Por Lara Moreno.

«¡Oh, pero todavía pienso retorcerte el corazón!», gritó hacia la selva invisible.

Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas

Hoy es mi primer día aquí, y cuando uno llega a un sitio tiene dos opciones: suponer que alguien lo está mirando y decir algo tipo «Soy Fulano»; o sentarse en una esquina a hacer un acto de presencia silencioso hasta que con el paso del tiempo se dé por supuesta su existencia. Aunque había planeado hacer lo segundo, me decantaré por lo primero.

Por ejemplo, quiero explicar por qué esta columna se llama «Guarda tu amor humano». Desde octubre del 2006 tengo un blog que se llama así, y cuando el editor me propuso escribir para esta revista, sugirió que mi columna se llamase de la misma forma. Bien, le dije, acepto. Tampoco es tan importante el nombre, dijo él. Además, podemos cambiarlo cuando queramos, dije yo. Y nos quedamos los dos contentos. Ahora yo no estoy tan contenta de tener que explicar el origen del nombre, porque para eso he de pronunciar un apellido que me tengo prohibido desde hace años. Por saturación, por libertad, por familiar cansado, por viejo amor (qué coñazo a veces los viejos amores, el rencoroso mundo de los ex). El apellido prohibido es Cortázar, y «Guarda tu amor humano» es un fragmento de un verso del poema «Encargo», escrito en París entre 1951 y 1952 y publicado en el que muchos dicen que es un libro pésimo, Salvo el crepúsculo. Yo no diré si es un libro pésimo o no porque uno no debe hablar en público de su familia y mucho menos de la familia con la que ya no se habla (ese tipo de familiares a los que uno recuerda en plan: oh, vamos, no me parezco en nada a ese). Pero apuntaré que el verso completo es «Guarda tu amor humano, tu sonrisa, tu pelo», y que tiene otros como «Ven a mí con tu cólera seca» o «que cada cosa cruel sea que tú vuelves». Como el tiempo no pasa en balde, ahora que releo subrayo este otro, incomprensible o plano: «No me importa ignorarte en pleno día, saber que juegas cara al sol y al hombre». Y bien. Esto es lo que tengo que decir del título de la columna, y la última vez que escribiré la palabra Cortázar en esta revista (que caiga sobre mí la multa si rompo mi promesa). ¡Adiós, J. C., regresa a tus huesos!

Y, por ejemplo, también he decidido explicar de qué quería hablar hoy, en vez de hablar directamente de ello. Pues: resulta que en los últimos tiempos tardo mucho en acabar un libro. Digamos que leo muy despacio. Yo no tengo una mente privilegiada de esas que veo por ahí, con un nivel de concentración ultrapoderoso. No. A mí lo de las nuevas tecnologías y algunos otros detalles escabrosos de la vida me merman la capacidad de concentración y la última vez que leí a un ritmo satisfactorio fue en vacaciones (en una roca, casi sola, horizonte azul y alguna mosca, lo previsible). Me hostigo por ello. Y voy dejando libros desperdigados por toda la casa, los acaricio cuando paso por su lado y durante mínimos ratos libres los devoro para mitigar mi culpabilidad. También para saciarme. He purgado dos culpas, pequeñas y finas formato bolsillo en lo físico y grandes en el interior: El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad y el guión de Hiroshima mon amour, de Marguerite Duras. El primero era un capricho o una obligación y el segundo el regalo de una amiga. El primero es el libro que siempre quise leer de Conrad y el segundo el libro que nunca pensé que leería de Duras. No hay nada nuevo que yo pueda decir ni de uno ni de otro, y nada tienen que ver ambos, lo sé. Pero mirando, miope, he visto: Hiroshima, corazón, tinieblas, amour. Hiroshima, tinieblas. Corazón, Hiroshima. Quizá Hiroshima sea una palabra conectada al resto de palabras. Quizá la inmortalidad de El corazón de las tinieblas sea verdaderamente la inmortalidad. Y la poesía de Duras el regusto amargo de toda la poesía.

