Origen
Por Fernando Marañón.
Manipuladores de sueños que engañan para robar ideas o depositarlas donde no las había se pasean por la pantalla llena de decorados suntuosos, actores cool y alucinaciones milimetradas. Di Caprio recupera el pulso de Infiltrados y da el tono exacto a un yonki de la pesadilla romántica, mientras los demás se conforman con acompañarle para facilitar las explicaciones de la trama (quizá demasiadas) y Marion Cotillard aparece cuando conviene y le mete alma al espectáculo.
Nolan es lo más parecido a un autor que tienen entre los nuevos directores de Hollywood, tal y como allí se entiende (“como no hagas taquilla te metes la autoría en el culo”), porque sus argumentos son originales y cuentan siempre con una premisa novedosa (el rebobinado de la memoria, el insomnio, la magia real o simulada). En el debe, que esas premisas condicionan sus guiones de arriba a abajo. De ahí que a menudo dejen un regusto a máquina de precisión hasta para el espectador pasado de copas.
Origen es también una máquina de precisión, quizá la más perfecta de las que ha hecho hasta ahora, pero la presencia de la Cotillard la reduce a un bonito colgante adornándole el escote. El auténtico sueño es ella, mientras la misión de realidades simuladas para millonarios invulnerables que recorre el metraje importa lo mismo que una persecución automovilística, un aparatoso tiroteo o un edificio derrumbándose en cualquier película americana de presupuesto medio. Afortunadamente, Di Caprio y Nolan parecen saberlo y eso alimenta el conjunto de intriga auténtica.
Se rumorea que Origen revolucionará el cine de los próximos años. No lo creo. Encontrar después de las doce de la noche la salida de un centro comercial al desierto poligonero cuando las tiendas están cerradas pero todo permanece iluminado profusamente entre apliques multimarca y restaurantes de cartón piedra, está tan cerca de un sueño inquietante en el siglo XXI como la película de Nolan.
Salvo porque la Cotillard no aparece en él.