Buscando a Cocodrilo Dundee
Por Alberto Masa.
Todo iba bien. Yo iba cada mañana a la cocina y preparaba café mitad natural y mitad torrefacto. Si se caía un poco, entonces pasaba la fregona y ya está. Abría la nevera y cogía la leche y luego echaba un poquitito sobre la taza, el vaso o lo que fuera. Así cada día. La vida, en fin, era un puto paraíso: Dios vivía en el cajón de las cucharas y, al abrirlo, nunca se quejaba. Parecía automático. Todo ese paraíso, toda esa cocina y su cafetera y sus tazas, sus vasos y sus cucharillas, todo era un paraíso, un paraíso automático. El botón de hacer café era la contraseña que iniciaba el día y, según le diese, llovería o no y todo estaría bien. La vida era levantarse, hacer el café y luego sentarse y esperar que empezasen a sonar todos los teléfonos. Siempre era alguien que se había equivocado. O eso o Carmen Balcells para convencerme de que fuese a su casa de Barcelona a comer botillo y migas (caseras) con callos (caseros).
Un día fui con un manuscrito de mi obra cumbre, Las cabras de las máquinas que se comen las pesetas. En el jardín de Carmen trabajaba Rimbaud, que me atendió muy bien. La vida había sido buena con él, pues un trabajo de jardinero es lo que siempre había deseado. Rimbaud, claro, hablaba spanglish y nos entendíamos bien. Me preguntó si yo era poeta y le dije que sí y me dijo algo así como “Yo poeta aburría fucking, man. Today yo guay, pero en África bien, yo papayas, come papayas siempre, it´s my life”. Mientras segaba, se ponía los cascos y escuchaba a los Deep Purple. Luego se oía la voz de Carmen por el interfono, que decía: “Albertuco, sube ya, que quiero que des el visto bueno a mi colección de sables turcos”. En el ascensor, el encargado era Felisberto Hernández que me dijo que estaba en la gloria trabajando allí, que estaba ahorrando para un piso en Getafe porque había ido un día y le molaba Madrid, que había estado en el parque de atracciones, que en Barcelona guay pero que Getafe le tiraba.
Pero yo estaba hablando de mi cocina y de Dios, de las cucharillas, de las tazas y esas cosas. Yo tenía días buenos y días malos. Me compré el DVD de Cocodrilo Dundee y, después de que el teléfono sonara, me la ponía una vez y otra hasta que se hacía de noche. Lo único que no me gustaba eran los diez minutos finales así que, cuando faltaban diez minutos, le daba al botón y todo volvía a empezar. La tecnología consiste en ahorrarse el rebobinado. Incluso los teléfonos móviles e Internet son para no rebobinar: tocas y todo está allí en el tiempo que tiene que ser.
Y, de repente, un día me cansé de Cocodrilo Dundee, así que ahorré y salí a comprarme la segunda parte a Cortilandia. Me daban ganas de llorar y no paraba de llover, así que le compré un paraguas a una gitana a la salida del metro. En Cortilandia sólo había gente como yo, gente drogadicta y la mayoría moros. Ni siquiera había nadie a quien pudiera preguntar dónde estaban los DVD, porque yo tenía DVD, joder, yo tenía DVD y sólo podía oir el gentío, la lluvia y el nuevo disco de villancicos de David Bisbal y Curro Romero de Torres. Compré flanes Dhul y sonó el móvil. Cuando lo cogí ya habían colgado. Miré el número y decía “teléfono privado”. Pero tenía suficiente dinero y todo, absolutamente todo, me lo iba a gastar en flanes Dhul y en pizzas de la Casa Tarradellas porque la peli no había Dios que la encontrara. Me gasté todo lo que tenía: 1.400 euros en flanes y pizzas, ahí es nada. Luego me fui al metro y, cuando llegué a mi casa, me puse a comer sin parar y a ver de nuevo la peli de Cocodrilo Dundee, la uno, pero no me enteré de nada. Sólo pensaba en los pinchos de Ca Marcial, en los boquerones en vinagre, en las gambas forradas, en el queso en aceite… Yo sólo pensaba en eso y no tenía ni idea del año (o la Navidad) que corría. Pero los flanes Dhul saben a los pinchos de los domingos en Ca Marcial, y las pizzas de la Casa Tarradellas también.
Eso es todo.