papel conjunto –si lo hubiere- que la ciencia y la literatura ejercen sobre lo social, y seguidamente, proponer una serie de límites que ambas disciplinas han de tener en cuenta a la hora de poner en práctica la ambición de comprenderse la una a la otra. Así, y poniéndolo en forma interrogativa, podríamos cuestionarnos: ¿caminan ciencia y literatura de la mano, encaramándose y observando la realidad desde el mismo horizonte, o constituyen más bien dos miradores de orientaciones, si no opuestas, cuanto menos divergentes y de distinto nivel? ¿Hasta qué punto la una se acopla a las exigencias de la otra?, y en tal caso, ¿quién rinde pleitesía a quién?
En Amor y pedagogía, Unamuno expone el caso de un padre que decide inocular en su hijo todo tipo de enseñanzas eruditas con el fin de que éste llegue a ser un genio. El saldo que arrojará este proceso, sabido por todos, será el del suicidio del hijo ante su ineptitud a la hora de aprehender los rasgos más característicos de lo humano. Unamuno contrapone en su novela las características vitales (lo que podríamos llamar “experiencia de vida”) a lo meramente científico. En Del sentimiento trágico de la vida Unamuno explica: «… pero esos raciocinios no me hacen mella, pues son razones y nada más que razones, y no es de ellas de lo que se apacienta el corazón. No quiero morirme, no, no quiero ni quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí, y por esto me tortura el problema de la duración de mi alma, de la mía propia. Yo soy el centro de mi universo…». De esta manera, sospechamos -de la mano de Unamuno- que existen instancias a las que la mera razón “razonadora” –silogística- no puede acceder -si no es mediante la vida misma. Así, la ciencia –imbuida de razón- es incapaz de llegar, paradójicamente- a las razones últimas de nuestro existir, y por ello el fracaso del padre que se deja notar en Amor y pedagogía.
De forma análoga, Baroja plantea en El árbol de la ciencia: «después comenzó la lectura de Parerga y Paralipomena, y le pareció un libro casi ameno, en parte cándido, y le divirtió más de lo que suponía. Por último, intentó descifrar La crítica de la razón pura. Veía que con un esfuerzo de atención podía seguir el razonamiento del autor como quien sigue el desarrollo de un teorema matemático; pero le pareció demasiado esfuerzo para su cerebro y dejó Kant para más adelante, y siguió leyendo a Schopenhauer, que tenía para él el atractivo de ser un consejero chusco y divertido». Ambos autores –Unamuno y Baroja- parecen otorgar cierta primacía de lo vital frente a lo meramente racional, y en este sentido la literatura puede constituir una ayuda aventajada con respecto a la ciencia; porque si bien aquélla puede encumbrarse frente a ésta y hablar de ella libremente formulando hipótesis más o menos coherentes, sin embargo, la ciencia no puede hablar de la literatura como si fuera ésta un campo objetivo, repleto de leyes objetivas que no deben ser eludidas. Incluso podemos observar esto en el propio Aldous Huxley, en una obra a la que no se presta mucha atención (La filosofía perenne): «Y no son los cambios fisiológicos o intelectuales del ser del conociente los únicos que afectan su conocimiento. Lo que sabemos depende también de lo que, como seres morales, decidimos hacer de nosotros mismos […]. La Filosofía Perenne se ocupa principalmente de la Realidad una, divina, inherente al múltiple mundo de las cosas, vidas y mentes. Pero la naturaleza de esta Realidad es tal que no puede ser directa e inmediatamente aprehendida sino por aquellos que han decidido cumplir ciertas condiciones haciéndose amantes, puros de corazón y pobres de espíritu».
De este modo podemos afirmar que la literatura tiene cierta ventaja sobre la ciencia a la hora de adentrarse en los misterios últimos de la vida del hombre, y de la mano de ella, la filosofía. Podemos hablar de la vida como un todo inexplicable objetivamente –científicamente-, y sin embargo comprensible subjetivamente en sus formas más inexplicables: tal es la paradoja del hombre. Para terminar, introduzco una cita de Ortega que ordene todas estas ideas: «Sería la ambición postrera de la filosofía llegar a una sola proposición en que se dijera toda la verdad. Así las mil y doscientas páginas de la Lógica de Hegel son sólo preparación para poder pronunciar, con toda plenitud de su significado, esta frase: “La idea es lo absoluto”. Esta frase, en apariencia tan pobre, tiene en realidad un sentido literalmente infinito. Y al pensarla debidamente, todo este tesoro de significación explota de un golpe y de un golpe vemos esclarecida la enorme perspectiva del mundo. A esta iluminación máxima llamaba yo comprender» (Meditaciones del Quijote).