Polanski, a un Dios Salvaje
Por Luis Muñoz Díez.
A Roman Polanski le han encargado llevar al cine una obra teatral de Yasmina Reza. Como casi todo drama teatral parte de un pretexto que reúne a unas personas que a lo largo de la representación van desnudando su alma en un ahora cuento, ahora callo. Todos acabarán mostrando una zona oscura de su alma, para que cuando caiga el telón todos nos sintamos reconciliados con nosotros mismos por una clemencia comparativa. El pretexto acaba siendo algo secundario, y en Un Dios salvaje (2011), el pretexto es muy simple: se trata de un niño que ha pegado a otro.
Es una forma de teatro convencional que intenta ser provocador dentro del atrevimiento que permite lo políticamente correcto, conociendo de ante mano que el público lejos de escandalizarse se va a sentir identificado. Son obras sin ningún riesgo, pensadas para gustar, y muy lejos del cine de Polanski, un maestro en el arte de crear inquietud y desasosiego, y no dudo que el personaje por el que el director haya sentido más empatía no sea otro que el hámster que arruga el hocico en el último plano de la película.
Roman Polanski ya no pinta sobre un lienzo en blanco, y el espectador, cuando acude a ver una de sus películas, espera un resultado concreto, aunque el texto no sea suyo como en este caso, pero las imágenes del director nacido en París un 18 de agosto de 1933 siempre transmiten una desazón que pertenece a su inequívoca personalidad.
En la película no hay más que cuatro personajes interpretados por Jodie Foster, Kate Winslet, Christoph Waltz y John C. Reilly, magníficos actores que actúan en un registro teatralmente alto y efectista y que posiblemente sean nominados para todos los premios de interpretación que en el mundo se dan. En la película hay sólo dos exteriores, uno en que el hámster será el protagonista único de todo un plano, y otro general en que se ve a los niños, el resto del tiempo, Polanski, se moverá e el reducido espacio de un apartamento. El director es maestro en moverse en ambientes claustrofóbicos, ya en El cuchillo en el agua (1962) demuestra su talento para desarrollar una historia morbosa y cargada de erotismo en un espacio tan pequeño como es un yate, o como es el caso de Repulsión (1965) en que Catherine Deneuve se lavaba los pies en un lavabo o Callejón sin salida (1966).
¿Qué hay de Polanski en este Un Dios salvaje (2011)? que no es otro que la violencia que todos llevamos dentro. A mi gusto las secuencias rodadas en el descansillo son un guiño a don Luis Buñuel y a su Ángel exterminador (1961), ya que el director no permite salir a una de las parejas de la casa y escapar de una compañía que les es ingrata hasta lo desagradable, y hacen un constante trayecto de la puerta del apartamento neoyorquino al ascensor.
Roman Polanski conoce la voz de ese “Dios Salvaje” que susurra la violencia interior. Ha vivido mucho y conoce los abismos. Para unos, su mirada es irónica, pero para mí es doliente: está filtrada por cristales superpuestos que forman un periscopio que mira hacia lo más oscuro del ánima humana. Hijo de polacos judíos que cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial se trasladan a Cracovia confiados en pasar desapercibidos. El error es mayúsculo, precisamente allí, a 43 kilómetros, los nazis erigirían uno de los lugares más atroces que haya podido idear la mente humana: el campo de concentración o de experimentación médica de Auschwitz-Birkenau, donde se calcula que murieron hasta dos millones y medio de personas. Y en ese campo de concentración, la madre de Roman será exterminada con otros familiares, y su padre permanecerá retenido durante dos años y no lo reencontrará hasta 1944. El saldo de la guerra fue estremecedor para el pequeño Roman, que sobrevivirá como niño mendigo hasta que una familia lo acoge.
Del niño sacudido por la guerra pasamos al joven brillante que estudia cine y cruza las fronteras europeas con el éxito como pasaporte. En Polonia rueda El cuchillo en el agua (1962), que será nominada para el Óscar como mejor película extranjera, y se instala en Francia, y de Francia a Inglaterra. En el Festival de Berlín junta una pareja de Osos, uno de Plata y otro de Oro, en dos años consecutivos, por Repulsión (1965) y Callejón sin salida (1966), todo es una prometedora carrera llamada a amortiguar tan mal comienzo vital.
Saltó a Estados Unidos para el rodaje de El baile de los vampiros (1967). Sharon Tate es su protagonista cuando inicia la película y su compañera cuando la finaliza. El pequeño Roman ha crecido y tiene un sitio en América, donde cualquiera puede triunfar, y tiene a la bella Sharon con la que se casa en 1968, la desdicha parecía que definitivamente era ya pasado.
