La Sra. Carrington y las editoriales
Por Alberto Masa.
Comprenda usted que al principio no iba a abrir pero me di cuenta que mi cita con la Sra Carrington para tomar café con pastas, debido a lo que usted y yo nos traemos entre manos, era ineludible. Tuve miedo, es cierto, de que detectara la mancha de lefa de mi pantalón, que sólo me dio tiempo a restregar. Incluso al darle la mano (izquierda) para saludarla, vi semen en una de las puntas de mis zapatos e hice entrar entonces a la Sra. Carrington lo más aceleradamente posible hacia la cocina, eludiendo el examen físico que hace de mi indumentaria siempre que entra e incluso su par de castos besos fingiendo un estado nervioso que, en este caso, casualmente, era del todo coherente por lo estaba padeciendo, pero achacándolo -en una salida, he de reconocer, bastante tonta- a la obra del piso de enfrente. Ah, esos malditos ruidos. Tengo suerte de andar ya medio sorda, dijo ella y le dije que me esperase porque andaba mal del estómago. Tenía tanto que contarle acerca de usted a mi querida amiga.
Una vez en el baño, eché bien de agua en mis manchas del pantalón y me quité con papel la lefa del zapato. Al abrir la puerta tiré de la cadena dos veces y abrí la ventana para que saliese ese horrible olor imaginario. ¿Se acuerda usted de la chica con la que solía salir junto a su sobrino y otros mozos? Dijo que sí y, muy entusiastamente, me preguntó si se había tratado de mi novia. Dije que no. Y añadí: ¿existe una palabra en el diccionario más desagradable que la palabra “Hola”? Ahí introduje el estado de ánimo que nos interesaba para empezar a hablarle sobre usted, egregio estilista.
Pronto hube de situarme en el papel de una Sylvia Plath cualquiera, frágil, ñoño incluso, mujer… La Sra. Carrington no daba crédito a que usted, persona aún imaginada a través de la conversación, tuviese derecho a comida y así lo haría saber, si se diese la ocasión, a todo nuestro barrio ¿Un editor de qué? Versiones del amor (y citaba a Diotima más que a nadie), me decía Miss Carrington mientras daba sorbos ruidosos al café. Incluso le pregunté si hoy no comía ninguna pasta. Eran, según me dijo en otra visita, sus preferidas. No, dijo. Es más, añadió, se me han quitado las ganas. Fue cuando desperté de mi usted imaginario y su proyecto (que ella parecía entender desesperado) cuando llamaron a la puerta y abrí. Un grupo de niños eslovenos se esforzó en cantarme un villancico a la espera de mi propina. La situación era horrible. La Sra. Carrington pareció resumir toda la circunstancia tapándose la sonrisa con una servilleta de papel. Era el resumen a una verdad que a mí me hacía padecer gravemente por la ocupación en la que yo, en vano notaba, había tratado de ayudarle a usted (imaginariamente, entiéndame). No tiene ni idea de lo influyente que puede ser la Sra Carrington en el mundo literario. A todas las editoriales de España le gustan sus estados en facebook, sin excepción.
Si no hubiera estado ella yo hubiera cerrado la puerta a esos niñatos y ya está, pero hice de samaritano, aquel oficio de nuestros amados abuelos -hoy todos ríen en sus tumbas-, aportando un euro con cincuenta y luego dije que sentía no tener golosinas. Casi me tiran la puerta a la cara.
¿Se da cuenta de lo que estamos tratando realmente?, dijo ella. No, dije, tratando de disimular. Me dijo que si no me daba cuenta de que los metecos, esos extranjeros de Grecia, tenían prohibido, entre otras cosas, comerciar; no podían ser propietarios y los tribunales habrían de ser tierra extraña para ellos, por no hablar de las mujeres atenienses. Esto, dijo, se extendía a nuestra charla. Fue entonces cuando yo intenté hacerla ver, de nuevo, que usted era una invención para nuestra charla, creado en súplica de su lección. No crea que anda muy desencaminado, dijo, conozco bien el territorio y ciertas cosas se emprenden a través de ese camino. Citó a nuestro amigo JBH y me dio las gracias por la charla y el café que, añadió, estaba tan bueno como de costumbre.