Perdido en Buenos Aires o la otra historia de la cubanía
Por Amir Valle.
Uno de los autores más cubanos que conozco, literariamente hablando, es Antonio Álvarez Gil. Y lo más curioso es que esa cubanía literaria está presente en las obras suyas que tratan directamente la cotidianidad de la isla, pero está aún más marcada en aquellos títulos que hablan de Cuba, de lo cubano, de cubanos, sin tener que ver directamente con esos esquemas con los que, en los últimos veinte o treinta años, solemos identificar a la literatura cubana.
Así, una novela como Las largas horas de la noche, donde el personaje es José Martí, intenta desnudar y llevar a carne uno de los personajes míticos de nuestra historia a partir de los llevados y traídos amoríos de Martí con María García Granados, en Guatemala, en una historia que transcurre entre abril de 1877 y agosto de 1878, en Guatemala; o una gran historia como Delirio nórdico, en la que en un campamento de refugiados en Suecia se desvela todo el trauma del exiliado en un contrapunteo magnífico entre lo que se deja y se carga, en materia de cubanía, cuando los cubanos se ven lanzados a la dura carrera de aprendizaje y ruptura del exilio; o más recientemente, Perdido en Buenos Aires, una obra que a simple vista alguien catalogaría (ahora que se intenta poner etiquetas a todo) de “novela deportiva” pues recrea lo sucedido tras las bambalinas personales de los maestros del ajedrez José Raúl Capablanca, cubano, y Alexander Alekhine, francés de origen ruso, en el campeonato de 1927, celebrado en Buenos Aires, en el cual el cubano perdió su corona de campeón mundial.
Son tres registros, los aquí citados, de una búsqueda de la cubanía que no se detiene en los márgenes de la isla, en sus fronteras geográficas, sino que salta la insularidad buscando esta tipificación, esa cubanización de lo narrado, pero a partir de íconos muy reconocibles de lo cubano: José Martí, el éxodo y una gloria deportiva como lo fue Capablanca. Lo que sigue es aún más curioso: Álvarez Gil emplea estos íconos en sus esencias más humanas y, lejos de dignificarlos, los singulariza minimizándolos en sus más bajas pasiones, en sus más duras contradicciones, en sus lados más oscuros. Así, Martí engaña a su amada María García Granados y regresa a su presencia casado con otra mujer, provocándole la muerte a su desconsolado amor; los cubanos enredados en los trámites de solicitud y espera de asilo político en el campamento narrado en Delirio nórdico se convertirán en una verdadera fauna predadora del otro (trayendo a un escenario lejano de su patria el mismo odio y la misma división que le sembró en la isla el gobierno) y la genialidad ajedrecística de Capablanca sucumbirá ante su orgullo, su egolatría y su libertinaje sexual.
Perdido en Bueno Aires, la más reciente novela de Antonio Álvarez Gil, es una de las más importantes obras de las que han ganado el Premio de Novela Vargas Llosa, convocado en España por la Universidad de Murcia y es, sin dudas, una de las más sólidas contribuciones de este autor a eso que llamamos “novelística cubana”.
Capablanca, en la novela, carga con el peso de “ser cubano” en toda su magnitud. Y esa cubanía es asumida con la naturalidad del genio que cree ser centro del mundo del ajedrez y por ello no encuentra motivo ni siquiera para justificar el estallido de sus más bajos instintos: el libertinaje como trono desde el cual se mira, “más abajo”, a los otros; la indisciplina deportiva y social porque la altura que ha conquistado hará que todos perdonen; e incluso la lujuria que despierta su carne en otras carnes ante el impacto de su publicitada genialidad. Y en esos tres aspectos, que devienen un leitmotiv de toda la trama, Capablanca asume como parte indivisible de su carácter, los prejuicios que usualmente esquematizan en una imagen de cartón al “hombre cubano”: buen bailador, buen bebedor y excelente pareja amatoria, aprovechándose a conciencia de esos “mitos” para manejar a su antojo a quienes lo circundan y se acercan a él en tanto famoso y en tanto “cubano portador de esas maravillas”.
