“Travesuras de la niña mala”, de Mario Vargas Llosa [Afaguara]
¿Cuál es el verdadero rostro del amor? Ricardo ve cumplido, a una edad muy temprana, el sueño que en su Lima natal alimentó desde que tenía uso de razón: vivir en París. Pero el rencuentro con un amor de adolescencia lo cambiará todo. La joven, inconformista, aventurera, pragmática e inquieta, lo arrastrará fuera del pequeño mundo de sus ambiciones. Testigos de épocas convulsas y florecientes en ciudades como Londres, París, Tokio o Madrid, que aquí son mucho más que escenarios, ambos personajes verán sus vidas entrelazarse sin llegar a coincidir del todo. Sin embargo, esta danza de encuentros y desencuentros hará crecer la intensidad del relato página a página hasta propiciar una verdadera fusión del lector con el universo emocional de los protagonistas. Creando una admirable tensión entre lo cómico y lo trágico, Mario Vargas Llosa juega con la realidad y la ficción para liberar una historia en la que el amor se nos muestra indefinible, dueño de mil caras, como la niña mala. Pasión y distancia, azar y destino, dolor y disfrute… ¿Cuál es el verdadero rostro del amor?
Travesuras de la niña mala, de Mario Vargas Llosa, Editorial Alfaguara, Colección Hispánica, 376 páginas, 19,5 €.
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«I.Las chilenitas
Aquél fue un verano fabuloso. Vino Pérez Prado con su orquesta de doce profesores a animar los bailes de Carnavales del Club Terrazas de Miraflores y del Lawn Tenis de Lima, se organizó un campeonato nacional de mambo en la Plaza de Acho que fue un gran éxito pese a la amenaza del Cardenal Juan Gualberto Guevara, arzobispo de Lima, de excomulgar a todas las parejas participantes, y mi barrio, el Barrio Alegre de las calles miraflorinas de Diego Ferré, Juan Fanning y Colón, disputó unas olimpiadas de fulbito, ciclismo, atletismo y natación con el barrio de la calle San Martín, que, por supuesto, ganamos.
Ocurrieron cosas extraordinarias en aquel verano de 1950. Cojinoba Lañas le cayó por primera vez a una chica —la pelirroja Seminauel— y ésta, ante la sorpresa de todo Miraflores, le dijo que sí. Cojinoba se olvidó de su cojera y andaba desde entonces por las calles sacando pecho como un Charles Atlas. Tico Tiravante rompió con Ilse y le cayó a Laurita, Víctor Ojeda le cayó a Ilse y rompió con Inge, Juan Barreto le cayó a Inge y rompió con Ilse. Hubo tal recomposición sentimental en el barrio que andábamos aturdidos, los enamoramientos se deshacían y rehacían y al salir de las fiestas de los sábados las parejas no siempre eran las mismas que entraron. «¡Qué relajo!», se escandalizaba mi tía Alberta, con quien yo vivía desde la muerte de mis padres.
Las olas de los baños de Miraflores rompían dos veces, allá a lo lejos, la primera a doscientos metros de la playa, y hasta allí íbamos a bajarlas a pecho los valientes, y nos hacíamos arrastrar unos cien metros, hasta donde las olas morían sólo para reconstituirse en airosos tumbos y romper de nuevo, en una segunda reventazón que nos deslizaba a los corredores de olas hasta las piedrecitas de la playa.
Aquel verano extraordinario, en las fiestas de Miraflores todo el mundo dejó de bailar valses, corridos, blues, boleros y huarachas, porque el mambo arrasó. El mambo, un terremoto que tuvo moviéndose, saltando, brincando, haciendo figuras, a todas las parejas infantiles, adolescentes y maduras en las fiestas del barrio. Y seguramente lo mismo ocurría fuera de Miraflores, más allá del mundo y de la vida, en Lince, Breña, Chorrillos, o los todavía más exóticos barrios de La Victoria, el centro de Lima, el Rímac y el Porvenir, que nosotros, los miraflorinos, no habíamos pisado ni pensábamos tener que pisar jamás.
