El alquiler del mundo
Por Jorge Díaz.
El alquiler del mundo. Pablo Sánchez. Editorial Destino. 315 páginas.
Cuando empecé a leer El alquiler del mundo, la novela ganadora del Premio Francisco Casavella 2010, pensé en una de las historias de John Grisham (soy abogado, trabajo cien horas a la semana, cobro un pastón, conduzco un coche europeo y soy súper competitivo, y además voy a trabajar ciento veinte horas y me van a hacer socio del bufete para pagarme un pastón todavía más grande, pero justo antes de tocar el cielo me doy cuenta de que me he quedado sin alma por trabajar tanto y por haber olvidado que estudié derecho para que el mundo fuera más justo). Pues no, la novela de Pablo Sánchez no es eso, es mucho más, es un retrato de la ambición desatinada y desmedida, además no muestra una redención final para la avaricia.
El alquiler del mundo me ha parecido una novela estupenda, por decirlo claro: ágil, con personajes interesantes, con criterio y sentido del humor, con un andamiaje teórico perfectamente construido…
César, el protagonista, su odiado Francisco, su admirado y temido Lezama, su apreciado Marcos, su envidiado Krakowski, su añorada ex mujer Eugenia, la desequilibrada Yolanda… Todos se mueven en un mundo ideal en el que lo único importante es ganar dinero y mostrárselo a los demás, aunque sea comprando un barco en el que no se navegará ni una sola vez en la vida.
Pese a que las normas de ese mundo son crueles, Marcos, el anarquista, ha creado un juego más: un objeto sin valor que se van vendiendo unos a otros por cantidades astronómicas, una especie de traje del emperador en el que lo importante no es saber que no existe sino estar dispuesto a invertir en él sin pestañear. El último que posea el objeto, cuando nadie más quiera comprarlo, será el cretino del que todos se habrán reído: un juego para gente avariciosa y segura de sí misma. Entrar en la rueda es demostrar sangre fría, perder es ser un fracasado. Y si llega la derrota hay algo peor que el suicidio: abandonarse a la clase media, ventajista y cobarde, la que impide un mundo perfecto de ricos y pobres.
Marcos se cree un triunfador, cree que haber estudiado Filosofía, haber visto el otro lado, el de los idealistas, y haberlo abandonado para unirse a la verdadera fe, la del capitalismo, le pone por encima de los demás. No cuenta con la posibilidad de ser el perdedor, tampoco entiende que el otro mundo, el real, ocupe posiciones en su vida. La familia, la soledad o el amor no tienen cabida en el sueño que los elegidos han construido para ellos, todo lo que no sea dinero y lo que se pueda comprar con él es despreciable.
Pero César no lo controla todo como pretendía. El fantasma de Jan, el hijo que tuvo con Eugenia, gravita durante toda la novela. ¿Qué pasó con él? ¿Qué fue lo que hicieron de lo que quieren convencerse de que fue lo correcto? ¿Por qué los remordimientos se cuelan en sus vidas como si ellos fueran simples humanos, como si no fueran los amos del universo?
Tom Wolfe diseña a Sherman McCoy en la magnífica, aunque olvidada, La hoguera de las vanidades como un triunfador neoyorquino de los ochenta: ha ganado dinero, ahora quiere que le respeten, demostrar que es capaz de sobrevivir en la selva en la que luchan los demás. Pat Bateman, el triunfador de Bret Easton Ellis en American Psycho, sabe que el dinero es sólo un pasatiempo, para él lo importante es imponer las normas. César, el personaje de Pablo Sánchez, juega en una división local, es su equivalente en España, ni el capitalismo es tan salvaje ni él pone tanto en juego, tampoco hay tanto para ganar. Para aquéllos el dinero es apenas un medio, para César es el único fin; aquéllos fracasan en su fin, no antes, César, pese a su elevado concepto de sí mismo es mucho menos sofisticado y fracasará en lo básico. Su caída no será tan estrepitosa pero sí mucho más patética y Sánchez la retrata de una manera prodigiosa.