Roman Polanski. Salvado por el cine
Por José Luis Muñoz.
Descubrí a Polanski cuando el realizador polaco era un joven absolutamente desconocido, con una película que ni siquiera figura en su filmografía, y no sé por qué. Se trataba de un sketch de un film de episodios titulado Las más famosas estafas del mundo y, si la memoria no me falla, Claude Chabrol y Jean Luc Godard eran los otros directores. Me gustó su cortometraje, que era ágil, elegante y estaba rodado con talento visual, y memoricé su extraño nombre: Román Polanski. No había mucho cine polaco por entonces, excepto el del gran maestro Wajda, en una de cuyas películas, Generation, interpretó un pequeño papel; luego sí, aparecieron Zulawski, Skolimowski, Kiewloski, Zanussi. Con ese buen sabor de boca saboreé El cuchillo en el agua que, aunque era dos años anterior, se estrenó más tarde en España, con la que ganó el Premio de la Crítica en el Festival de Cine de Venecia, un thriller psicológico impecable que gira alrededor de una hastiada pareja que sale a navegar y embarca en el velero a un joven desconocido. Fue una de las primeras películas que el liberal Fraga Iribarne nos permitió disfrutar dentro de la modalidad de Arte y Ensayo a un público sediento de buen cine. Luego vino Repulsión, Oso de Plata en el Festival de Berlín, con la bellísima psicópata encarnada por Catherine Deneuve y sus pesadillas en los pasillos blandos de su casa de los que emergen manos que quieren rozarla, la consagración del talento cinematográfico de ese pequeño y melenudo polaco tan bien dotado para el cine de horror que había estudiado en la Escuela de Arte de Cracovia y en la Escuela Nacional de Cine de Lodz, y Cul de sac, una de sus películas más surrealistas y bellas, rodada en los paisajes de la Bretaña inundados por la marea, con las que consiguió su consagración como cineasta de vanguardia europeo que le permitió dar el salto a Estados Unidos, en donde filmó sus obras más renombradas: La semilla del diablo y Chinatown, una de las mejores películas del cine negro de todos los tiempos.
Pero su éxito en lo profesional no le acompañó en su vida privada. Polanski, superviviente del gueto de Varsovia ─ siempre que me lo imagino en su infancia me viene a la memoria una conocida imagen de un niño judío con gorra y los brazos en alto apuntado por un soldado nazi ─, con buena parte de su familia gaseada y quemada en Auschwitz, arrastra toda su vida el sino de la tragedia. Un megalómano sanguinario, salido de sus peores pesadillas cinematográficas, Charles Manson, acaba con la vida de su esposa, la bellísima Sharon Tate con la que Polanski había rodado una extravagante película de vampiros, repleta de humor judío ─ todos los personajes de ese cuento nevado parecen sacados de un cuadro de Chagall─, El baile de los vampiros, y con el hijo que estaba a punto de alumbrar en una orgía de sangre y satanismo que enterró la época dorada del hipismo. Hubo quien dijo que eso le pasaba por jugar con temas tan oscuros como los de La semilla del diablo.
Polanski parece no acusar el durísimo golpe, lo borra de su memoria, lo entierra como enterrado estaba su recuerdo infantil de la pesadilla nazi. Se refugia en las drogas y el sexo, fuerza a una menor y es juzgado y condenado por un tribunal norteamericano, lo que provoca un nuevo exilio a Europa. El cineasta se tambalea desde el punto de vista creativo. En Italia rueda cosas absolutamente absurdas como Waht? con Marcello Mastroianni, seguramente para conquistar a su protagonista femenina Sidney Rome, y en Francia, uno de sus films más inquietantes, El quimérico inquilino, en donde volvía al terreno del horror y él era el personaje travestido que se arroja una y otra vez al patio interior del inmueble. Polanski no alumbra obras maestras hasta Tess, la novela de Thomas Hardy, la preferida de su esposa asesinada, a quien dedicó emotivamente la película. Luego vino Piratas, película olvidable, Frenético, thriller notable en el que homenajeaba a Hitchcock, hasta deslumbrar con Lunas de hiel, una crónica ácida de la descomposición del amor que protagoniza la que ya es su nueva pareja, la francesa Emmanuelle Segnier, y a la que sigue otra notable película, La muerte y la doncella, un recital a cargo de Sigourney Weaver. Con La novena puerta, divertimento igualmente olvidable inspirado en la novela de Pérez Reverte, decepciona, hasta que deslumbra de nuevo con El pianista, a la altura de sus mejores películas, su ajuste de cuentas con el horror del Holocausto del que por fin podía hablar con imágenes tras permanecer tantos años en silencio, para exorcizarlo con esa obra maestra, para tropezar, una vez más, con una mediocrísima y aburrida versión de Oliver Twist que no aporta nada a las que la precedieron.
El escritor, que debía titularse El negro, o El escritor fantasma en su literalidad, no es su mejor película, pero es Polanski en estado puro, reconocible, claustrofóbico, tenso, una lección menor de este maestro del suspense; fue exhibida mientras él se convertía en proscrito en la civilizada Suiza que debe decidir su extradición a Estados Unidos para purgar su pecado de juventud por el que le exigen más penitencia. Solo, aislado, con pocas palabras de aliento salvo las del filósofo amigo francés Bernard-Henri Lévy, Polanski espera una resolución que le puede llevar de nuevo a la cárcel.
Es posible que su dramática experiencia actual, su encierro en esa casa de campo de Suiza mientras pende sobre él la definitiva decisión judicial, como lo estuvo el pianista en la casa de Varsovia en su film homónimo, lo sepa somatizar en su próxima película Roman Polanski, un hombre al que el cine le ha salvado varias veces la vida.
Los que amamos el séptimo arte esperamos el nuevo vuelo de Ícaro. Pero que no se acerque al sol.
JOSÉ LUIS MUÑOZ es escritor. Su última novela publicada es La Frontera Sur (Almuzara, 2010), IV Premio Internacional de Novela Negra Ciudad de Carmona.