Y así como de los valsecitos y las huarachas, las sambas y las polcas habíamos pasado al mambo, pasamos también de los patines y los patinetes a la bicicleta, y algunos, Tato Monje y Tony Espejo por ejemplo, a la moto, e incluso uno o dos al automóvil, como el grandulón del barrio, Luchín, que le robaba a veces el Chevrolet convertible a su papá y nos llevaba a dar una vuelta por los malecones, desde el Terrazas hasta la quebrada de Armendáriz, a cien por hora.
Pero el hecho más notable de aquel verano fue la llegada a Miraflores, desde Chile, su lejanísimo país, de dos hermanas cuya presencia llamativa y su inconfundible manerita de hablar, rapidito, comiéndose las últimas sílabas de las palabras y rematando las frases con una aspirada exclamación que sonaba como un «pué», nos pusieron de vuelta y media a todos los miraflorinos que acabábamos de mudar el pantalón corto por el largo. Y, a mí, más que a los otros.
La menor parecía la mayor y viceversa. La mayor se llamaba Lily y era algo más bajita que Lucy, a la que le llevaba un año. Lily tendría catorce o quince años a lo más y Lucy trece o catorce. El adjetivo llamativa parecía inventado para ellas, pero, sin dejar de serlo, Lucy no lo era tanto como su hermana, no sólo porque sus cabellos eran menos rubios y más cortos y porque se vestía con más sobriedad que Lily, sino porque era más callada y, a la hora de bailar, aunque también hacía figuras y quebraba la cintura con una audacia a la que ninguna miraflorina se atrevería, parecía una chica recatada, inhibida y casi sosa en comparación con ese trompo, esa llama al viento, ese fuego fatuo que era Lily cuando, instalados los discos en el pick up, reventaba el mambo y nos poníamos a bailar.
Lily bailaba con un ritmo sabroso y mucha gracia, sonriendo y canturreando la letra de la canción, alzando los brazos, mostrando las rodillas y moviendo cintura y hombros de manera que todo su cuerpecito, al que modelaban con tanta malicia y tantas curvas las faldas y blusas que llevaba, parecía encresparse, vibrar y participar del baile de la punta de los cabellos a los pies. Quien bailaba el mambo con ella la pasaba siempre mal, porque ¿cómo seguir sin enredarse el torbellino endiablado de esas piernas y patitas saltarinas? ¡Imposible! Uno quedaba rezagado desde el principio y muy consciente de que los ojos de todas las parejas estaban concentrados en las hazañas mamberas de Lily. «¡Qué niñita!», se indignaba mi tía Alberta, «baila como una Tongolele, como una rumbera de película mexicana». «Bueno, no olvidemos que es chilena», se hacía eco ella misma, «el fuerte de las mujeres de ese país no es la virtud».
Yo de Lily me enamoré como un becerro, la forma más romántica de enamorarse —se decía también templarse al cien—, y, en ese verano inolvidable, le caí tres veces. La primera, en la platea alta del Ricardo Palma, ese cine que estaba en el Parque Central de Miraflores, en la matinée del domingo, y me dijo que no, era todavía muy joven para tener enamorado. La segunda, en la pista de patinaje que se inauguró justamente ese verano al pie del Parque Salazar, y me dijo no, necesitaba pensarlo porque, aunque yo le gustaba un poquito, sus padres le habían pedido que no tuviera enamorado hasta que terminara el cuarto de media y ella estaba todavía en tercero. Y, la última, pocos días antes del gran lío, en el Cream Rica de la avenida Larco, mientras tomábamos un milk-shake de vainilla, y, por supuesto, otra vez que no, para qué me iba a decir que sí ya que estando como estábamos parecíamos enamorados. ¿No nos ponían siempre de pareja donde Marta cuando jugábamos a las verdades? ¿No nos sentábamos juntos en la playa de Miraflores? ¿No bailaba ella conmigo más que con cualquiera en las fiestas? ¿Para qué, pues, me iba a dar formalmente el sí si todo Miraflores ya nos creía enamorados? Con su fachita de modelo, unos ojos oscuros y pícaros y una boquita de labios carnosos, Lily era la coquetería hecha mujer.
