La Fiesta de las Olimpiadas
Por Óscar Sánchez.
No se diga que no existe relación alguna entre pensamiento y deportes fuera de la que establece la célebre máxima del satírico romano Juvenal –ya se sabe: mens sana in corpore sano (curiosamente, este señor fue el mismo que escribió aquello otro de “Panem et circensis”… ¿a qué carta quedarse?). Las Olimpiadas, desde luego, han sido desde siempre un “circo”, pero un circo muy especial que ofrece también a su auditorio el espectáculo sub especie intelectualis de la contemplación de los límites de la medida humana ¿Hasta dónde ha llegado el hombre, cuál es su medida?: esta es una pregunta que no se responde sólo señalando un torpe antropoide con escafandra dando saltos erráticos por la superficie de la luna como un gran globo blanco al que se le ha soltado el pitorro al final de la fiesta, o mostrando con orgullo los ochentaitantos volúmenes de la edición crítica de las Obras Completas de Kant o los, así mismo, ochentaitantos kilómetros en anillo de un Acelerador de Partículas; hay que sacar también escena a Maria Callas cantando un aria, o a Marian Jones corriendo como un rayo tras años de esfuerzo y entrenamiento. Tan sólo teniendo en a la vista el conjunto entero de ese esfuerzo y de esos logros -y dejando momentáneamente a un lado tantas atrocidades e ignorancias seculares-, podemos hablar cabalmente del progreso de la especie humana. De hecho, Ortega y Gasset habló del “sentido deportivo de la vida” pensando en algo análogo a esto: la vida no tiene un sentido transcendente, no hay un motivo especial por el cual hayamos nacido y estemos aquí tratado de aprovechar el poco tiempo que tenemos, sino que ese sentido de nuestra existencia le es otorgado a la vida de modo inmanente por el hombre gracias a su esfuerzo lúdico y como deportivo. Así, el deporte imita a la vida pero también la vida imita al deporte, por cuanto que es el deporte, más que la virtud moral, quien ofrece a la devoración de los ojos de la ingente mayoría una imagen posible de la perfección humana tanto psíquica como corporal. De hecho, la perfección en este mundo fue el tema del gran Aristóteles, a quién Alejandro el Magno encargó la confección de la lista de los campeones olímpicos mientras él la exhibía en su vertiente guerrera por toda Asía.
En un lugar de algún libro, de cuyo nombre no puedo acordarme, leí una vez que hubo un año en la larga dominación del Imperio Romano durante el cual los usualmente duros y disciplinados ciudadanos de la capital celebraron ¡364 días de fiestas!, tan bien repartidos entre jolgorios cívicos, triunfos militares y celebraciones religiosas que incluso uno se atrevería a apostar que el único día de trabajo que se vivió aquel año fue convocado ex profeso para darle todavía un poco más de variedad a la existencia. Estaréis de acuerdo conmigo en que ése fue un año realmente digno de dioses, y así seguramente lo entendieron los romanos, para quienes la divinidad, importada de Grecia, se caracterizaba precisamente por residir en un eterno otium: ser dios es vivir por siempre en un tiempo lúdico, derrochando nuestras energías en una perpetua competición sin más provecho tangible que el mérito propio, reproduciendo una y otra vez el juego de las fuerzas que no acumulan rendimientos, sino que sólo disputan honores. De modo parecido, el libro del Génesis (y la idea se repite al comienzo del Evangelio según San Mateo) ocupa en la Biblia una posición singular, puesto que, si no recordamos mal, es el único fragmentos del texto sagrado del grave y severo pueblo hebreo en el que se llama a la despreocupación por el futuro, pues “cada día trae su afán”, y en el que se encarece a pasar el tiempo engolfado en la gratitud por haber nacido, pues en lo que se refiere a subsistir un día más ya “Dios proveerá”.
Recordando todo esto es donde más vendría al caso la frase aquella tan citada de la zarzuela: “las ciencias es que adelantan que es una barbaridad”. Porque, en efecto, han adelantado tanto, que pasa a segundo plano el hecho de que tengamos aviones, trasplantes, genética, etc., frente a la terrible verdad remachada en nuestras conciencias por la ciencia del s. XIX que reza -¡que miente¡- que el hombre es trabajo y la sociedad humana un cooperativa de producción a corto y largo plazo. ¡Homo Faber! –gritó el hombre de los tiempos modernos, el cual se precia de haber engendrado a la máquina-; ¡Homo Ludens! -susurran aquellos que han visto a las máquinas engendrar al hombre de los tiempos modernos.
Entre los filósofos, muchos son en los que, desde Mayo del 68 y aún antes, se han opuesto a esta ciencia del hombre que reduce la historia, la economía y las relaciones sociales a un mecanismo “sin sujeto ni fines” -como decía Althusser-, pero no vamos a meternos ahora en esos berenjenales. En esta ocasión queríamos hablar simplemente del sentido humano de la fiesta, del hecho inmemorial de que existan fiestas que no sean elementales satisfacciones del derecho al descanso y la pasividad, meras contraprestaciones de la exigencia de una productividad desatada, sino verdaderas reivindicaciones de un espacio social y temporal consagrado a las actividades que se agotan en su pura realización y en la contemplación y admiración de las mismas: valga el caso citado de los Juegos Olímpicos. Claro está que a nadie se le oculta que, más de cien años después de la restauración de las olimpiadas modernas en Atenas, la fiesta atlética del panhelenismo arcaico -probablemente el único acontecimiento donde los pueblos griegos se reconocían como una unidad, y finalizado el cual se da por terminada históricamente la antigüedad-, se ha convertido en un descomunal negocio. Pero eso no debe alterar nuestro juicio: bien lo hubieran explotado también más los comerciantes griegos de haber podido, sin por ello perder un sentido cuasi-religioso de la superación humana implícita en el agonismo olímpico. ¿Qué significa, al fin y al cabo, el término “teoría”? Cicerón respondió que su origen estaba en algo semejante al papel del espectador de los Juegos Olímpicos: observar como los demás actúan e indagar por qué lo hacen mejor o peor. Pensar la fiesta, valorar las olimpiadas: lo importante es participar…
El hecho de que el deporte se haya convertido en un negocio condiciona el modo en que se vive (los deportistas) y se contempla (los espectadores). La presencia avasalladora del deporte en los medios de comunicación ha hecho que tengamos JJOO a diario, pero también ha conseguido disipar nuestro interés. Los deportistas se divierten menos a causa de la profesionalización. No es que el deportista no quiera disfrutar, pero la exigencia de resultados de los que depende la viabilidad de su actividad los vuelve estresados. Sin embargo, pese al declive de los JJOO, algo de festivo debe de quedar a los ojos de deportistas. Lo digo por los ejemplos de Beckham y Romário, dos futbolistas que, tras una dilatada carrera llena de triunfos y dinero, expresaron su voluntad de ir a unos JJOO. Habida cuenta de que la categoría del fútbol es menor en los JJOO (y en cualquier caso mucho menor que la de las competiciones en que participaron), solo se entiende ese deseo en su dimensión festiva.
Por no hablar de la cuantificación milimétrica de todo que lo robotiza. De acuerdo con todo.