Jalfen el oscuro, o la reencarnación de Heráclito
Por Juan Ignacio Prola.
“Morimos, se dice. No; es que el mundo dura poco”.
Macedonio Fernández.
Heráclito, hijo de Blisón, nació a mediados del siglo VI antes de Cristo en el seno de una vieja familia aristocrática de Efeso, ciudad ésta que por entonces era un importante centro comercial griego de Ión, Asia Menor, actualmente Turquía. Alcanzó el cenit de su pensamiento a los cuarenta años y murió a los sesenta. Se cree que escribió un solo libro, De la naturaleza, que no se conservó, aunque no se lo puede afirmar con certeza, ya que se atribuye un tratado así a cada filósofo de la antigüedad. Según Diógenes Laercio, “Era magnánimo en comparación con cualquiera, y también desdeñoso, como es evidente en sus escritos, donde dice: ‘La mucha erudición no enseña la sabiduría, de otro modo se la habría enseñado a Hesíodo, Pitágoras, y a su vez, a Jenófanes y Hecateo’ ”. Para Heráclito no es lo mismo el filósofo que el sabio, mientras un filósofo se ve obligado, la mayoría de las veces, a sostener sus afirmaciones por medio de razonamientos, un sabio comunica cuanto sabe –de modo que cualquiera que utilizara el mismo procedimiento, es decir, que tuviera la misma experiencia, sabría igualmente–, pues para él la fuente de conocimiento y la verdad es el Logos, común a todos. Sin perjuicio de que la categoría de filósofo, entendida como especie humana que se dedica a la investigación de la realidad por medio del pensamiento, no existía en su época.
Es fama que, cuando fue invitado por Darío, rey de los persas, a visitar su país, Heráclito respondió: “Heráclito de Efeso al rey Darío, hijo de Histaspis, salud. Cuantos hombres hay sobre la tierra se apartan de la verdad y de la justicia, y por causa de una malvada locura se dedican a la avaricia y el deseo de fama. Yo, habiendo logrado el olvido de todo tipo de maldad y tratando de escapar de la saciedad que acompaña a la envidia, y también porque tengo el horror del esplendor, no puedo ir al país de los persas, bastándome con unas pocas cosas, buenas para mi propósito”.
La palabra “logos” adquiere en Heráclito un sentido original que escapa al significado corriente de “palabra o discurso”, ya que “aunque este Logos existe siempre, los hombres son incapaces de comprenderlo, lo mismo antes de oír hablar de él que después que han oído hablar de él la primera vez”. Este logos es el principio universal que traspasa todas las cosas interrelacionándolas y por el que todos los eventos naturales ocurren. Es así el principio oculto que conecta todas las cosas y que le permite esbozar y sostener sus doctrinas de los contrarios y del eterno devenir de las cosas, una y otra son dos caras de una misma moneda.
Expresión de la primera es el fragmento LXXXVIII, “Una misma cosa está en nosotros cuando vivimos o estamos muertos, despiertos o dormidos, jóvenes o viejos, porque estas cosas, dándose una vuelta son aquellas, y aquellas dándose otro giro son éstas”; también lo es el fragmento L, “El todo es divisible indivisible, engendrado y no engendrado, mortal e inmortal, padre, hijo, dios justo”. La manifestación, lo visible, el fenómeno, lo que aparece –entiéndanse todos ellos como sinónimos–, adopta la forma de oposiciones, cada cosa tiene su opuesto y es de esa oposición de donde nace la más bella armonía, pues cada término sostiene y hace brillar al otro. En cierto modo, Heráclito anticipa en dos mil años la dialéctica hegeliana, en el sentido en que Luis Jalfen lo expresa en Pensamiento inquietantes: “…Hegel, por su parte, dice que todo lo-que-es contiene su propia negación, entonces establece el principio fundamental de la dialéctica: ser es no-ser …”. Pero en la doctrina del griego, a diferencia de Hegel, no hay una tercera instancia que deviene del juego de lo que es y lo que no es, sino que la oposición está en la cosa misma y en ella misma se resuelve.