Lo obvio es demasiado obvio: los dos libros hablan de la infinita capacidad del ser humano para practicar el horror. Y como si de un arbitrario ejercicio de Busca las Siete Similitudes se tratara, anoto: en el libro de Conrad, Marlowe navega por la densidad del río, adentrándose en la selva, haciendo gigante en su curiosidad y en su descubrimiento el misterio de la existencia, el hombre superior, el que lo ha visto todo, la deidad más humana, más mortal, Kurtz. Sí, el camino es largo, verde y húmedo como la selva y con un lenguaje potente e incansable. Pero llega al final cerrando lo que considero un círculo perfecto, no solo narrativa sino históricamente: ¿hay que contar, acaso, lo que se ha visto al fondo del todo? ¿Es que no sirve la fiebre contraída, el bamboleo de Marlowe por las calles tras el viaje, tras la muerte de Kurtz, el indomable cansancio del que ha conseguido juntar los dos extremos de la circunferencia y ya jamás podrá volver a mirarla como tal, como circunferencia, sino como túnel? No hay más profeta de lo negro que el que va, y luego vuelve. Así fue desde el principio y lo seguirá siendo (no hay freno en el mundo de los mortales):

«No, no me enterraron, aunque hay un período de tiempo que recuerdo borrosamente, con un asombro estremecedor, como un viaje a través de algún mundo inconcebible en el que no hubiera ni esperanza ni deseo. Me encontré de regreso en la ciudad sepulcral donde me molestaba la vista de la gente apresurándose por las calles para sacarse un poco de dinero unos a otros, para devorar sus infames alimentos, para tragar su insalubre cerveza, para soñar sus insignificantes y estúpidos sueños. Se entrometían en mis pensamientos. […] No eran mis fuerzas las que requerían cuidados, sino mi imaginación la que necesitaba consuelo.»

Y es que:

«¿Cómo podéis vosotros imaginaros a qué precisa región de los primeros tiempos pueden conducir a un hombre sus pies sin trabas, impulsados por la soledad (soledad absoluta, sin un solo policía), por el silencio (silencio absoluto, donde no se oye la voz consejera de amables vecinos susurrando acerca de la opinión pública)?»

Pues eso. No podemos imaginarlo, y nadie nos lo va a explicar con detalle porque eso sería innecesario y sería además como mentir. La tríada Marlowe-Kurtz-Conrad ha guardado bien el secreto escalofriante de la humanidad. ¿Y qué tiene esto que ver con Duras (Duras escribiendo guiones surrealistas para Alan Resnais? El miedo. Lo que no se dice. El empeño de la autora por hablarnos de la devastación interior cuando en realidad lo que ocurre es esto:

«Las mujeres corren peligro de dar a luz niños deformes, monstruos, pero todo sigue.

Los hombres corren peligro de verse atacados de esterilidad, pero todo sigue.

La lluvia da miedo.

Lluvia de cenizas sobre las aguas del Pacífico.

La comida da miedo.

Se tira la comida de toda una ciudad.

Se tira la comida de ciudades enteras.

Toda una ciudad monta en cólera.

Ciudades enteras montan en cólera.»

Ambos libros, en sus finas ediciones de bolsillo, nos hablan del presente. Hoy es Hiroshima. (Mañana es Hiroshima.) Hoy es Leopoldo II. Del librito de Duras desecho la poesía un tanto inocua a veces, la melancólica repetición de los actos del amor, cursi, mórbido en su drama. Y sin embargo atesoro el maravilloso epílogo fuera del guión, las «Evidencias nocturnas. Notas sobre Nevers». De El corazón de las tinieblas, ese magnífico documento de la Sociedad Internacional para la Supresión de las Costumbres Salvajes: oh, vamos. Cada página, no hay desperdicio. Kurtz es para siempre.

Masticando esta preferencia, reflexiono.

El otro día le pregunté a mi padre qué opinaba acerca de mi último texto publicado. Me dijo que había madurado y eso le parecía bien, pero que él prefería la autenticidad de antes.

Entonces, ¿va a ser cierto, en eso consiste?: madurar es alejarse de uno mismo. Alejarse de la poesía, cruzando la selva, hacia la oscuridad.

*Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas, traducción de Araceli García Ríos e Isabel Sánchez Araujo. Madrid, Alianza Editorial, 2009. Marguerite Duras, Hiroshima mon amour, traducción de Caridad Martínez. Barcelona, Seix Barral, 2005.