Marqués de Sade: naturaleza y placer
Por Carlos Javier González Serrano.
Quisiera hoy dejar patencia de un tipo de pensamiento que en ocasiones queda depositado en el cajón del olvido y que, por tal razón, y a juicio de ciertos especialistas, no merece ser tomado en consideración –al menos en contextos académicos. Apurando, estos creadores (a los que algunos autores inscriben en una historia que denominan “paralela” a la oficial), entre los que Sade se encuentra sin lugar a dudas, quedan relegados a un ostracismo muy particular: se reconoce su relevancia sin entrar a dirimir las causas por las que no se estudian sus escritos más o fondo. Están y no están. Podríamos reconocer en esta lista a autores como Schopenhauer, Montaigne, el propio Sade, H. Hesse, Diógenes (cínico griego), Madame de Staël, G. Bruno, los místicos españoles (Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, etc., que si bien son estudiados en literatura son apartados en filosofía como si en sus textos no hubiera nada que encontrar), las cartas de Abelardo y Eloísa, Unamuno, Swedenborg, y un larguísimo etcétera. En este sentido, cierta censura ha pretendido desde hace mucho tiempo repudiar al Marqués de Sade del campo no sólo de la filosofía, sino también de la literatura, situándolo –como si el autor fuera una mera curiosidad en la historia, un dato peculiar– en el cofre de los manuales de psicoanálisis o patologías diversas.
Reparemos en primer término en La filosofía en el tocador. Lo que leemos en esta obra puede catalogarse, desde luego, como “desviaciones sexuales”, pero todas ellas surgen sin embargo del individuo, de su apartado más puramente físico, derivando a la vez de la sociedad, contra la que el hombre y la mujer de Sade se rebelan para intentar acabar con los frenos que aquélla pone a sus deseos. Éstos, para más inri, poseen un origen natural: Sade defiende un materialismo en el que encontramos al hombre como una parte minúscula de la especie a la que pertenece; a su vez, la especie se engloba en un todo aún más amplio de otras que han existido en el transcurso del devenir histórico. Nuestra vida no tiene importancia para la naturaleza; utilizando una expresión latina que viene muy al caso, natura non constritatur, la naturaleza no se entristece. Sade deja así planteado un sistema en el que la destrucción es un momento absolutamente necesario de la reproducción, de la generación de nueva vida. Reina la muerte, la destrucción, pero no por ello la naturaleza se ve resentida. Por eso a los personajes que Sade presenta en La filosofía en el tocador no les preocupa más que la búsqueda de placer, el goce infinito: los únicos límites son los impuestos por la naturaleza. De ahí que el autor inaugure la obra con una dedicatoria muy especial: “A los libertinos”. Allí Sade escribe: «Voluptuosos de todas las edades y de todos los sexos, a vosotros solos ofrezco esta obra: nutríos de sus principios, que favorecen vuestras pasiones; esas pasiones, de las que fríos e insulsos moralistas os hacen asustaros, no son sino los medios que la naturaleza emplea para hacer alcanzar al hombre los designios que sobre él tiene; escuchad sólo esas pasiones deliciosas; su órgano es el único que debe conduciros a la felicidad».
Es tentar al hombre dejarle que elija.
Sade, La filosofía en el tocador
Por eso no extraña en absoluto la elección del subtítulo: La filosofía en el tocador o Los preceptos inmorales. Inmediatamente después Sade escribe: “Diálogos destinados a la educación de las jóvenes señoritas”. Una moralidad, la oficial, que impide que aquel precepto natural de buscar el placer se lleve a efecto; por eso la Señora de Saint-Ange, apenas comenzado el libro, habla de este modo: «Es imposible hacerse una idea de lo que concibo, amigo mío, de lo que querría hacer. Pensaba que limitándome a las mujeres me volvería prudente, que mis deseos concentrados en mi sexo no se exhalaría ya hacia el vuestro; proyectos quiméricos, amigo mío; los placeres de que quería privarme no han venido sino a ofrecerse con más ardor a mi imaginación, y he visto que cuando, como yo, se ha nacido para el libertinaje, es inútil pensar en imponerse frenos: fogosos deseos los rompen al punto».