«De ti, me gusta todo», le decía yo. «Pero, lo que más, tu manerita de hablar.» Era chistosa y original, por su entonación y su música, tan distintas de las peruanas, y también por ciertas expresiones, palabritas y dichos que a los del barrio nos dejaban en la luna, tratando de adivinar lo que querían decir y si en ellos se escondía alguna burla. Lily se pasaba la vida diciendo cosas en doble sentido, haciendo adivinanzas o contando unos chistes tan colorados que a las chicas del barrio las hacían comerse un pavo. «Esas chilenitas son terribles», sentenciaba mi tía Alberta, quitándose y poniéndose los anteojos con el aire de profesora de colegio que tenía, preocupada de que ese par de forasteras desintegrara la moral miraflorina.
Todavía no había edificios en el Miraflores de comienzos de los años cincuenta, barrio de casitas de una sola planta o a lo más dos, de jardines con los infaltables geranios, las poncianas, los laureles, las buganvillas, el césped y las terrazas por las que trepaban las madreselvas o la hiedra, con mecedoras donde los vecinos esperaban la noche comadreando y oliendo el perfume del jazmín. En algunos parques había ceibos espinosos de flores rojas y rosadas, y las rectas, limpias veredas tenían arbolitos de suche, jacarandás, moras y la nota de color la ponían, tanto como las flores de los jardines, los amarillos carritos de los heladeros de D’Onofrio, uniformados con guardapolvos blancos y gorrita negra, que recorrían las calles día y noche
anunciando su presencia con una bocina cuyo lento ulular a mí me hacía el efecto de un cuerno bárbaro, de una reminiscencia prehistórica. Todavía se oía cantar a los pájaros en ese Miraflores donde las familias cortaban los pinos cuando las muchachas llegaban a la edad casadera, pues, si no lo hacían, las pobres se quedarían solteronas como mi tía Alberta.
Lily nunca me daba el sí, pero cierto que, salvo esa formalidad, en todo lo demás parecíamos enamorados. Nos cogíamos de la mano en las matinées del Ricardo Palma, el Leuro, el Montecarlo y el Colina, y, aunque no se pudiera decir que en la oscuridad de las plateas tiráramos plan como otras parejas más antiguas —tirar plan era una fórmula en la que cabían desde los besos anodinos hasta los chupetazos lingüísticos y los malos tocamientos que había que confesarle al cura los primeros viernes como pecados mortales—, Lily me dejaba besarla, en las mejillas, en el borde de las orejitas, en la esquina de la boca, y, a veces, por un segundo, juntaba sus labios con los míos y los apartaba con un mohín melodramático: «No, no, eso sí que no, flaquito ». «Estás hecho un becerro, flaco, estás azul, flaco, te derrites de tanto camote, flaco», se burlaban mis amigos del barrio. Jamás me llamaban por mi nombre —Ricardo Somocurcio—, siempre por mi apodo. No exageraban lo más mínimo: estaba templado de Lily hasta el cien.
Por ella, aquel verano, me trompeé con Luquen, uno de mis mejores amigos. En una de esas reuniones que teníamos las chicas y los chicos del barrio en la esquina de Colón y Diego Ferré, en el jardín de los Chacaltana, Luquen, haciéndose el gracioso, dijo de pronto que las chilenitas eran unas huachafas, porque no eran rubias de verdad sino oxigenadas, y que, a mis espaldas, en Miraflores habían comenzado a decirles las Cucarachas. Le lancé un directo al mentón, que él esquivó, y fuimos a dirimir la diferencia a trompadas en la esquina del malecón de la Reserva, junto al acantilado. Estuvimos sin hablarnos toda una semana, hasta que, en la siguiente fiesta, las chicas y los chicos del barrio nos hicieron amistar.
A Lily le gustaba ir todas las tardes a esa esquina del Parque Salazar alborotada de palmeras, floripondios y campanillas desde cuyo murito de ladrillos rojos contemplábamos toda la bahía de Lima como contempla el mar el capitán de un barco desde la torre de mando. Si el cielo estaba despejado, y juraría que aquel verano el cielo estuvo siempre sin nubes y el sol brilló sobre Miraflores sin fallarnos un solo día, se divisaba allá al fondo, en los confines del océano, el disco rojo, llameando, despidiéndose con rayos y luces de fogueo mientras se ahogaba en las aguas del Pacífico. La carita de Lily se concentraba con el mismo fervor con que iba a comulgar en la misa de doce de la parroquia del Parque Central, la vista fija en aquella bola ígnea, esperando el instante en que el mar se tragara el último rayito para formular el deseo que el astro, o Dios, materializaría. Yo pedía un deseo también, creyendo sólo a medias que se haría realidad. Siempre el mismo, por supuesto: que me dijera por fin que sí, que fuéramos enamorados, tiráramos plan, nos quisiéramos, pasáramos a novios y nos casáramos y termináramos en París, ricos y felices.