En cuanto a la doctrina del devenir, puede expresarse en su más conocida sentencia, “Nadie se baña dos veces en el mismo río”, versión actualizada popularmente del fragmento XLIX a: “en los mismos ríos nos bañamos y no nos bañamos; somos y no somos”. La fórmula reúne en sí y en una misma imagen a los contrarios, lo Mismo y lo Otro. En su misma experiencia cotidiana el paseante o el nadador es presa del asombro: estas cosas que están ante él revelan su contradicción íntima.
Refiere Diógenes Laercio que Heráclito hacia el final de su vida, “se convirtió en misántropo y se retiró a los montes, donde vivió comiendo hierbas y plantas.- A resultas de esto enfermó de hidropesía y regresó a la ciudad; preguntaba a los médicos de forma enigmática si podrían hacer de la lluvia una sequía. Como éstos no lo entendiesen, se enterró a sí mismo en un estercolero, esperando que el calor del estiércol le absorbiera la humedad. No consiguió nada así tampoco”, y murió al segundo día a la edad de sesenta años.
En 1940 la Argentina enfrentaba una de sus acostumbradas crisis económicas con un polémico plan de reactivación productiva del entonces Ministro de Hacienda, Federico Pinedo. El senador conservador Benjamín Villafañe denuncia que hubo coimas en la compra de los terrenos para el Colegio Militar en El Palomar. El escándalo termina con un acto de infrecuente dignidad política: al comprobarse su culpabilidad, el legislador radical Víctor Guillot se suicida. Para contrarrestar las energías de los grupos nacionalistas, envalentonados por las victorias de los nazis en la Segunda Guerra Mundial, se funda la Acción Argentina, organización presidida por el ex presidente Marcelo Torcuato de Alvear, que reúne a las personalidades democráticas del país sin distinción partidaria. Fangio gana el Gran Premio de Automovilismo que termina en Perú, y el 25 de Mayo se inaugura la Bombonera, sin la tribuna superior que se añadirá años más tarde. En Mendoza empieza a funcionar la Universidad Nacional de Cuyo, en Santa Fe se funda el Instituto de Estudios Etnográficos y Coloniales, y en Rosario se crea el Instituto de Matemáticas. Raúl Scalabrini Ortiz publica su alegato antiimperialista Política británica en el Río de la Plata, aparece La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, y se estrena Un guapo del 900, de Samuel Eichelbau. En medio de todo este fárrago de acontecimientos de la siempre convulsionada historia argentina, se produce un hecho que los libros de historia no registran: en el seno de una familia de inmigrantes judíos nace, en Buenos Aires, Luis Jorge Jalfen.
Como Heráclito, Jalfen alcanza la madurez de su obra a la edad de cuarenta años, prueba de ellos son sus libros: Occidente y la crisis de los signos (1982), La edad del nihilismo (1984) y Pensamientos inquietantes (1985). Lector atento, pensador polémico, crítico implacable, desarrolló una corriente de pensamiento dedicada a filosofar con el martillo, o como a él le gustaba decir: una filosofía que tirara bajo la línea de flotación. Hay una pregunta, la pregunta, que es la música de fondo que llena toda su obra, la pregunta por el ser. Esta pregunta, que a medida que avanza en su camino es a cada paso más consciente de su destino trágico, tiene su máxima expresión en el esbozo de su metafísica del límite.
Su formulación más acabada está, según yo creo, en el décimo capítulo de Pensamientos inquietantes, y pese a que ahí sostiene que esta metafísica del límite está muy cerca de Hegel –en el sentido de que el ser es proceso, pero aclarando que no es un proceso temporal-, pese a esto, decía, tengo para mí que su aspiración por “desantropologizar” la filosofía, por volver a pensar en el ser sin tener que referirlo al hombre, es la reformulación actualizada de la doctrina de los contrarios. En este sentido, la tesis de Jalfen, más que acercarlo Hegel, lo llevan a repensar las doctrinas de Heráclito, claro está, sirviéndose para ello de todo el aparato filosófico de veintiséis siglos de pensamiento.
