La enfermedad como lógica
Por Gonzalo Muñoz Barallobre.
Pensar y escribir, un trabajo artesanal que combina dos niveles, ya que al pasar la idea al papel ésta adquiere otra naturaleza. Un cambio que tiene como causa la nueva gravedad que se impone. Y es que la mente tiene una y el papel, un pedazo del mundo exterior, otra. Por ello, con la habilidad de un relojero debemos reajustar la maquinaria para que la idea, al textificarla, siga diciendo lo que quería decir. Hablo de un arte sumamente complejo. Un trasplante alquímico que consiste en hacer transitar a la idea de un estado a otro. Por eso, la tarea del pensador debe ser doble. Primero, articular con sumo cuidado y atención un pensamiento y, después, atarlo a un papel sin que el conjunto pierda su sentido. La mayoría hace este transito casi sin pensar, pero eso no quiere decir que no exista y que la dificultad sea extrema.
La idea ha quedado entre las formas de las letras, en el texto. Parece que late y que respira sin problemas, por tanto, la intervención ha sido todo un éxito. El animal exótico ha sobrevivido al viaje. Todo ha salido a pedir de boca. Pero no es el momento de cantar victoria, aún queda el tercer paso: la idea abierta al público. La idea leída y digerida por otro. Del papel vuelve a un espíritu, a una interioridad. Nuevo cambio de gravedad, y esta vez no puede ser supervisado por ti. El lector se acercará al texto y lo poseerá de la manera que crea conveniente. Nada podrás hacer tú. La idea textificada, ese animal exótico, ya no te pertenece. Ahora es propiedad, dominio, del visitante de tu zoo, de tu bestiario de corral. Por eso, es un acto de valentía abrir un texto a los demás. Es dejar que alguien pasee, sin vigilancia ni supervisión, por tu trabajo alquímico, por tu idea transferida al papel.
Platón es el primero en advertir el problema de escribir. Escribir es dotar al pensamiento de un cuerpo que andará de manera autónoma y será tocado, interpretado, por todo el que quiera acercarse a él. Sin poder negarse se dejará escrutar y manosear de manera sumisa y pasiva.
Escribir es abrirse en canal y quedarse indefenso en la plaza. Es, desde luego, un acto de exhibicionismo. Pero detrás también hay una lógica funesta, la lógica de la enfermedad. Para ser más concretos del virus. El texto espera al visitante, así lo ha dispuesto su autor, para entrar en su organismo y extenderse de la manera más eficaz posible. Si hemos sembrado tristeza, queremos recoger tristeza, si hemos sembrado vértigo, queremos recoger vértigo… Esta es la manera, la única y la más sublime, de vengarnos del visitante. El texto, en apariencia, será una chica o un chico inocente, sumiso y servil, pero dentro guardará una tempestad en miniatura que pretenderá hacerse con el pecho del lector. Éste, no debe desconocer el riesgo ya que leer es permitir que nuestra intimidad sea invadida. Es dejar que las fieras entren en la catedral. Y será este riesgo, un riesgo real, vivo, lo que haga de la relación autor/lector una de las más enigmáticas y atractivas. Invadir y ser invadido. La violencia al servicio de la comunicación. Y en este combate tan sólo tendremos un aliado: mantenernos atentos, lúcidos, listos para recibir, según se merezca, al invasor.
Muy grande Gonzalo, como siempre!
Gracias, Paloma.
¡Eso es! Esa es la relación entre lector y escritor. Lucidísimo 🙂