Desde que tenía uso de razón soñaba con vivir en París. Probablemente fue culpa de mi papá, de esos libros de Paul Féval, Julio Verne, Alejandro Dumas y tantos otros que me hizo leer antes de matarse en el accidente que me dejó huérfano. Esas novelas me llenaron la cabeza de aventuras y me convencieron de que en Francia la vida era más rica, más alegre, más hermosa y más todo que en cualquier otra parte. Por eso, además de mis clases de inglés en el Instituto Peruano-Norteamericano, logré que mi tía Alberta me matriculara en la Alliance Française de la avenida Wilson, donde iba tres veces por semana a aprender la lengua de los franchutes. Aunque me gustaba divertirme con mis cumpas del barrio, era bastante chancón, sacaba buenas notas y los idiomas me encantaban.
Cuando las propinas me lo permitían, invitaba a Lily a tomar el té —todavía no se había puesto de moda decir tomar lonche— en la Tiendecita Blanca, con su nívea fachada, sus mesitas y sus toldos sobre las veredas, y sus miliunanochescos pasteles —¡las bizcotelas, los alfajores rellenos de manjar blanco, los piononos!— en el límite mismo de la avenida Larco, la avenida Arequipa y la alameda Ricardo Palma sombreada por las copas de los altísimos ficus.
Ir a la Tiendecita Blanca con Lily a tomar un helado y un pedazo de torta era una felicidad casi siempre empañada, ay, por la presencia de su hermana Lucy, con la que tenía yo que cargar también en todas las salidas. Ella tocaba violín sin la menor incomodidad, estropeándome el plan e impidiéndome conversar a solas con Lily y decirle todas las cosas bonitas que yo soñaba con murmurarle al oído. Pero, aun cuando, debido a la vecindad de Lucy, nuestra conversación debiera evitar ciertos temas, era impagable estar junto a ella, viendo cómo danzaba su melenita cada vez que movía la cabeza, la picardía de sus ojos color miel oscura, escuchar su manerita de hablar tan diferente y divisar a veces, a la descuidada, en el escote de su blusa pegadita, el comienzo de esos pechitos que apuntaban ya, redondos, de tiernos botones y, sin duda, firmes y suaves como unas frutas jóvenes.
«Yo no sé qué hago aquí con ustedes, tocando violín », se excusaba Lucy, a veces. Yo le mentía: «Qué ocurrencia, estamos felices con tu compañía, ¿no, Lily?». Lily se reía, con un diablito burlón en sus pupilas, y esa exclamación: «Sí, puuuuu…».
Dar un paseo por la avenida Pardo, bajo la alameda de los ficus invadidos por los pájaros cantores, entre las casitas de ambas orillas en cuyos jardines y terrazas correteaban niños y niñas vigilados por niñeras uniformadas de blanco almidonado, fue un rito de aquel verano. Como, debido a la presencia de Lucy, resultaba difícil hablar con Lily de lo que me hubiera gustado, yo llevaba la conversación hacia temas anodinos: los planes para el futuro, por ejemplo, cuando, graduado de abogado, me fuera a París con un cargo diplomático —porque allá, en París, vivir era vivir, Francia era el país de la cultura— o me dedicara tal vez a la política, para ayudar un poco a este pobre Perú a ser grande y próspero otra vez, con lo que tendría que aplazar un poco el viaje a Europa. ¿Y a ellas, qué les gustaría ser, hacer, de grandes? Lucy, juiciosa, tenía objetivos muy precisos: «Ante todo, terminar el colegio. Después, conseguir un buen puesto, tal vez en una tienda de discos, debe ser la mar de entretenido». Lily pensaba en una agencia de turismo o una compañía de aviación, como azafata, si convencía a sus papás, así viajaría gratis por el mundo entero. O artista de cine, tal vez, pero nunca permitiría que la sacaran en bikini. Viajar, viajar, conocer todos los países era lo que más le gustaría. «Bueno, al menos ya conoces dos, Chile y Perú, qué más quieres», le decía yo. «Compárate conmigo, que nunca salí de Miraflores.»