El éxito con mayúsculas, la polémica y el escándalo llegó con la adaptación de la novela de Ira Levín, Rosemary´s Baby, en España, La semilla del Diablo (1968), la película que mayor desazón y desconcierto me ha producido en toda mi vida, interpretada por Mia Farrow y John Cassavetes.
Pero 1969 comienza mal para el parisino de corazón polaco. En abril muere su amigo y compositor, la música de sus películas son de él, Krzystof Komera, en un accidente, pero nada volvería a ser igual después de la noche del 9 de agosto de 1969 en la que en su mansión del denominado Cielo Driver de Los Ángeles, Sharon Tate, su mujer, fue asesinada, estando embaraza de ocho meses, por la banda de un iluminado llamado Charles Manson. Roman está en Londres donde prepara El día del Delfín, que nunca se llegó a rodar, y pasa de ser un director de 36 años con éxito a ser una leyenda, abriendo abanicos de posibilidades a todo lo ocurrido, será un enigma viviente, y buscará explicaciones de todo tipo al por qué su mujer fue tan brutalmente asesinada. Abandona Estados Unidos y se instala en París e inicia una carrera con los mismos altibajos de una montaña rusa.
Para volver al cine, Roman Polanski, después del segundo mazazo que le dio la vida, y del que nunca se ha recuperado del todo, como manifiesta en su autobiografía Roman por Polanski, elige un autentico drama: Macbeth, de William Shakespeare. Es fácil entender el interés de Polanski por este drama de destinos, en el que los bosques se vuelven soldados y las reinas no consiguen lavar la sangre de sus manos. La película es el primer fracaso de Polanski en Estados Unidos, pero en Europa gusta, y en Europa comenzará un proyecto con Carlo Pontí, ¿Qué? 1972. Y dará otra vuelta de tuerca a su vida en una Roma en la que se instala con amigos para vivir su dolce vita particular.
Vuelve a Estados Unidos por la puerta grande y rueda Chinatown (1974), protagonizada por Jack Nicholson, con el que iniciará una estrecha amistad, una más que sugerente Faye Dunaway, y un inmenso John Huston. En la película, el director, se reserva un papel y en una de las primeras secuencias da un corte limpio en la nariz de Nicholson y obliga a un actor tan codiciado como era en aquel comento Nicholson a continuar toda la película con un apósito en la nariz, quizá una broma del “humor de Polanski”. La película es un éxito de público y taquilla, y a su regreso a Roma, Roman encontrará a los amigos que dejó tocados por los excesos del consumo de estupefacientes.
A partir de aquí, la carrera de Polanski, como su propia existencia, es un arriba y abajo. Vuelve a París, dirige ópera, y en diciembre de 1977 es acusado de abusar de una menor en el jacuzzi de la casa de sus amigos Jack Nicholson y Angélica Huston. El director permanecerá en prisión del 19 de diciembre de 1977 al 28 de enero de 1978, al salir escapa de la justicia americana y se instala en Paris, y en su exilio de lujo un productor lo dará trabajo y rueda Tess (1978), una película interpretada por Nastassja Kinski, en homenaje a Sharon Tate, que le llevará casi tres años de trabajo. Tess (1978) es reconocida y premiada, continúa dirigiendo ópera y se sube en 1980 y 1981 en París y Praga a un escenario para interpretar y dirigir Amadeus, con gran éxito. Roman tiene a su primera hija, Morgana, con 60 años, en 1993, y a Elvis, con 64, en 1997.
Su filmografía es muy personal y de sobra conocida, hay bueno y mejor, y malo, y trabajos aceptados únicamente para poder vivir.
El pianista (2001), su primer y único Óscar, y El escritor (2010), este ultimo título, para algunos sobrevalorado, para mí es una mirada perfecta sobre la traición, el juego perverso del poder y consigue crear ese “clímax Polanski” inquietante y claustrofóbico, aún en las secuencias rodadas en la playa. Es un mensaje asfixiante de no hay salida.
La mirada al pasado sobre el director polaco es únicamente para comprender lo que puede sentir una persona que ha vivido en los límites al leer una historia tan convencional como la que plantea Yasmina Reza en Un Dios Salvaje. Un teatro bien medido y efectista, pero de salón, en que dos parejas se sientan a escenificar una realidad que no es tan compacta como parece: un abogado amoral de una industria farmacéutica que vende a sabiendas medicamentos con efectos secundarios indeseables, nada nuevo, que acusa con cinismo de asesino a un vendedor de inodoros por haber cometido el crimen de echar a la calle a su hámster. Mientras sus mujeres chocan por meras apariencias sociales y queda al descubierto el poco amor que sienten por sus respectivos maridos. Para mí, como ya he señalado, Polanski sólo se puede identificar con el hámster que ha sobrevivido.