La filosofía en el tocador es una obra imprescindible en cualquier biblioteca del pensamiento occidental, pues no sólo encontramos mórbidas escenas de sexo en las que sus personajes quedan entregados al goce más radical, sino conversaciones que toman la forma de disquisiciones filosóficas acerca del hombre, el mundo, el mal, la naturaleza, etc., haciéndose cargo incluso de algunos avatares históricos que asediaban a la sociedad francesa de la época (ejecución de Roberspierre, toma de la Bastilla, etc.). Sade es un hombre de su tiempo, por mucho que se le tilde de visionario; mediante sus geniales escritos pretendía dar con un código de normas o leyes justas que comprendieran al ser humano como lo que es, un ser natural: unos derechos que han de defender, desde luego, las desviaciones sexuales, que en el fondo no son tan execrables como han pretendido desde siempre las denominadas “buenas conciencias”. Se esté o no de acuerdo con Sade, lo justo es coger el libro y leerlo despacio, estudiarlo, y discutir con su autor convenientemente, porque desde luego que la obra lo merece.
Por otro lado podemos fijar la atención en otra de sus obras: Justine o Los infortunios de la virtud. Como es sabido, Sade perteneció por su origen a la aristocracia del régimen con el que la revolución francesa quería acabar; durante la mayor parte de su vida se sintió estrechamente vinculado a las ideas de libertad y de disolución de los poderes religiosos y políticos: fue un personaje a caballo entre dos mundos, y víctima de ambos.
Quizá uno pueda sentirse orgulloso de ser caritativo, pero esa satisfacción que da el orgullo es tan quimérica y se disipa tan pronto, que se necesitan placeres más concretos.
Sade, Justine
No sólo en filosofía o ciencia, sino también en literatura, el siglo XVIII se halla casi totalmente preñado de una fe desmedida en la razón, lo que facilitó el desarrollo de una violenta crítica a los dogmas cristianos que tenía como cometido hacer desaparecer las supersticiones religiosas, surgiendo el materialismo mecanicista como una suerte de credo en el que se negaba la existencia de todo aquello que no fuera tangible, ahuyentando así las creencias en presuntas realidades espirituales. Sade pone en juego su liberación sexual a partir de ambas bases ateas y materialistas, rechazando toda forma de autoridad y de despotismo.
El argumento de esta novela que Sade redactó en quince días (1787) es sencillo: dos jóvenes hermanas, Justine y Juliette, quedan sin familia ni recursos suficientes para subsistir por sí mismas, por lo que se ven obligadas a conocer mundo y buscar trabajo. Juliette, más mayor (de la que aparentemente perdemos la pista en las primeras páginas del relato), decide entregarse a toda clase de trapicheos y escarceos con el vicio y el pecado para salir adelante, mientras Justine (más adelante Sofía) pretende conservar una actitud casi santa en todo momento, haciéndose paladina de la virtud –e incluso mártir– en nombre de Dios.
Es en vano que las leyes quieran restablecer el orden y reconducir a los hombres por el camino de la virtud; contienen demasiados vicios como para acometer esta empresa. […] Los remordimientos no prueban el crimen, sino sólo la existencia de un alma que se deja subyugar con facilidad.
Sade, Justine
Más allá de las cuitas que cada uno de los personajes, en especial Justine, habrá de afrontar a lo largo de la novela (investigación que pertenece al lector), Sade constata mediante este relato que a pesar de que en virtud de la revolución puedan llegar a eliminarse exteriormente las jerarquías sociales e imponer así un estado jurídico de igualdad de los ciudadanos, la dicotomía formada por las relaciones de dominio y sumisión seguirá primando en el ámbito sexual, terreno de los placeres, de modo que la palabra “perversión” ha de extenderse a la vida humana en su conjunto, y no sólo a la que se da en sociedad. Precisamente el problema moral que suscitaron –y suscitan– las obras de Sade es que las circunstancias que refleja en sus relatos no eran –ni son– tan singulares o monstruosas como se querían pintar. Jean Paulham calificó en 1946 a tal constatación como el “secreto terrible” de los escritos de Sade, un secreto que la prudencia no permitía airear.