Surge ahí la primera llamarada del éxito en la construcción de este personaje: Capablanca es un hombre absolutamente contradictorio, lleno de defectos, hundido bajo la inestabilidad psicológica que provoca la inseguridad, y la proyección de esos problemas de carácter en la trama se convierten en los más logrados momentos climáticos en materia dramatúrgica: se humaniza así, aprovechándose del estereotipo, la imagen estereotipada del genio ajedrecístico que en la realidad fue este hombre. En simples palabras: el estereotipo sirve para romper el estereotipo, y así descubrimos a un Capablanca más humano, más natural, más complejo y, sobre todo, más despojado del acartonamiento y la falsedad que crean esos estereotipos sobre el modo de ser del cubano.
Más allá de narrar cómo Capablanca pierde su corona por su exacerbado orgullo, por la exagerada confianza en su genialidad, y por su libertina zambullida a la vida bohemia de Buenos Aires mientras su rival dedica todo el tiempo a estudiar las partidas del torneo, Perdido en Buenos Aires es una novela que habla, otra vez hurgando en el estereotipo, de algo que va tipificando la vida del cubano de a pie desde hace ya más de un siglo y que podríamos llamar la “jovialización de la cotidianidad”; es decir, el no tomarse nada en serio, el no asumir la vida con la responsabilidad que como individuos corresponde, el mirar la vida con la frase “no importa, todo se resuelve”, aún cuando todo lo anterior signifique que, como seres sociales, tomar partido por una idea, una meta, un sueño es más asunto de otros que de nosotros mismos, lo cual me hace recordar una frase de un vergonzoso engendro político: Gerardo Machado, cuando dijo a uno de sus ministros una frase que sigue repitiéndose hasta hoy: “mientras ellos chotean, nosotros vivimos”. Capablanca cree hasta el mismo final que puede retener la corona de campeón mundial porque, primero, cree merecerla más que Alekhine; segundo porque, ahogado en la bruma de su protagonismo y sus deseos de diversión, no es capaz de ver sus meteduras de pata; y tercero, porque cree en que su genialidad saldrá en su defensa llegado el momento. Y los cubanos, lo sabemos bien (e incluso por ahí anda un viejo escrito, muy popular, que habla de cómo somos), hemos asumido los problemas de nuestra vida y nuestra historia primero, creyendo que nos merecemos estar bien porque somos especiales; segundo, porque no somos capaces de reconocer nuestros miedos, nuestra intolerancia natural, nuestra incapacidad manifiesta de escuchar algo contrario a lo que pensamos, en fin, nuestros defectos; y tercero, porque nos creemos, en muchas cosas, elegidos (búsquese si no esos cientos de artículos que aparecen en internet, escritos por cubanos, donde aparecen los cubanos hasta pintando dibujitos en las cuevas de Altamira).
La derrota de Capablanca es, aunque a algunos no nos guste, una derrota para esa imagen hiperbolizada de la genialidad del cubano y una muy acertada ubicación de lo cubano en el terreno de la humildad: los cubanos somos simplemente un pueblo más de la tierra, con nuestras luces y nuestras sombras. El hecho simple, en fin, de que Capablanca pierda la corona por seguir al pie de la letra, incluso a conciencia y creyendo en ocasiones que manipula a los demás, los estereotipos que nos hacen “superiores”, “especiales”, no me deja alternativa para pensar en otra conclusión más agradable a mi cubano oído.
Esa otra cubanía, que baja del podio los mitos del cubano utilizando para dar ese tirón hacia abajo a los propios mitos, a los propios estereotipos del cubano, propone una lectura más racional de nuestra identidad. Y ese es un verdadero logro de esta novela: Antonio Álvarez Gil aprovecha una trama supuestamente deportiva, un escenario en apariencias neutral (aún cuando Buenos Aires fuera la ciudad más cosmopolita de esos años) y unos personajes que pasan toda la novela cuestionando directa o indirectamente la actitud “tan cubana” de Capablanca, para escribir una de las obras más cuestionadoras de nuestra identidad, nuestra idiosincrasia que he leído en los últimos años.
La excelencia de la prosa, la solidez de los personajes, la exquisita estructuración dramatúrgica de la trama y el conflicto, no los menciono por una simple razón: Antonio Álvarez Gil nos tiene acostumbrado a esa calidad literaria. Ahí están sus obras para convencer a quien tenga dudas.
Perdido en Buenos Aires
Antonio Álvarez Gil
Editorial de la Universidad de Murcia, 2010
Premio de Novela Vargas Llosa 2009