Audrey Hepburn y su teatro en el cine: una bella dama sola en la oscuridad
En 1964 con My Fair Lady protagonizó un musical con grandes dotes para la comedia, dirigido por George Cukor; y en 1967, Sola en la oscuridad, de Terence Young, una de suspense en la que demostró gran talento para el drama policiaco.
En el teatro tuvo solo dos apariciones, ambas con gran éxito en Broadway: Ondine, de Jean Giraudaux, 1954 (Premio Tony a la mejor actriz) y Gigi, de Colette, 1958. Éxitos legendarios que nada tienen que ver con estas dos películas provenientes del teatro. Triunfos que la elevaron a una gloria parcialmente inmerecida, si no fuera porque tenía el carisma enigmático, bellísimo y trágico de un personaje de ficción. Tanta belleza en un cuerpo delgado hasta lo enfermizo aportaba una sensualidad única, que aún perdura.
Audrey Hepburn (Bélgica, 1929-Suiza, 1993) sigue siendo carne de publicidad de lo más variada: alta costura, prêt à porter, bolsos, relojes, coleccionismo a manta y adoración excelsa «casi» como Marilyn Monroe: las dos tenían en común el apego a la desdicha, a la infelicidad en medio de los mayores oropeles y éxitos económicos deseados por la inmensa humanidad.
Los labios más deseados y la voz de una desconocida
Audrey nunca interpretó Pigmalión del socialista en tiempos difíciles George Bernard Shaw (Irlanda, 1856-Inglaterra, 1950), se acercó a esta obra por la versión en comedia musical de Alan Jay Lerner y Frederick Loewe, My Fair Lady, mucho más representada que la obra original: brillante en las letras de las canciones y composición musical con melodías pegadizas y atractivos personajes; sin embargo, al principio se resistió a la millonaria suma ofrecida porque todos los temas los cantaría otra, una desconocida (Marni Nixon), y ella debía dominar algo que desconocía: la fonomímica, para simular el movimiento de labios de la cantante (Hepburn cantó con su propia y escasa voz, junto a un Fred Astaire bastante mayor en Una cara con ángel); pero acabó aceptando porque los dólares aumentaron ante lo mucho que la adoraban los productores que insistieron en lo bien que daría ese personaje de analfabeta que vende flores en la calle, pues utiliza un lenguaje de submundo a los oídos de un lingüista experto que la escucha por azar en noche de lluvioso invierno…
El profesor Higgins fue Rex Harrison, el mismo actor que lo había interpretado en Broadway junto a Julie Andrews con gran éxito. Andrews todavía no era conocida en el cine (después vendrían Mary Poppins, Sonrisas y lágrimas…), y Hepburn era ya una primera figura (Vacaciones en Roma, Sabrina, Charada…) y su frágil apariencia serviría en bandeja de plata la reconstrucción de la niña callejera en mujer esbelta y altiva junto a un cascarrabias adorable.
La escena final, con la muchacha que había dado el portazo, pero regresa con el tiránico y desolado señor es un guiño que parece un gesto de sumisión extrema. La verdad es que está cargado de ironía porque antes se demostró lo mucho que esa chica podía volar y transformar al torpe machista… pero sí da un toque de recelo que ya tenía Bernard Shaw en su texto de 1912 en el que cerró la comedia con un final bajo sospecha, a tal punto que escribió un epílogo de 14 páginas, ensayo sobre las relaciones sentimentales hombre-mujer. Él, que había valorado la independencia femenina en muchos ámbitos [como dejó constancia en la importancia socioeconómica de la prostitución en La profesión de la señora Warren (1898)], no quedó conforme con el remate final.
Su intención era la de la libertad de la muchacha, una vez transformada en una dama… pero dudó ante la realidad que suponía, y dejó constancia de su propia inseguridad… un elemento que criticarían mucho las feministas desde comienzos de siglo, pero que en el caso concreto de Elisa/Audrey, al final, tras la sumisa aparición ofrece la garantía de que la vida del aristocrático niño-hombre cambiará por completo con su encanto y capacidad de juego amoroso…
El último diálogo de Pigmalión es este (traducción de 1983, de Julio Broutá, para Ediciones Orbis):
Elisa («tras largo monólogo en el que intenta fijar una buena posición con una floristería fuera de esa casa»)… Estoy segura de que con poco trabajo me crearé una posición independiente y brillante.