“La historicidad de lo histórico”, enseña Jalfen, “se da su ley, pero esa ley responde a la ley del ser. Y esa ley del ser es la libertad”. Esta libertad es una libertad ontológica, una libertad que traspasa el ser de las cosas, una libertad que no tiene nada que ver con el proceso, sino con aquello de Spinoza: la conciencia de la necesidad. (Apuntemos, de paso, que una idea similar encontramos en Nietzsche.) “La verdad pertenece al círculo de sus propios límites (esto sería la nada, la libertad). La identidad de ser y nada está pensada, no tanto a partir de la extracción de las determinaciones, sino precisamente del carácter de ser-determinado de todo lo que es” (Pensamientos inquietantes, págs. 132).
Por eso, en esta reformulación de la doctrina de los opuestos la nada es un principio activo, no una mera negación con la única función en la economía de la dialéctica, al modo de Hegel, de servir de puente entre la tesis y la antítesis. Por el contrario, la nada en Jalfen es diferencia. Así lo dice expresamente al fundar su metafísica del límite: “¿Cuál es el núcleo de la metafísica? Para mí, la metafísica filosófica está en correspondencia con la nada, con el no-ser; ese es el tema central de la filosofía. Pero no se vaya a pensar con esto que el no-ser tenga que ver con una nada comprendida como vacío; no se trata de una ‘nada negativa’ ” (Op. Cit., pág. 133). “La nada es la diferencia con el ser. ‘Nada’ quiere decir ‘diferencia’”, sostiene Jalfen y declara más adelante que, “si la metafísica del límite tiene alguna intención, es la de reinscribir constantemente la nada como la diferencia del ser”. Es este orden de ideas el que le permite sostener que, “cuando Hegel dice ‘ser es no-ser’ se debe estar de acuerdo con él, excepto en una cosa: en que no hay síntesis, no hay tercer momento…” (Op. Cit., pág. 94) ¿Qué diferencia hay entre los pensamientos de Luis Jalfen que acabamos de apuntar y las palabras de Heráclito: “en el mismo río nos bañamos y no nos bañamos; somos y no somos?
Para Jalfen se debía reivindicar la metafísica como espacio del juego, del humor y de la libertad, a la manera de Macedonio Fernández. Heráclito, según Jámblico, consideraba las opiniones humanas como juegos de niños. He visto personas exasperarse hasta el insulto al oír el pensamiento de Luis Jalfen, y he leído a críticos hablar pestes de su obra agrediéndolo con epítetos de lo más hirientes a falta de argumentos. Timón dice de Heráclito: “Entre ellos se alzó, como un cuclillo inoportuno, el inventor de enigmas Heráclito, despreciador de multitudes”. Como el de Efeso, Jalfen murió a los sesenta años, el diecisiete de marzo de dos mil uno.
Seguramente influenciado por el pensamiento oriental, Heráclito creía en la reencarnación. No recuerdo haber charlado sobre este tema con Luis Jalfen, pero dado que el griego era llamado “el oscuro” por el modo de exponer sus pensamientos, en tanto que éste es un propiciador y sostenedor del enigma como ejercicio metafísico, nada nos veda imaginar que la reencarnación es posible y que, en la intrincada y caprichosa economía del universo, son una sola y misma alma encarnada en cuerpos y edades diferentes.
Tal vez la diferencia estribe en que Heráclito era hermano de rey, de ahí la invitación de Darío y la contestación del sabio ermitaño. Pero mi pregunta es… ¿Alguna filiación expresa de Jalfen con el pensamiento de Heidegger?