Cerramos el verano
Por María Anaya Volpini
Cerramos estas lecturas de protección UV con un libro que casi os cabe en el bolsillo y que lleva en la portada un racimo de otoño para cerrar el calor y abrir mejores rutinas. Volver a casa después de las vacaciones siempre tiene ventajas inesperadas y el otoño ofrece uvas, granadas y poesía antigua que a veces es bueno recordar. Para empezar este nuevo año (quien dijo que los años empiezan en enero no sabía qué decía, las promesas de año nuevo se hacen en septiembre y se visten con una bufanda recién comprada que deberá esperar casi dos meses en el armario a ser estrenada). Para empezar este nuevo año, decía, me llevo en los bolsillos la última recomendación del verano, esa “Capital del dolor” de Paul Éluard que Colección Visor de Poesía publicó en 2006 en edición bilingüe por primera vez.
Éluard nos dice:
Volver a una ciudad de terciopelo y de porcelana; las ventanas serán vasos o flores que habrán dejado la tierra, mostrarán la luz tal cual es.
Ver el silencio, darle un beso en los labios, y los tejados de la ciudad serán bellos pájaros melancólicos, de alas descarnadas.
No amar más que la dulzura y la inmovilidad en el ojo de yeso, en la frente de nácar, en el ojo ausente en la frente viva, en las manos que, sin cerrarse, guardan todos sus movimientos, los más precisos del mundo, invariables, siempre exactos.
El corazón del hombre no se ruborizará ya, no se perderá ya, vuelvo de mí mismo, de toda la eternidad.
Volver a la ciudad después del verano implica la oportunidad de acercarse a las papelerías, donde también se ofrece un nuevo comienzo de tapas duras e interior pulcro a quienes ya no van al colegio. En los escaparates vuelve a haber jerséis y botas que suenan a promesa de tardes refrescadas con lluvia. Pensar en aplastar hojas marrones remojadas en charcos, me hace rodar por el otoño hasta las primeras semanas de diciembre, el puente largo, la familia que se reúne, los primos juntos otra vez. Te echaba de menos primo Xavi, hacía tanto que no hablábamos… y en cuestión de minutos royendo nuestra ración de pan previa a la cena de cuello vuelto, ya estamos riendo igual que cuando saltábamos encima de esa isla de camas donde dormimos como una comuna de cachorros tantas navidades.
Pero aún no toca. Es el momento de regalarte a ti mismo un ramillete de lápices afilados, copiar unas cuantas poesías y guardarlas para el camino como tentempié sano. Con un pedazo de Éluard y un lápiz nuevo puedes asomarte a la ciudad, al metro y convertir esos viajes subterráneos en la oportunidad de que te crezcan en los ojos tantas historias como pestañas. ¿Cuántos momentos concretos en metro puedes recordar? El mejor que me viene a la memoria ocurrió hace más de veinte años. El vagón estaba vacío y yo pensaba que aquello era igual que estar en una limusina. Corrimos arriba y abajo del vagón durante casi todo el trayecto, los mismos de la isla de camas, y a mi tía se le ocurrió la extraña idea de hacernos una foto. ¿a cuántos madrileños se les ocurriría hacerse una foto dentro de un vagón vacío de la línea seis en la era de las cámaras analógicas?.
Si haces suma, verás que hay muchas más historias que merecen ser recordadas en los rincones de las sucesivas rutinas que fuiste dejando desperdigadas, otoño tras otoño, por toda la ciudad. En la arena sólo queda algún reloj perdido y algún beso robado, poca cosa comparada con lo que cabe un vagón o en un bolsillo cálido.