Higgins.- (Admirándola) ¡Vaya con la niña! ¡Bravo! Esto vale más que lloriquear y traer zapatillas. (Levantándose) Es verdad, Elisa: ahora eres una señora. Así me gustas. Ahora es cuando te suplico que vuelvas a mi casa y no discutamos más.
Elisa.- Es que yo no tengo vocación de solterona.
Higgins.- Tú vente a casa y no te preocupes más.
Elisa.- (Sonríe, mirándole) En fin, por no desairarle…
Mistress Higgins.- Elisa, el coche nos espera.
Elisa.- (Saliendo) Voy enseguida, señora. Adiós, míster Higgins. Hasta… hasta después de la boda. (Higgins se pasea muy satisfecho y triunfante, haciendo sonar llaves y monedas en sus bolsillos).
La valentía de una mujer ciega
El teatro se ha volcado muy poco en el género de suspense con acoso de alta tensión a chica desvalida, un subgénero muy exitoso en el cine. Por eso la obra Sola en la oscuridad, de Frederick Knott, fue un bombazo de los años 60 que se representó en varios idiomas (en España la estrenó María Asquerino con dirección de Jaime Azpilicueta; en Argentina, Inda Ledesma, dirección de Luis Macchi).
Su puesta en escena tenía una dificultad también inédita, a partir del impactante momento en que ella rompe las bombillas para dejar a oscuras a unos acosadores que aún no sabe cuántos son; la oscuridad y los fogonazos de luz tenían que representarse como una coreografía muy estricta para dominar el alcance del pánico y la valentía de una joven ciega atrapada por un grupo de hombres dispuestos a todo con tal de que les oriente para encontrar algo que desconoce por completo. Las características de la obra obligaban a apagar las luces del escenario y contar con la iluminación de parte de la sala y una nevera en escena cuya puerta abierta echaba luz sobre el drama de la invidente…
La película envejeció mal, como muchas de aquella época, tanto en la realización como en el color, pero el estilo de interpretación de la protagonista mantiene talento y lozanía: su rostro angelical acompaña maravillosamente las audaces estratagemas que urde para enfrentarse a feroces desconocidos. Como dato curioso, el autor fue un hombre que hizo dinero con esta función y algunas otras (había escrito, Crimen perfecto, otra intriga teatral, esta vez sin éxito, que llevó al cine Alfred Hitchcock en 1957), pero al que jamás le gustó escribir, fue una especie de don que le cayó del cielo sin quererlo y no lo supo valorar en absoluto, ya que se retiró tempranamente de los escenarios y los estudios de cine. Un interés añadido de la obra teatral, muy bien planteado en la película, radica en el precioso estudio de las capacidades de los ciegos, lo que obligó a todas las actrices a un duro entrenamiento.
Mueren autores y directores, pero Audrey Hepburn permanece en multitud de imágenes, reposiciones, ciclos de cinematecas, documentales y susurros amorosos en películas donde siempre nos parece que nos mira a nosotros, que nos busca. Precisamente ella, que arrastró la negra sombra de un padre ausente que nunca le demostró el menor interés… ni siquiera cuando consiguió recuperarlo, arruinado y enfermo, y le mantuvo a cuerpo de rey hasta el final de los días. Una relación que marcó a fuego la desolación de dos matrimonios rotos y un gran amor frustrado por William Holden: ella rompió la relación al enterarse de que se había hecho una vasectomías, y Audrey ansiaba tener hijos.
Su última película fue con Steven Spielberg cuando ya llevaba años retirada, enferma de un cáncer que se la llevaría para siempre a los 64 años. Sucedió en Always (1989), y sólo hizo una breve aparición en el papel de un ángel que da consejos a los personajes en vida. Sin duda lo mejor de un melodrama muy chungo, la peor película del gran director.
Peter Bogdanovich (1939-2022) escribió un libro estupendo, Las estrellas de Hollywood sobre grandes personajes que él conoció como periodista en la mayoría de los casos, y a veces como director y amigo, tal el caso de su relación con Audrey a quien dedica un capítulo conmovedor: «Una actriz maravillosa, muy colaboradora ante las dificultades, que fueron muchas, pues Todos rieron se rodó casi toda la película en la calle. Y luego teníamos largas charlas en la cocina de su apartamento; sin duda, una amiga entrañable, muy generosa».