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«Vikingos»: El crepúsculo de los ídolos

Por Carlos Ortega Pardo.

Con cuantos altibajos se quieran, por otra parte lógicos, dado el número de temporadas —seis, que son ocho—; tal como sucediera con otras grandes series —de Los Soprano (The Sopranos, 1999-2007) a Juego de tronos (Game of Thrones, 2011-2019), pasando por The Wire (ídem, 2002-2008) o Mad Men (ídem, 2007-2015)—, se ha acabado Vikingos y nos hemos quedado un poco huérfanos.

La más célebre creación de Michael Hirst —que no su obra maestra, honor que, a mi juicio, sigue correspondiendo a Los Tudor (The Tudors, 2007-2010)— arrancó hace ocho años con un presupuesto minúsculo, sobre todo en comparación con los dispendios realizados a raíz de empezar a recabar los parabienes de la audiencia. Así, la primera temporada, próxima a una docuficción del Canal Historia —de hecho, su distribuidor original—, contaba con un diseño de producción peligrosamente austero y un villano encarnado por un Gabriel Byrne de opereta, a la satisfacción de cuyos emolumentos debió de dedicarse, encima, buena parte de los exiguos recursos financieros disponibles.

Por suerte, para Vikingos y para sus espectadores, el cuarteto integrado por los entonces desconocidos Travis Fimmel, Katheryn Winnick, Gustaf Skarsgård y Clive Standen —intérpretes, respectivamente, de Ragnar, Lagertha, Floki y Rollo— derrochaba un carisma arrollador. Como en la trillada gráfica de la oferta y la demanda, las curvas de carisma y presupuesto se cruzaron, estableciendo un glorioso punto de equilibrio, a lo largo de la segunda y la tercera entregas. A partir de entonces, y con los sucesivos mutis por el foro de los miembros de aquel simpático cuadro, la serie entraría en un declive no demasiado acusado, pero sí sostenido, hasta una temporada final en dos partes a cuál más decepcionante. Las generosas inyecciones económicas —rayanas, de hecho, en el dopaje olímpico soviético— no lograron hacer remontar el vuelo de unas historias que se resentían indefectiblemente de la ausencia de sus luminosos protagonistas primeros. En comparación, los Bjorn Ironside, Ivar el Deshuesado, Ubbe Ragnarsson y Harald Cabellera Hermosa palidecen sin remedio. Eso sí, sus sobrenombres son un auténtico must, sobre todo el de este último.

Con todo, insisto, Vikingos se ha erigido merecidamente en un hito de eso dado en llamar —a mi juicio, un tanto abusivamente— Edad de oro de la TV; si no al nivel de los referentes antedichos, sí en tanto generadora de una iconografía inconfundible —el muro de escudos, las shieldmaidens, el águila de sangre, etc.—, así como una reivindicación (post) moderna y desromantizada, o deswagnerizada, de aquellos fieros navegantes —y dedicados granjeros y amantísimos esposos y padres, entre otras virtudes tradicionalmente obviadas— que aterrorizaron el orbe durante la Alta Edad Media. Todo lo cual en un formato sumamente entretenido, porque a la medida combinación, marca de la casa, de erotismo y maquiavélicas intrigas palaciegas suma Hirst una docena larga de salvajes batallas, pródigas en hemoglobina, amputaciones y jolgorio berserker. En fin, un chaparrón de hachas, barbas e hidromiel que ha amainado para siempre y que, a la vista de la deriva del medio, probablemente no se vuelva a desatar.

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