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Claroscuro del bosque


CLAROSCURO DEL BOSQUE
Marta Azparren y José Luis Gómez Toré.
Ediciones Amargord, Madrid, 2011.
74 pp.
 
Por FRANCISCO JAVIER GÓMEZ MARTÍNEZ


En una época de fatídica dispersión, de idas y contravenidas, de talentos fugaces y de promesas incumplidas, los libros de Gómez Toré ofrecen una senda, apartada, modesta, que conduce a paisajes recónditos y tranquilos. Claroscuro del bosque propone un diálogo imaginario que es a la vez un encuentro artístico y una meditación sobre el encuentro. La ilustradora Marta Azparren y Gómez Toré ya colaboraron juntos en Se oyen pájaros, uno de los primeros libros del poeta, y han vuelto a unir sus fuerzas, sus talentos, en este meritorio título.
 
Claroscuro del bosque es, en cierto modo, una peregrinación laica, compuesta de poemas, dibujos y ensayos. El pretexto es rememorar el encuentro entre Martin Heidegger y Paul Celan en 1967 en la Selva Negra. Este encuentro quedó recogido en un escueto poema de Celan, titulado como el lugar, Todtnauberg, con una extraña resonancia macabra. Tan singular miscelánea ofrece, sin embargo, mucho más de lo que promete al principio.
 
El riesgo que amenaza a este tipo de aventuras consiste en convertir a quien las inicia en una especie de turista literario, si se sucumbe a la seducción del fetiche. Esto es más evidente en el caso de Celan, que aúna los ingredientes fundamentales del fetiche literario: un talento incontestable, una experiencia vital dolorosa y una muerte voluntaria y solitaria. Los estigmas de la víctima y del genio, confundidos, a merced de cualquier idealización del artista tardorromántico. Conscientes de ese riesgo, la primera intención de los autores es escapar a la simplificación visionaria, “cuando realmente una obra nos interpela, resulta difícil sustraerse a la fascinación por los espacios que la escritura recrea, inventándolos de nuevo”. Se trata, por tanto, de una interpelación, una llamada al diálogo, no a la mera contemplación admirada. Una labor de invención. El encuentro en aquella cabaña adquiere pronto la condición de un punto de partida para un diálogo en el presente. De  fondo, permanece la idea, siempre turbadora, del encuentro del culpable y de la víctima, entendiendo por culpable a aquel que simplemente ha callado ante el horror, que no ha podido dar cuenta de él, incapaz de explicar durante décadas una breve seducción de juventud, y por víctima a aquel que, después de haberlo sufrido, ha hecho de él materia de una supervivencia. Es una meditación sobre el lugar otorgado al otro en un diálogo imposible, por el que el otro sólo muestra su propia opacidad indescifrable.
 
Pero Claroscuro del bosque es mucho más, también es una meditación sobre el espacio. “El lugar es algo más que el dónde suceden las cosas, una especie de recipiente vacío y abstracto; señala más bien hacia una copertenencia entre el ser humano y el mundo”. El hombre pertenece al mundo sólo en la misma medida en que el mundo pertenece al hombre. Esto quiere decir que el hombre que habita un espacio hace imposible la existencia de un vacío. Incluso cuando el hombre se ha ido, el espacio continúa estando habitado.
 
Al recorrer un espacio, antes de saber si fue hollado por otras pisadas, nos encontramos con la primera huella, a menudo grabada en la toponimia. El acto fundador de habitar un lugar por primera vez siempre corresponde a otros, también el de nombrarlo. Pero la mera invocación de un nombre devuelve la imagen de un espacio, ahora sí, vacío, que hay que llenar con la propia experiencia. Es el extrañamiento del enunciador con respecto a su propia historia. El remitente solícito es también el destinatario.
 
Encontramos en Claroscuro del bosque una honda reflexión sobre la relación entre la palabra y el silencio motivada, sin duda, por el mutismo de Heidegger durante varias décadas sobre su experiencia del Rectorado, pero también por el cripticismo agónico de los poemas de Celan. En cierto modo, esos poemas siempre han abierto un enorme silencio, un espacio que no puede ser llenado sino por la estruendosa quietud del horror. La palabra anida en la tierra del oxímoron, presa de una ardorosa contradicción. Equivalente al vacío es, en la palabra del poeta, el silencio, como algo más que lo opuesto a la palabra. Eso es lo que Gómez Toré y Azparren creen vislumbrar en esa premeditación hacia el silencio, cuando no al mutismo, que caracteriza a la obra del filósofo y que atormenta al poeta. “En ambos, parece escucharse el eco del antiguo mandato judaico que nos conmina a no pronunciar el nombre de Dios. El silencio no es ajeno a la palabra, sino que forma con ésta un nudo inextricable”.
 
(Ilustración: Bosque de palabras)
Los autores pueden evocar el encuentro, o incluso describir el paraje selvático en el que tuvo lugar, pero no pueden convocar una imagen que no existe, una instantánea que no fue tomada por nadie. Tanto los poemas como los dibujos, espléndidos ambos, hacen de toda posible imagen una suerte de caligrafía borrosa, con líneas que se pierden al final de las páginas, cuya continuación nunca es segura. Las palabras cuelgan, con frecuencia, sobre ellas, como los frutos sobre las ramas, a punto de caerse, maduras para la lectura atenta.
 

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