Las cosas que Lily contaba de Santiago eran para mí un anticipo del cielo parisino. ¡Con qué envidia la escuchaba! Allá, a diferencia de acá, no había pobres ni mendigos por las calles, a los chicos y a las chicas los papás los dejaban quedarse en las fiestas hasta el amanecer, bailar cheek to cheek, y jamás se veía, como aquí, a los viejos, a las mamás, a las tías, espiando a los jóvenes cuando bailaban para reñirlos si se propasaban. En Chile a los chicos y a las chicas los dejaban entrar a películas de mayores y, desde que cumplían quince años, fumar sin esconderse. Allá la vida era más entretenida que en Lima porque había más cines, circos, teatros y espectáculos, y fiestas con orquestas, y de Estados Unidos iban todo el tiempo a Santiago compañías de patinaje, de ballet, musicales, y, en cualquier trabajo que tuvieran, los chilenos ganaban el doble o el triple que aquí los peruanos.
Pero, si era así, ¿por qué los padres de las chilenitas habían dejado ese maravilloso país para venirse al Perú? Porque ellos no eran ricos sino, a simple vista, pobretones. Por lo pronto, no vivían como nosotros, las chicas y los chicos del Barrio Alegre, en casas con mayordomos, cocineras, sirvientas y jardineros, sino en un departamentito, en un angosto edificio de tres pisos, en la calle Esperanza, a la altura del restaurante Gambrinus. Y en el Miraflores de esos años, a diferencia de lo que ocurriría tiempo después, cuando empezaron a brotar los edificios y a desaparecer las casas, en los departamentos vivían sólo los pobretones, esa disminuida especie humana a la que —ay, qué pena— parecían pertenecer las chilenitas.
Nunca les vi la cara a sus papás. Ellas nunca nos llevaron ni a mí ni a ninguna chica o chico del barrio a su casa. Nunca celebraron un cumpleaños, ni dieron una fiesta, ni nos invitaron a tomar el té y a jugar, como si se avergonzaran de que viéramos lo modesto que era el lugar donde vivían. A mí, que fueran pobretones y que se avergonzaran de todo lo que no tenían me llenaba de compasión, aumentaba mi amor por la chilenita y me infundía designios altruistas: «Cuando Lily y yo nos casemos, nos llevaremos a vivir con nosotros a toda su familia».
Pero, a mis amigos, y sobre todo a mis amigas miraflorinas, les daba mala espina que Lucy y Lily no nos abrieran las puertas de su casa. «¿Serán tan muertas de hambre que no pueden organizar ni siquiera una fiesta?», se preguntaban. «Acaso no es por pobres, sino por amarretes », trataba de componerla Tico Tiravante, empeorándola.
Los chicos del barrio empezaron de pronto a hablar mal de las chilenitas por la manera como se maquillaban y vestían, a burlarse del escaso vestuario que lucían —todos conocíamos ya de memoria esas falditas, blusitas y sandalias que, para disimular, combinaban de todas las maneras posibles—, y yo las defendía, lleno de santa indignación, esos rajes eran envidia, envidia verde, envidia ponzoñosa, porque en las fiestas las chilenitas nunca planchaban, todos los chicos hacían cola para sacarlas a bailar —«Porque se dejan pegar el cuerpo, así quién va a planchar », replicaba Laura— o porque, en las reuniones en el barrio, en los juegos, en la playa o en el Parque Salazar, eran siempre el centro de la atracción, y todos los chicos las rodeaban, en tanto que a las otras… —«¡Porque son unas agrandadas y unas descaradas y porque con ellas ustedes
se atreven a contar unos chistes colorados que nosotras no les permitiríamos!», contraatacaba Teresita—, y, por último, porque las chilenitas eran regias, modernas, despercudidas, y ellas, en cambio, unas remilgadas, unas atrasadas, unas anticuadas, unas cucufatas y unas prejuiciadas. «¡A mucha honra!», respondía Ilse, sacándonos cachita.
