A los barcos

Por Gonzalo Jauralde Lafont.

El amanecer en Walden es fresco. El lago se cubre de una fina niebla, un velo que acaricia la superficie donde nadan algunos patos y flotan troncos a medio pudrir que sirven de islas a las ranas. Con las primeras luces Henry David Thoreau sale de su cabaña y se dirige al huerto. Coge algunas hortalizas y despeja de polvo las tomateras. Luego se acerca a la orilla del lago y se lava la cara. Su presencia espanta a un par de aves arrinconadas entre los juncos. Thoreau se incorpora y mira el espejo que se tiende ante él. El agua, calmada y en silencio, en nada se parece al mar, lleno de olas y tempestades. Pero Thoreau sabe que tanto el océano como el lago Walden, en el fondo, son lo mismo: una tabula rasa donde dibujar aventuras y escenificar pensamientos que aún nadie ha sido capaz de dar vida.

Cuando Nietzsche escribió en La gaya ciencia aquello de «¡A los barcos, filósofos!», lo hizo sabiendo que era sólo así, echándose sin miedo a esos espejos azules con todo un fondo por descubrir,  como se desvelaban nuevos pensamientos, nuevas formas de estar en el mundo, nuevas islas que por hallarse en las antípodas de lo convencional no tienen porqué salvarse de su exploración. El horizonte no se quiere limitado, sino traspasable, donde una vez rebasado su borde aparezcan nuevas dosis de azules enormes que surcar. Y en este mar no hay senderos marcados, como en la tierra; sólo un tejido de tinte cian que muda en las alboradas y crepúsculos, cuando el sol, desangrado, extiende su paleta de colores fogosos. Es en este colage inmenso donde se trata de jugar sin dogmas de ningún tipo que obstaculicen la excitante aventura. «Aquellos que quieren ir más allá de los caminos, no andan por los senderos trazados», dice una Upanisad india. Los claros en las nubes se abren más pensando lo no pensado que soplando mil veces contra ellas los textos, tradiciones y costumbres cacareados y repetidos uno y otro día. Por eso Thoreau se fue a Walden sin nada, para resquebrajar los nubarrones abriendo grietas a nuevos rayos de sol. Thoreau, el indisciplinado anarquista sin bombas, no tuvo miedo de levantarse contra el opresor yugo de su tiempo. Y así, contra esa esclavitud, se erigió abogado del Lucifer de John Milton, aquel que exclama: «es mejor reinar en el Infierno que servir en el Paraíso.»

Tanto Thoreau como Nietzsche sabían que el peligro de lo desconocido entraña las mejores sorpresas. Ambos eran conscientes que había que olvidar las rutas trilladas desde siempre. Echar al agua las cartas de navegación y salirse fuera de los muros y cárceles del pensamiento, fuera de las ideas, los valores y las construcciones mentales ficticias y vacuas. Había que romper las cadenas que sujetan el barco deseoso de zarpar libre de prejuicios al oleaje. «Hemos abandonado la tierra y nos hemos embarcado», dice Nietzsche figurándose un héroe de Conrad, el marino Peyrol, por ejemplo, que prefiere siempre cualquier muerte antes que la prisión.

Es en lo prohibido de ese mundo abierto donde el capitán quiere verse dirigiendo el timón de su barco. Rebasar los límites de lo permisible y ahondar en los mares profundos de un inconmensurable infinito colage de matices. Yendo más allá del horizonte es como el pensamiento se hace verdaderamente juego perpetuo. No lo plano y acabado, sino lo curvo e infinito, aunque este infinito sea sumamente terrible. Más allá de toda regla y cátedras oxidadas. Sólo en alta mar queremos nuestro buque a la deriva. ¡A los barcos!

One thought on “A los barcos

  • el 27 abril, 2010 a las 8:50 am
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    En alta mar, sintiéndose descubridor del mundo, como un Colón del conocimiento abriéndo límites del pensamiento… Todo ello suena muy bonito, pero no obstante, debemos tener en cuenta que igual que no hay inventor sin referencia a lo ya cercano y conocido, tampoco hay un decubrimiento que no parta de las tradiciones manidas que tanto desprecia el idealista. Es decir, que el que imaginó una sirena no fue capaz de crear el ser imaginario de la nada, sino que tomó la imagen de algo ya conocido y lo mezcló ( una mujer y un ave, o en su versión más romántica, una mujer y un pez), el verdadero descubridor no lo es tanto; no puede surcar los mares sin tener en cuenta las costas, el terreno ya conocido o incluso las rutas ya recorridas. Por mucho que el agua borre las huellas del barco; en el pensamiento, no podemos vagar sin rumbo, debemos aprender de los errores y sólo escuchar en su justa medida las ideas convencionales.
    No defiendo el tradicionalismo, sólo digo que no puedes hacer borrón y cuenta nueva, excluírlo de todo y liberar tu pensamiento de su influencia, porque para bien o para mal, para apoyar o despreciar sus ideas, ya han formado parte de tu pensamiento y debes considerarlo parte de ti. Constituye por tanto, cimentación de tu pensamiento, por mucho que te pese, y aunque ya estés en alta mar, el marinero se crió en tierra y no puede obviarlo.

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