[E]sa poderosa fuerza del egoísmo que lleva al hombre de un modo natural e irremediable a desembarazarse de todo aquello que le perjudica, sin que haga otra cosa, al actuar así, que obedecer al más sagrado de sus impulsos.
Sade, Justine
La naturaleza, de modo similar a como Nietzsche lo planteará muchos años más tarde, se encuentra “más allá” del bien y del mal. Desde la perspectiva de la naturaleza, el mal constituye uno de sus elementos inherentes, entendido como la destrucción de unos en beneficio de otros. Por otra parte, asegura Sade, el mal nos llena de fascinación, nos asombra: de no ser así, ¿qué sentido cobraría la expresión “ser tentado”? Para nuestro autor es llamativo hasta el extremo que el hombre, aun conociendo el bien, se decida por hacer el mal. Éste no ha de causar remordimientos porque tiene su razón de ser en una convención que toma la forma de prohibición.
En ello consiste la inversión que Sade lleva a cabo con respecto a otros pensadores y literatos de su época, la inversión de los ideales de la Razón, cuya función no será la de conocer al Dios todopoderoso del cristianismo, ni llegar a culminar toda ciencia que se proponga el hombre, sino la de destruir tan pronto como sea posible todo remordimiento, aniquilando lo que Sade denomina un “movimiento tenebroso” fruto de la ignorancia, de la cobardía y de la educación, consistente en pensar como “malo” aquello que la religión y las convenciones así estipulan.
Creo que si hubiese un dios, no habría tantos males en la tierra. Creo que si el mal existe sobre la tierra y estos desórdenes son permitidos por aquel dios, es porque está por encima de su voluntad el impedirlo o porque es un dios débil o despreciable; le desafío sin miedo y me río de su cólera.
Sade, Justine
Y es que, como asegurará algunos años después Baudelaire, el ingenuo hombre de bien no podrá nunca captar el poder irresistible del mal, a pesar de que la voluptuosidad única del amor radica en la certidumbre de poder hacer el mal (donde se encuentra toda voluptuosidad). Tal es la antítesis o inversión del racionalismo moral del siglo XVIII, tradicional y erróneamente personificado en la figura de Kant, y que consiste en vincular la virtud con la felicidad y el vicio con el dolor. Sade da la vuelta a este vínculo “racional” (que ya viene de lejos, desde la historia de Job en el Antiguo Testamento): Justine sólo será vapuleada por la persistencia en actuar conforme a la virtud, mientras que el vicio no dejará de reportar prosperidad a su hermana Juliette. ¿Qué planes tiene guardados la Providencia para cada uno de ambos “bandos”?
En un mundo enteramente virtuoso, siempre te aconsejaría la virtud, puesto que las recompensas son inherentes a él y lograrías la felicidad de modo infalible. En un mundo totalmente corrupto, jamás te aconsejaría otra cosa que no fuese el vicio. El que no sigue el camino de los otros inevitablemente pierde; todo aquel que se encuentra con él lo golpea y, como es débil, acaba necesariamente siendo aplastado.
Sade, Justine
Lo que muchos entienden como literatura erótica esconde, en la mayoría de los casos, el pensamiento más profundo. Tanto si uno se abandona al impulso de la naturaleza como si decide reprimir dicha tendecia, siempre debe elegir. Dicha elección determina nuestro lugar en el mundo.
Sade lo explica mejor que nadie en Justine, es verdad. Gracias por recordárnoslo.
Una imagen personal del divino marqués más prosaica y mundana, pero igual de atractiva, en la estupenda película “Quills”… (Seguro que la has visto, y, si no, a pasarlo bien).
Muchas gracias por vuestros comentarios. Paz, pasaré muy a menudo por tu blog, me parece una maravilla.
Saludos muy cordiales.