Pero, aunque rajaban de ellas, las chicas del Barrio Alegre las seguían invitando a las fiestas y saliendo con ellas en patota a los baños de Miraflores, a la misa de doce los domingos, a las matinées y a dar las vueltas obligadas por el Parque Salazar desde el atardecer hasta la aparición de las primeras estrellas que, en ese verano, chisporrotearon en el cielo de Lima de enero a marzo sin que, estoy seguro, ni un solo día las ocultaran las nubes, como ocurre siempre en esta ciudad las cuatro quintas partes del año. Lo hacían porque los chicos se lo pedíamos, y porque, en el fondo, las chicas de Miraflores sentían por las chilenitas la fascinación que ejerce sobre el pajarito la cobra que lo hipnotiza antes de tragárselo, la pecadora sobre la santa, el diablo sobre el ángel. Envidiaban en las forasteras venidas de ese remoto país que era Chile la libertad, que ellas no tenían, de salir a todas partes y quedarse paseando o bailando hasta tardísimo sin pedir permiso para un ratito más, sin que su papá, su mamá o alguna hermana mayor o una tía viniera a espiar por las ventanas de la fiesta con quién y cómo bailaban, o a llevárselas a casa porque ya eran las doce de la noche, hora en que las chicas decentes no estaban bailando ni conversando en las calles con hombres —eso hacían las agrandadas, las huachafas y las cholas— sino en sus casitas y en su cama, soñando con los angelitos. Envidiaban que las chilenitas fueran tan sueltas, bailaran con tantos disfuerzos sin importarles si se les descubrían las rodillas, y moviendo los hombros, los pechitos y el potito como no lo hacía ninguna chica en Miraflores, y que, a lo mejor, se permitieran con los chicos libertades que ellas ni se atrevían a imaginar. Pero, si eran tan libres, ¿por qué ni Lily ni Lucy querían tener enamorado? ¿Por qué nos decían que no a todos los que les caíamos? No sólo a mí me había dicho Lily que no; también a Lalo Molfino y a Lucho Claux, y Lucy les había dicho no a Loyer, a Pepe Cánepa y al pintoncito de Julio Bienvenida, el primer miraflorino al que, sin siquiera haber terminado el colegio, sus padres le regalaron un Volkswagen al cumplir quince años. ¿Por qué las chilenitas, que eran tan libres, no querían tener enamorado?
Ese y otros misterios relacionados con Lily y Lucy se aclararon inesperadamente el 30 de marzo de 1950, el último día de aquel verano memorable, en la fiesta de Marirosa Álvarez-Calderón, la gordita pufi. Una fiesta que marcaría época y quedaría en la memoria de todos los asistentes para siempre. La casa de los Álvarez-Calderón, en la esquina de 28 de Julio y La Paz, era la más linda de Miraflores y acaso del Perú con sus jardines de altos árboles, sus tipas de flores amarillas, sus campanillas, sus rosales y su piscina de azulejos. Las fiestas de Marirosa eran siempre con orquesta y un enjambre de mozos que servían pasteles, bocaditos, sándwiches, jugos y toda clase de bebidas no alcohólicas a lo largo de la noche, unas fiestas para las que los invitados nos preparábamos como para subir al cielo. Todo iba de maravillas hasta que, con las luces apagadas, el centenar de chicas y chicos rodeamos a Marirosa y le cantamos el Happy Birthday y ella sopló y apagó la torta con las quince velitas e hicimos cola para darle el abrazo consabido.
Cuando a Lily y Lucy les tocó el turno de abrazarla, Marirosa, una chanchita feliz cuyos rollos rebalsaban el rosado vestido con un gran moño a la espalda que llevaba, después de besarlas en la mejilla, abrió mucho los ojos:
—¿Ustedes son chilenas, no? Les voy a presentar a mi tía Adriana. Es chilena también, acaba de llegar de Santiago. Vengan, vengan.
Las cogió de la mano y se las llevó al interior de la casa, gritando: «Tía Adriana, tía Adriana, aquí te tengo una sorpresa».
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