«Cielo de Hojalata», de Gema Albornoz
Por José Miguel García.
“A tus manos, mamá. A quienes cuidan. A quienes fugaces son”. Con esta dedicatoria inicial arranca Cielo de Hojalata (Versátiles), el primer libro de Gema Albornoz. Toda una declaración de intenciones, para descubrir al lector aquello que vislumbrará en las páginas siguientes.
El título del libro parte de unos versos de Marina Tsvetáieva: “Contra el herrumbroso cielo de hojalata, / como un poste, como un dedo. / Donde siempre, él”.
No hay mayor amor que el que se siente por una madre. No hay mayor dolor que el se siente por una madre. Son dos oraciones antitéticas, pero que reflejan perfectamente el sentido de este poemario. Un canto al amor más puro, un viaje vital que terminará con la muerte. Los sentimientos con un tono confesional, en ocasiones, muestran la desesperanza que siente el sujeto poético, el profundo amor por su madre, el devenir de la existencia, las razones por las que estamos aquí, siempre de paso, como efímeras sombras.
Nos adentramos en un universo poético maravilloso, donde nuestra autora nos enseña que su mundo es como una lata de conservas: “El cielo de hojalata no es azul ni gris, / es una mezcla de ambos, / con nubes de sal de añil, / de algodón y blanco marfil”. Y añade: “El cielo de hojalata /sabe a árboles talados, / ancianos solos, / niños perdidos y brujos sordos. / Trabajadores sin corazón, / corazones sin trabajo…”.
El libro está dividido en cuatro partes principales, más un prefacio, formado por tres poemas que presentan el conjunto, que contextualizan, explicándonos qué es este Cielo de Hojalata; además, viene flanqueado por un prólogo de la poeta Concha García, y un epílogo de Natalia Carbajosa.
En la primera parte, titulada «Ciudad hoja», se fija la atención en la mirada inocente de una niña, en su mundo surrealista. Se recorren, como un viaje a la infancia, los momentos mágicos de la misma: “no hay lugar como el hogar”; “la niña siempre hermosa y sonriente / sostiene a su muñeca de trapo porque / sabe bien que sus pierna no pueden”. Hay textos verdaderamente sorprendentes, que te traspasan como una luz en medio de la noche. Así, en el poema «Rutinas de Ciudad Hoja», se acerca el sujeto poético a la realidad de los hospitales, de las cafeterías, a la cotidianidad: “las cafeterías estrujan los granos de café / y los hospitales sacuden las sábanas / en las azoteas…”.
En la segunda parte, titulada «Ciudad Lata», nos acercamos al tono melancólico, donde se presenta la soledad de los hombres y las mujeres, personas grises camino del trabajo. No existe consuelo ante la herida, sobre todo si viene de dentro, sobre todo si es una madre la que sufre. Los recuerdos afloran en el sujeto poético para que observemos de primera mano qué siente, cómo el corazón se puebla de dolor: “Calculo la fórmula del momento. / Una expresión escrita / entre lo que mis ojos ven / y mi corazón siente”. Estamos ante una especie de viaje que llevan a cabo madre e hija: “Te he llevado de un lugar a otro. / Del dormitorio al salón / hemos recorrido montañas, lagos… / Te he dado galardones heroicos / por coger el vaso, la galleta o el pan”. La ética de los cuidados y la ayuda como sinónimo de amor marcarán el ritmo en todo el poemario. Concluye esta sección con un verso que se clava en la carne, reflejo del sentimiento más absoluto: “un único eje de rotación: / tu latido”.
La tercera parte, «Señales», centra su discurso en la evolución de la enfermedad, en los síntomas que hacen denotar que la muerte puede llegar antes o después. Ahora las imágenes resultan atronadoramente duras, el desasosiego cobra importancia. El sujeto poético se aferra a cualquier cosa, con tal de ver a su madre realizar acciones tan banales como comer: “Madre, / cambio el orden del mundo / si cada mañana sujetas la cuchara / como antes sostenías los segundos”. Todo es oscuro ahora: “y el invierno roerá los huesos / cuando no estés / aquí”.
Y para terminar, «Última estación», donde la muerte lo ocupa todo. Como en el poema «A un olmo seco», de Antonio Machado, el yo lírico, al ver algunas hojas verdes, también espera otro milagro de la primavera: “tus manos aún sujetan / el pan”; “no hay hueco para la cobardía / ni el abandono de combate”. Y, como si de una extrema unción se tratase, los poemas ya abordan el final con amor, con todo el amor que se pueda dar, con conceptos religiosos, como: “lavado sagrado”, “inmaculadas sábanas”, “mecida por ángeles”. Aún así, la muerte no es el final, no puede serlo, tal como decía Quevedo, el «amor constante más allá de la muerte»: “Y convencerme de que la muerte / nunca ganará la batalla”.
Cielo de Hojalata podría perfectamente ser un reflejo del tópico de las estaciones del año, que se relacionan con las etapas de la vida: al principio, los recuerdos de juventud; posteriormente, la madurez, agria y real; a continuación, la caducidad del cuerpo, la premeditación por la llegada de la muerte; y, por último, el invierno de la vida, el fin en sí mismo, el cierre de un ciclo.
Cuando ella se va,
viene la primavera,
porque quiere dejar
a las flores aquí,
a mi vera.
A Carmen, la madre de la autora, va dirigido el poemario. No podía ser de otra manera. Yo añadiría: a todas las madres.